CAPÍTULO 386: PARTE 2
Por su parte, María volvió a la Casona. Al
entrar, Mariana se dio cuenta enseguida de que algo le había pasado y le
preguntó. Su sobrina, que seguía con el enfado, le contó su conversación con
Gonzalo. Podía perdonarle muchas cosas pero no que hablase mal de su madrina.
La joven buscó la comprensión de su tía. Quería que le confirmase que no estaba
errada en cuanto a Francisca, pero para su desazón, Mariana había padecido en
sus propias carnes la maldad de la señora y no podía defenderla y le explicó
que ella solo se ponía de parte de quienes habían sufrido la crueldad de la
Montenegro. Aquellas palabras dejaron a María navegando entre dos mares.
¿Qué iba a hacer? ¿De verdad su madrina era
aquel monstruo que todos se empeñaban en dibujar o la mujer dulce y cariñosa
que ella conocía? Antes de subir a su cuarto, Mariana le indicó que la señora
la había estado buscando, de manera que la muchacha no tuvo más remedio que ir
a verla a su despacho.
Mientras, Gonzalo queriendo olvidar su
discusión con María, se acercó a la casa de comidas para hablar con Emilia
sobre lo ocurrido la noche anterior. La esposa de Alfonso, ya más calmada, se
decidió a explicarle al joven que las cosas con su esposo no andaban bien
debido a que Alfonso nunca había aceptado que María se criase junto a la
Montenegro, su mayor enemiga. Llegados a ese punto, Gonzalo trató de averiguar
el verdadero motivo que había tenido Emilia para dejar a su hija con la señora;
sin embargo, la mujer se cerró en banda y no hubo manera de que le contase la
verdad.
En la Casona, María acudió a la llamada de
Francisca que enseguida se da cuenta de que algo rondaba por la cabeza de su
ahijada. La joven le preguntó si era cierto lo que contaban de ella, que no era
justa con sus trabajadores.
La
Montenegro una vez más, consiguió convencerla, con sus argucias, de que eso era
mentira, y que ella siempre se preocupaba por el bienestar de la gente. María
inocentemente la creyó y terminó confesándole que había estado hablando con
Gonzalo sobre el tema. La señora no le dijo nada, sin embargo sabía que la
incipiente amistad de María con el nuevo sacerdote no le convenía en absoluto.
Poco después, María se presentó en el Jaral
a visitar a su tío Tristán con la intención de pasar más tiempo con él. El hijo
de Raimundo aceptó la presencia de la joven a regañadientes y es que su sobrina
era de las pocas personas que lograban acercarse a él. La muchacha aprovechó la
ocasión para preguntarle los verdaderos motivos por los cuales no se llevaba
bien con su madrina.
María ya conocía la versión de Francisca,
pero quería saber también la de Tristán, pues solo así lograría juzgar por sí
misma la verdad. Su tío, conociendo la bondad que atesoraba la joven en su
corazón no quiso malmeter contra su madre.
Por alguna extraña razón, Francisca quería a
María y él no era nadie para predisponer a su sobrina contra ella. No obstante,
Tristán se dio cuenta de que tanta pregunta no era normal y quiso saber a qué
se debía. María trató de engañarle pero él enseguida comprendió que no era ella
quien hacía esas preguntas sino el nuevo diácono, alguien que a Tristán no le
gustaba. ¿A qué venía tanto interés por saber de la vida de los habitantes de
Puente Viejo?
Tristán advirtió a su sobrina de que no se
fiase de Gonzalo. La muchacha enseguida le sacó de su error: el joven no era su
amigo y no tenía que preocuparse por ello. Tristán se tranquilizó al escuchar
aquellas palabras y solo por ello accedió a salir de paseo con María por el
pueblo; cosa que no solía hacer desde hacía tiempo.
En la casa de comidas, Gonzalo charlaba
animadamente con don Pedro y Alfonso. El joven trataba de conocer mejor a los
parroquianos, y que mejor lugar que el negocio de los Castañeda, frecuentado
por la gente. Sin embargo, en cuanto llegó Mauricio, el ambiente se enrareció
de golpe, y es que todos sabían que era éste quien le pasaba la información a la
señora, de lo que ocurría en el pueblo.
Don Pedro queriendo mostrarse amable con
Gonzalo, le preguntó que le había parecido el pueblo, hasta el momento.
El joven, sin temor, le contó que no tenía
queja alguna, pero que le había sorprendido ver el río en tan mal estado. El
antiguo alcalde recordó con pesar que eso se debía a la fábrica textil, pues
los residuos que generaba iban a parar a su cauce; motivo por el cual había
dejado de ser el alcalde del pueblo, ya que no estaba de acuerdo con el
proceder de la Montenegro en aquel asunto.
Mauricio, al escuchar aquello, no dudó en
defender a su señora y tuvo que ser Alfonso quien pusiera paz entre los
tertulianos. Pero Gonzalo ya se había hecho una idea de cómo eran las cosas
entre ellos y en que bando estaba cada uno.
Mientras, María y Tristán paseaban por la
plaza. La muchacha se sentía feliz de haber logrado su propósito de sacar a su
tío del Jaral después de tanto tiempo sin pisar el pueblo. Sin que ella se
diese cuenta, los recuerdos invadieron a Tristán, recordando los momentos
vividos con su amada Pepa en aquel lugar.
Momentos que le acompañaban en su día a día,
y que le entristecían al saber que nunca más volvería a verla allí.
Poco después de haber llegado, Tristán no lo
soportó más y le dijo a su sobrina que regresaba a casa. En ese instante, sus
pasos se encontraron con los de Gonzalo.
Ambos se quedaron mirando unos segundos, sin
saber qué decir. Finalmente, el joven les saludó cortésmente y marchó de la
plaza hacia las afueras del pueblo.
Había algo en aquel hombre que a Tristán no
le gustaba y así se lo hizo saber a María, quien le confiesa que había sido
Gonzalo el que le había enseñado que no debía quedarse con una sola versión de
los hechos, sino buscar otras para poder juzgar por sí misma. Aquellas palabras
dejaron pensativo a Tristán; quizá se había equivocado con el joven y no era
cómo él pensaba.
Mientras tío y sobrina regresaban al Jaral,
los pasos de Gonzalo se dirigieron de nuevo al cementerio, a visitar la tumba
de su madre.
El joven le promete que descubrirá la verdad
sobre su muerte, aunque ahora se sienta perdido, porque pensó que las cosas a
su regreso serían como antes, sin embargo se ha encontrado con un padre al que
no reconoce; al igual que nadie ha sabido ver en él al pequeño Martín, el niño
que un día fue.
Al volver a la casa parroquial, Gonzalo se
llevó una sorpresa pues don Anselmo le esperaba con el gesto serio. El viejo
sacerdote le recriminó su comportamiento, enfrentándose tanto a doña Francisca
como a don Tristán, las dos personas más importantes del pueblo. Gonzalo le
pidió perdón y le prometió que no volvería a ocurrir. Pero don Anselmo ya había
tomado una decisión, forzada por la presión de la Montenegro.
Sin atreverse a
mirarle a los ojos le informó a su joven diácono que tenía que marcharse de
Puente Viejo lo antes posible.
CONTINUARÁ...
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