LA MEDALLITA (parte 2)
Gonzalo frunció el ceño. Aún no había
tenido tiempo ni para ponerse la bata y tan solo llevaba una toalla alrededor
de la cintura. El pelo mojado dejaba en su rostro algunas gotas de agua que se
adherían a su piel.
Cogió la medalla y la observó, como si la
viese por primera vez.
-Esto… me lo ha dado Adelita –repuso el
joven con tranquilidad, sin entender a qué venía el interrogatorio-. ¿Por?
-¿Y me lo dices así, tan tranquilo? –le
espetó ella, sin poder contenerse-. ¿Te parece normal que una muchacha te
regale una medalla con semejante declaración?
Gonzalo abrió los ojos, sorprendido por las
palabras de María, sin entender su reacción.
-Un momento –la detuvo, y volvió a mirar la
medalla por si se le había pasado algo por alto-. ¿Qué te hace pensar que esto
es para mí?
La pregunta alteró más a la joven. O su
esposo trataba de tomarla por tonta o allí el tonto era él.
-¿Se puede saber qué estaba hablando contigo
cuando fui a buscarte? –inquirió ella, sin poder ocultar sus celos-. ¿Por qué
te tenía cogido de las manos? ¿Y a qué vino el beso que te dio?
Gonzalo
ladeó la cabeza y sonrió de pronto, comprendiendo lo que le sucedía a María; era eso lo que la había tenido toda la tarde en aquella actitud tan sombría. La
joven se enfureció al verle la sonrisa, creyendo que se estaba burlando de ella.
-María, ¿estás celosa? –le preguntó,
sorprendido.
La joven apretó los labios, tratando de
mantenerse firme. Apartó la mirada levemente para que no viese en sus ojos lo
que estaba sintiendo en realidad.
-Solo te pido la verdad –murmuró su esposa,
apretando los puños para contenerse.
Gonzalo se acercó a ella. Algo en su
interior se regocijaba al ver a María celosa. Posó sus manos sobre su cintura,
atrayéndola hacia él.
-¿Acaso te he dado alguna vez motivos para
que estés así? –le susurró él, buscando su mirada, que la mantenía baja,
evitando mirarle directamente.
Finalmente se armó de valor y levantó la
cabeza para encontrarse con un brillo divertido en la mirada de Gonzalo que
la hizo enfadarse y se soltó de su abrazo.
-¿Te hace gracia? Porque a mí ninguna.
Gonzalo observó en silencio su reacción,
aguantando una sonrisa y enarcando una ceja. Volvió a acercarse a ella y sin
dejarla reaccionar, la besó, tomándola por sorpresa al principio. Un beso que
pretendía acallar sus dudas, declarándole con su entrega que no había motivos
para que desconfiase de él.
Cuando se separó de María, su esposa tenía
la respiración entrecortada y los ojos cerrados.
-Espero que esto sirva para que dejes de
pensar lo que no es.
Al escuchar sus palabras, la joven abrió los
ojos, como si despertara de un sueño.
-¡Eh!... Yo… -se quedó sin saber qué
decirle.
Su esposo dio media vuelta para vestirse
pero ella le detuvo.
-Gonzalo Valbuena –le llamó. Su enfado
seguía allí-. No me vas a comprar con un simple beso. ¿Qué le pasa a Adelita
contigo? ¿Qué es lo que pretende regalándote esa medalla?
El joven dio media vuelta y frunció el ceño.
-¿Tú has leído lo que pone en la medalla?
–le devolvió la pregunta.
Su esposa palideció levemente. ¿Qué quería
decir? ¡Por supuesto que lo había leído! Si no, no estaría tan enfadada.
Gonzalo se la tendió de nuevo.
-Lee –le pidió él, con paciencia.
-Ya sé lo que pone –se negó a leerla,
cruzándose de brazos y tratando de hacerse la ofendida; pero Gonzalo se la
acercó y no tuvo más remedio que ceder.
Suspiró, y leyó de nuevo.
-Para mi Martín. Te amo –murmuró entre
dientes y le devolvió la medalla.
-¿Y?
-¿Y qué? –repitió ella, exaltada y sin
comprender-. Lo pone bien claro, me parece.
-Para mí sí que está bien claro –dijo él,
dejando la medalla sobre la cómoda-. Eres tú la que no lo ve.
Aquel rompecabezas le estaba provocando
jaqueca y la ambigüedad con la que hablaba Gonzalo la estaba sacando de quicio.
-Gonzalo, o te explicas de una vez o… o tiro
la dichosa medalla por la ventana.
