miércoles, 14 de enero de 2015

CAPÍTULO 27 
El trabajo en la casa de aguas se acumulaba por momentos. Gonzalo y María apenas daban abasto con solucionar los pequeños problemas diarios que aparecían sin previo aviso, como para añadir uno más, la preparación de una de las habitaciones especiales.
Desde hacía un par de días habían recibido noticias de Conrado. El esposo de Aurora les había comunicado la pronta llegada al balneario de un matrimonio de recién casados procedente de Sevilla que pensaba hospedarse en la casa de aguas y pasar su luna de miel por aquellos parajes. La noticia no habría tenido mayor importancia si hubiese sido solo eso; sin embargo, lo relevante era que el matrimonio conocía a los inversores americanos y si quedaban satisfechos con su estancia en Puente Viejo, tenían muchas posibilidades de cerrar el acuerdo con los extranjeros en pocos días. De manera que era de suma importancia mantener la casa de aguas en perfectas condiciones y ofrecerles el mejor servicio posible.
María se encontraba inmersa en la preparación de la estancia que iban a ocupar los visitantes. No quería que le faltase ningún detalle. El baño había sido limpiado a fondo, las sales, especialmente traídas de la capital, se hallaban en la estantería junto a las toallas y albornoces, listas para ser usadas. La cama recién hecha con las sábanas blancas y almidonadas. Cada pequeño detalle era primordial y no podían pasar nada por alto.
La joven pensaba si colocar un par de ramos de flores que alegrasen la alcoba pero no estaba segura de que fueran del agrado de los huéspedes.
Ese era uno de los detalles que siempre la hacían dudar. ¿Cómo saber los gustos de sus invitados? Era imposible.
Gonzalo, por su parte, se había reunido con Epifanio, el encargado de mantenimiento. Habían revisado que ninguna de las piscinas tuviese ningún atasco y que las aguas estuvieran en sus niveles correctos.
-Creo que por hoy es suficiente –le dijo Gonzalo al buen hombre-. Puede marcharse a casa, Epifanio.
Su empleado asintió, con una amarga sonrisa. Desde la muerte de su hijo Germán, la tristeza se había instalado en la mirada de aquel hombre que se había pasado toda su vida bregando por darle un futuro mejor a su familia; y que ahora que lo habían conseguido, el cruel destino les había arrebatado a su hijo.
Gonzalo veía como, día a día, la sombra del dolor era más grande en Epifanio. Sabía lo mal que lo estaban pasando él y su esposa, pero no sabía cómo ayudarles y calmar ese dolor. La impotencia que sentía era tal que muchas veces dudaba de su fe en Dios; en ese mismo Dios al que estuvo a punto de dedicar su vida.
Después de despedirse de Epifanio acudió a su despacho donde le quedaban un par de papeles por firmar antes de poder marchar a casa con María y ver a su hija.
Una vez terminado su trabajo subió al cuarto en busca de su esposa. Le habían dicho que la encontraría preparando la habitación del final del pasillo.
La halló colocando unos tarros de aceites.
María llevaba puesto el uniforme blanco que usaban las empleadas de la casa de aguas. Pese a ser una de las dueñas, la joven trabajaba como una más, codo con codo con el resto de trabajadoras, quienes apreciaban ese gesto de igualdad.
Su esposa no le había oído llegar y él aprovechó para observarla en silencio unos segundos desde el umbral de la puerta. A Gonzalo le gustaba mirarla cuando ella no se daba cuenta. Solo así podía contemplar los pequeños detalles que habían conseguido enamorarle desde el primer momento en que la vio, aquella lejana tarde de verano en la plaza del pueblo.
Detalles que la hacían única a sus ojos. La hermosa sonrisa que se dibujaba en sus labios sin ningún motivo aparente y que iluminaba su bello rostro, o la naturalidad con la que se colocaba un mechón tras la oreja. Aunque era su mirada, tan expresiva y limpia, carente de cualquier atisbo de maldad lo que realmente más amaba Gonzalo de su esposa. Su bondad; incapaz de sentir rencor porque su corazón pese a todas las penalidades vividas, se mantenía puro y aunque su esposo no lo supiese, ese milagro se debía solamente a él; su amor le había protegido de caer en la desesperación más profunda, manteniéndolo a salvo.
