miércoles, 28 de enero de 2015

CAPÍTULO 34 
Isabel ya había cumplido con su parte del acuerdo.
Tal como había quedado con el Anarquista en su último encuentro, se hallaba junto al montículo de piedras que dividía el camino a Munia en dos sendas. El día anterior ya había estado allí para dejarle la nota con la fecha y la hora del encuentro. Ahora volvía a por la respuesta.
Nada más llegar, volteó en ambas direcciones, cerciorándose de que no había nadie en los alrededores que pudiese ver lo que hacía. Palpó con cuidado en el interior del montículo para ver si su nota continuaba allí. Su primera sensación fue que sí, que el enmascarado no había recogido la nota y que debería cambiar la cita para otro día. Sin embargo, al sacar el trozo de papel pudo ver que no se trataba del suyo. Lo desplegó y leyó la misiva, con cierta dificultad, pues la letra no era muy clara, más bien parecía escrita por un niño que por un adulto:
Camina doscientos pasos hacia la peña de los muertos. Llegarás a una pradera desde la que se puede vislumbrar en dirección norte el pico del diablo; camina ciento cincuenta pasos hacia allí.

Isabel levantó la mirada, buscando el camino hacia la peña de los muertos. Todavía no conocía mucho los alrededores de Puente Viejo, sin embargo recordaba aquel lugar porque le había llamado especialmente la atención cuando Bosco le habló de él. Su prometido le explicó que antes de vivir en la Casona, había vivido en aquella zona, plagada, precisamente, de anarquistas.
Una vez tuvo por segura la dirección, comenzó a caminar los doscientos pasos. Los primeros fueron lentos, casi midiendo la distancia de uno a otro. A medida que fue avanzando se volvieron más seguros y rápidos. Todo a su alrededor era tranquilidad, cosa que la ponía más nerviosa aún. La naturaleza la observaba como a una intrusa y así se sentía la prometida de Bosco. Estaba segura que en cualquier momento algún animal salvaje saldría de su madriguera y la perseguiría con la intención de darle caza.
Nada más vislumbró la pradera que le indicaba la nota, dejó de contar los pasos y se apresuró a llegar. La hierba rozó sus delicados pies y dio un respingo cuando una de las matas más largas le rozó la pantorrilla creyendo que se trataba de alguna serpiente.
Isabel tomó aire y después de volver a leer las instrucciones levantó la mirada buscando el pico del diablo. Según le había contado Bosco, se trataba de una cordillera muy escarpada que daba el aspecto de tener dientes de sierra. Nadie en su sano juicio se aventuraba a subirla sino tenía los conocimientos necesarios sobre el terreno, le había dicho su prometido.
Los ciento cincuenta pasos se le hicieron eternos. Tanto que estuvo tentada de regresar a la Casona y olvidarse de todo. Sin embargo recordó el desprecio con que la había tratado Bosco y eso le dio fuerzas para continuar.
Al llegar a la falda de la montaña se detuvo. Allí terminaban los pasos. Volvió a leer la misiva buscando algún dato que se le hubiese pasado por alto, aunque sabía que no encontraría más instrucciones a seguir. Los árboles en aquella zona crecían frondosos y muy juntos, creando una atmósfera asfixiante.
-Has encontrado fácilmente el lugar –afirmó la voz del enmascarado, oculto en algún lugar cerca de Isabel.
La muchacha miró en todas direcciones, buscando el origen de aquella voz grave, sin hallarlo. Detestaba aquel juego en que era ella la observada y él el observador.
-No esperaba menos –continuó él, saliendo de detrás de un matorral-. Sabía que no te sería difícil encontrarlo.
-Podrías haberme citado dónde quedamos –le recriminó ella, volviéndose-. No sé a qué viene todo este juego de acertijos –le enseñó la nota antes de guardársela en el bolsito.
-Como bien comprenderás teníamos que encontrarnos en un lugar más apartado que la otra vez. No me gusta estar tan cerca de la Casona. Es un lugar muy transitado y podría vernos alguien. Y a ninguno de los dos nos conviene.