Su esposo comprendió que en ese estado, María
no era capaz de darse cuenta de lo que pasaba.
-Estás tan celosa que no ves lo más obvio –dio
unos pasos hacia ella-. Esa medalla es para Martín. Martín Cifuentes, el hijo
de Remigio, que entró la semana pasada a trabajar en la hacienda. Adelita y él
están enamorados y al parecer sus familias no aprueban la relación. Y como no
les dejan verse, me ha pedido que le entregara la medalla como símbolo de su
amor. ¿Contenta?
El rostro de María perdió color a medida que
iba comprendiendo la verdad. ¿Cómo no se había dado cuenta de que la medalla
era para Martín y no para Gonzalo? En ese momento quiso que se la tragase la
tierra.
-Lo… lo siento –murmuró, entre avergonzada y
sintiéndose una tonta por aquella reacción desmedida. ¿Qué iba a creer Gonzalo
de ella? Quería que la tierra se la tragase…-. Pensé que…
-… pensaste que Martín era yo –su esposo
había comprendido al instante cual había sido su error pero verla celosa era
algo tan inusual en ella; algo que la volvía adorable a sus ojos, que quiso que
fuera la propia María quien se diese cuenta del malentendido; cosa que
finalmente no había ocurrido.
María asintió levemente, incapaz de mirarle
a los ojos. Su esposo le levantó el mentón y le acarició la punta de la nariz
con la suya.
-Debes de pensar que soy la mayor de las
estúpidas –declaró sintiéndose mal por su reacción-. Nunca me has dado ningún
motivo para que desconfíe y…
-… ¿y acaso lo has hecho? –le cortó él.
-No –se apresuró a decirle ella. Si había
tenido algo claro, desde el principio, era que Gonzalo la quería a ella; que no
podía haber otra mujer; sin embargo, sus dudas y recelos eran hacia la propia
Adelita-. Jamás dudaría de ti, mi amor. Era de ella de quien no me fiaba.
Gonzalo la besó con intensidad, saboreando
sus labios, que le entregaban la ternura y el amor que él mismo sentía por
ella.
-Pero me vas a prometer una cosa –le exigió
María, de pronto cuando dejó de besarla.
-¿El qué? –se extrañó él.
-Que si alguna otra se acerca a ti con
“ciertas intenciones”, me lo dirás.
-¿Para?
-Para sacarle los ojos si es necesario
–declaró con firmeza.
Gonzalo soltó una carcajada, divertido, al
ver a su esposa sacar el carácter que sabía ocultar tan bien tras aquella
imagen de mujer frágil y razonable.
-Pobre –se burló él-. Será mejor que no la
haya.
-Sí… mejor –añadió María, dejando que
volviese a besarla.
De repente, Gonzalo se puso serio; algo se
le había pasado por la cabeza… una duda que no había tenido en cuenta.
-¿Y… se puede saber desde cuándo para ti soy
Martín? Porque nunca me has llamado por mi verdadero nombre para que hayas llegado
a la conclusión de que la medalla era para mí.
María se quedó pensando en ello. Su esposo
tenía razón. Ni siquiera ella había caído en aquel detalle.
Lo cierto era que había dado por hecho
tantas cosas con aquel malentendido que no se había detenido a pensar, ni un
instante, que para ella siempre había sido Gonzalo Valbuena y no Martín Castro.
La joven se encogió de hombros, sin saber
qué responder. Su mirada se tiñó de cierto pesar. ¡Menuda había liado!
Su esposo comprendió lo ocurrido. María se
había dejado llevar por unos celos infundados y su parte racional le había
jugado una mala pasada.
-Bueno… y después de aclarar este
malentendido –comenzó a decirle él con calma-; creo que merezco una recompensa.
-¿Qué clase de recompensa? –María le lanzó
la pregunta, temiendo saber la respuesta, pues conocía la mirada pícara que le
estaba dedicando.
Sin darle tiempo a reaccionar, Gonzalo la
cogió en brazos.
-Me debes un baño –le dijo mientras se
encaminaba con ella en brazos hacia la alcoba contigua.
Enhorabuena Mel,me encanto la segunda parte de tu relato,como no podia ser de otra forma.Describes tan bien las situaciones y los personajes que los ves,sin necesidad de imaginarlos..Original la resolucion de la pequeña historia y deseando leer el proximo relato!!!
ResponderEliminarMuchas gracias Pepi!!! Espero tenerlo pronto el siguiente ;) para que podáis seguir disfrutando de Maria y Martín.
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