La mirada de Gonzalo se detuvo unos instantes en sus manos. Delicadas y suaves. Unas manos hechas para acariciar.
De repente un recuerdo fugaz llegó a su mente. Un recuerdo muy vívido de lo sucedido la noche anterior en la intimidad de su alcoba, cuando sus cuerpos se habían unido en un solo ser y sus manos se entrelazaron, alcanzando juntos ese paraíso al que viajan cada noche.
María se volvió en ese momento y al ver la extraña sonrisa que se había adueñado del rostro de Gonzalo, ladeó la cabeza.
-¿Cuánto tiempo llevas ahí? –le preguntó, frunciendo el ceño-. ¿Y esa sonrisa? ¿Qué barruntas, Gonzalo?
Su esposo salió del trance y se acercó a ella para besar sus labios con ternura, sin prisas, disfrutando de aquella maravillosa sensación de poder besarse sin interrupciones.
María aceptó ese pequeño regalo. Sus besos eran el bálsamo que necesitaba para olvidarse de todo. Gonzalo acarició su mentón con delicadeza, dibujando pequeños círculos.
-¿Te queda mucho, mi vida? –le susurró sin soltarla.
-No –respondió ella, acariciándole los brazos-. Tan solo estaba repasando la alcoba para ver que estuviese todo en su sitio. Podemos irnos cuando quieras.
María hizo ademán de marcharse pero Gonzalo se lo impidió.
-¿Pasa algo? –le preguntó ella, preocupada.
Gonzalo se mordió el interior del labio. Llevaba días queriendo hablar con María pero no sabía cómo sacar el tema.
-Veras, mi vida –comenzó mientras la conducía hasta el pequeño salón que tenía la alcoba, para tomar asiento, uno frente al otro-. Llevo días queriendo hablar contigo de un asunto que me preocupa.
Su esposa se puso tensa. ¿Qué estaba ocurriendo? Cuando Gonzalo le hablaba en aquellos términos nunca presagiaba nada bueno. Quiso preguntarle de nuevo pero esperó, con el corazón en un puño, que él continuase.
-María, desde hace días te veo diferente; como más nerviosa, ausente… –comenzó él, acariciándole la mano con cariño. No quería que se tomase a mal sus palabras, pues ante todo estaba preocupado por ella-. No sé si te ha pasado algo o…
-Gonzalo –le cortó María, tragando el nudo que se le había formado en la garganta. Tenía que tranquilizarle-. Estoy bien, de verdad. Quizá sea el trabajo que últimamente nos absorbe tanto. Quiero que todo esté perfecto para mañana. Ya sabes lo importante que es conseguir la inversión de los americanos… pero estoy bien. Te lo prometo.
La joven le acarició el rostro. Gonzalo clavó sus ojos pardos en ella, provocándole un torrente de emociones que le costaba controlar.
-¿Estás segura? –insistió él-. ¿No hay nada más?
María sintió una pequeña presión en el pecho. Ojalá pudiera contarle a su esposo toda la verdad, decirle que se había encontrado con aquel a quién llamaban el Anarquista, sin embargo… no podía.
-Nada más- declaró con una media sonrisa-. Bueno… hay algo que no te he contado… y es que el otro día me encontré con Inés en la plaza.
Gonzalo frunció el ceño.
-¿Con Inés? –repitió, confuso-. ¿Y qué tiene eso de extraño?
-Verás, logré que me contase cómo estaban las cosas entre ella y Bosco.
-¿Siguen… juntos?
-No –decretó María. En ese momento decidió confiarle lo que sabía-. Bosco lo ha intentado pero ella se mantiene firme en su decisión de no volver con él; aunque no sé por cuánto tiempo –hizo una pausa-. Pero lo que realmente me preocupa es Isabel, porque está al tanto de esa relación y por lo poco que la conozco no creo que sea de las que se queda con los brazos cruzados mientras ve como su prometido se encama con una doncella.