Isabel torció el gesto. ¿Era esa la verdadera razón o había otra?
Estuvo tentada a preguntarle, sin embargo no lo hizo. Mejor esperar, pensó.
-Sígueme –le ordenó él, de pronto; dando media vuelta e internándose en el bosque.
Isabel obedeció y fue tras él.
Caminaron durante más de diez minutos, rodeando la montaña y llegaron a una zona boscosa.
-¿Adónde me llevas? –le preguntó finalmente la nieta del gobernador, cansada de aquel juego-. No tengo todo el día y si tardo más de la cuenta, en la Casona se preocuparán.
-Ya estamos llegando –respondió el Anarquista, a quien apenas le costaba caminar entre la maleza mientras que a Isabel cada paso le resultaba un mundo. Sus zapatos estaban hechos para caminar sobre terreno plano y limpio; no pedregoso y lleno de vegetación.
Finalmente, el hombre se detuvo frente al cobertizo. Antes de entrar se volvió hacia Isabel, asustándola.
-Me estoy arriesgando mucho confiando en ti –le espetó con seriedad-. Espero que valga la pena.
La prometida de Bosco dio un paso hacia él, con el gesto altivo.
-No eres el único que está arriesgando cosas, por si no lo sabes. ¿Cómo crees que quedaría mi reputación si supieran que tengo tratos con un bandido?
El enmascarado soltó un débil bufido, burlón.
Sin añadir nada más, le cedió el paso para que entrase en la cabaña. Nada más poner un pie dentro, Isabel arrugó la nariz y se llevó la mano a la boca.
-¿A qué huele aquí? –su voz sonó algo distorsionada.
-Es la humedad –repuso él, pasando a su lado e ignorando su malestar-. Siento que esto no tenga las comodidades de la Casona. No me ha dado tiempo a limpiarlo.
Isabel se volvió de golpe, indignada por la ironía del comentario. Apretó los labios mientras le veía encender los restos de una vela sobre la mesa.
-Y bien –el Anarquista la miró de frente, cruzándose de brazos-. Supongo que si estás aquí es porque tienes algo que contarme, ¿no es así? ¿Qué has descubierto?
La prometida de Bosco se quitó los guantes de seda. Necesitaba que sus finos dedos sintieran de nuevo el aire.
-No mucho, la verdad –respondió con cierto desdén-. Me costó lo mío que hablase del tema –levantó la cabeza hacia el enmascarado. Sus ojos brillaron con orgullo-. Al parecer Francisca tiene varios negocios fuera de Puente Viejo. En ese sentido no pude sacarle mucho… sin embargo me confesó que guarda gran parte de su fortuna en el banco de la Puebla, y en la caja fuerte de la Casona tan solo tiene lo imprescindible.
Oculto bajo su disfraz, el Anarquista analizó las palabras de Isabel.  Francisca Montenegro tenía gran parte de su fortuna en el banco de la Puebla. Algo bastante lógico ya que no era ningún secreto que la Montenegro era poseedora de una gran riqueza. La fortuna amasada a lo largo de su vida no era poca cosa y mantener en la Casona grandes sumas de dinero, así como las joyas de mayor valor, era cuanto menos peligroso, por muy bien custodiada que se encontrase su hacienda. En un banco también podría ocurrir un robo, pero en esos casos, el seguro pagaba a sus clientes.
-Dices que en la caja fuerte de la Casona solo guarda lo imprescindible –repitió el enmascarado, frunciendo el ceño.
Isabel asintió.
-Eso me dijo. Supongo que tendrá guardado el dinero necesario para algún imprevisto o algún cobro de última hora –declaró la muchacha pensativa-. Al menos mi abuelo en Madrid hacía eso.
-Pero lo que buscamos no está en un banco –dijo el Anarquista de pronto-. Y mucho menos si no quiere que caiga en otras manos… aunque sea por error. No –cada vez parecía tenerlo más claro-. Los papeles que buscamos deben estar a buen recaudo, y cerca de ella. Tan cerca que pueda verlos cuando precise.
-La caja fuerte de su despacho –murmuró Isabel, dándose cuenta de ello-. Debe de tenerlos allí.
-Exacto –afirmó el Anarquista, ocultando una sonrisa satisfecha-. El único lugar al que solo ella tiene acceso. En un banco pueden estar seguros hasta cierto punto, pero si son robados, ¿cómo explicas luego que esos papeles, que supuestamente no existen, han sido robados?
La nieta del gobernador asintió.
-¿Sabes la combinación de la caja fuerte? –le preguntó él, casi sabiendo la respuesta.
-No –respondió al momento y le lanzó una media sonrisa sarcástica-. Como comprenderás, la Montenegro solo confía en ella misma. No va contando a diestro y siniestro cual es la combinación de su caja fuerte –antes de que él pudiese contestarle, Isabel continuó-. Sin embargo, tengo un plan para conseguirla.
-¿Un plan? –ladeó la cabeza, sorprendido.
-Sí –le confirmó, ignorando el tono burlón que había usado-. Le pediré a la señora que guarde las joyas de mi madre en la caja fuerte y así podré ver la combinación.
El Anarquista soltó una sonora carcajada e Isabel se ofendió.
-¿De verdad crees que será tan sencillo y que te mostrará la combinación, así como así? –le preguntó él, aun riendo-. Siento decirte que tu “plan” naufraga por todos lados.
-¿Tienes uno mejor? –le espetó la prometida de Bosco, con rabia-. Porque si eres tan listo, no me necesitas para nada, así que…
Isabel dio media vuelta, dispuesta a marcharse. No dejaría que nadie se burlase de ella y mucho menos un simple bandido de tres al cuarto.
-¡Espera! –la detuvo-. Tienes razón. Lo siento.
La muchacha se detuvo en la puerta pero no se volvió. Aquel hombre no sabía con quién se las estaba viendo. Si pensaba que con una simple disculpa estaba todo olvidado, es que no la conocía.
-Si crees que va a ser tan fácil, estás muy equivocado –respondió la nieta del gobernador volviéndose hacia él. Su mirada mostraba tal determinación y firmeza que asustarían a cualquiera, excepto al Anarquista-. Eres tú quién más necesita de mi ayuda. Espero que la próxima vez que se te ocurra burlarte de mí, lo tengas en cuenta.
El enmascarado dio dos pasos en su dirección y se plantó frente a ella, clavando sus ojos con dureza en los de ella.
-Y tú no olvides que ahora eres mi cómplice –repuso él con la misma determinación con que le había hablado la nieta del gobernador-. Si me traicionas, caerás conmigo. Eso no lo dudes.
Las manos de Isabel temblaron. No de miedo sino de impotencia. Desgraciadamente aquel individuo tenía razón. Estaban juntos en ello; él para destruir a Francisca Montenegro y ella para deshacerse de Bosco.
-Reconozco que no tengo otro plan en mente –continuó él, recobrando la serenidad y alejándose unos pasos-. Así que… está bien. Hagámoslo a tu manera.
Isabel asintió, de mala gana. Después de aquel momento de tensión lo único que quería era marcharse de allí cuanto antes.
-Cuando tenga algo te avisaré –respondió ella, con sequedad.
Sin esperar a que el Anarquista añadiese algo más, la muchacha dio media vuelta y abandonó el cobertizo airada.
El enmascarado no se movió. Su mente viajó lejos, a otro encuentro ocurrido allí mismo, no hacía mucho. Las palabras de María resonaron en su mente, con fuerza, más vívidas que nunca.
-El problema es si lo hace por venganza. Es un sentimiento peligroso que a veces no puedes controlar. Yo no me fiaría de ella. Podría cambiar de opinión en cualquier momento y delatarte.
Era algo que el Anarquista tendría en cuenta de ahora en adelante. Por el momento, ya había dado el primer paso para tomar sus precauciones.

CONTINUARÁ...





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