-¿Temes que le pase algo a Inés? –inquirió Gonzalo, entendiendo la preocupación de su esposa.
-Al parecer el otro día quiso echarle la culpa de haber encontrado una serpiente en su baño –le explicó María-. Inés dice que ella no fue; y yo la creo.
-Un momento –la interrumpió su esposo-. ¿Quieres decir que crees que fue la propia Isabel quien colocó la serpiente en el baño para echarle las culpas a Inés?
María asintió en silencio.
-Me temo que sí, Gonzalo.
-Mi vida, esa acusación es muy fuerte –insistió él, reticente a creer que aquella muchacha albergase tanta maldad en su alma-. Bien podría haberse colado la serpiente en el baño sin que nadie se diera cuenta.
-Es algo bastante improbable –se defendió María-. Conozco perfectamente cómo funciona la Casona. Francisca es muy meticulosa con los pozos y exige que se revisen dos veces al día para que no ocurran cosas así. Durante todos los años que viví junto a ella nunca pasó algo semejante.
Su esposo asintió, más convencido.
-Entonces… temes que Isabel pueda actuar contra Inés –añadió él, pensando en lo que podría ocurrir.
-Así es –María no podía ocultar su preocupación por la sobrina de Candela.
-Bueno… pues tendremos que estar al pendiente –se ofreció Gonzalo para tranquilizarla.
Ella le sonrió, agradecida por su comprensión y su buen corazón. Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Gonzalo aprovechó para abrazarla con fuerza, un gesto que María necesitaba urgentemente y que no pasó desapercibido para su esposo.
-Dame dos minutos para que me cambie –le pidió ella-. Vuelvo enseguida.
Gonzalo asintió, dejándola ir.
Tal como había dicho, no tardó más de cinco minutos en regresar. Llevaba puesta la ropa de montar. A la joven le gustaba, de vez en cuando, ir hasta la casa de aguas a caballo, siempre que Gonzalo no fuese con ella como había sido esa tarde, ya que a él no le hacía mucha gracia montar en uno. Sin embargo, la vuelta la harían juntos y a pie.
-Ya estoy lista. ¿Vamos?
-Espera un momento.
Gonzalo se acercó de nuevo y cogió su rostro entre sus manos para besarla. Ella cerró los ojos y dejó que todo el amor que sentía por él recorriese cada parte de su cuerpo. Necesitaba de sus besos y sus caricias como el respirar, pero…
-Gonzalo… -musitó, con el corazón desbocado y sin poder apartarse de él-. Alguien podría…
Su esposo comprendió lo que quería decir. Estaban en un cuarto de la casa de aguas y cualquier empleado podría entrar por casualidad y pillarles en una situación un tanto incómoda.
Gonzalo asintió.
Fue hacia la puerta y la cerró con llave. María no se esperaba aquello. Su intención al mencionarle que alguien podía verles era salir de allí, no encerrarse en la alcoba.
-Gonzalo…
-Así ya nadie podrá interrumpirnos –dedujo él con un brillo en los ojos. Se acercó de nuevo a la joven y la rodeó con sus brazos, cogiéndola de la cintura.
-No creo que sea buena idea –intentó que su esposo entrase en razón-. Este cuarto tiene que estar en perfecto estado mañana a primera hora.
Gonzalo parecía no escucharla mientras le besaba el cuello con suavidad. María tenía que hacer un gran esfuerzo para no dejarse caer en sus brazos.
-No te preocupes ahora por la habitación –repuso él con su boca cerca de la de María, quien dejó que volviese a besarla. Sus labios desprendían fuego. Un fuego cálido que recorría su piel, llegando hasta rincones insospechados.
Su voluntad de mantenerse firme se hizo añicos con la primera caricia. María dejó que Gonzalo la despojase de la ropa con cuidado, con ese mimo que solo él tenía, recorriendo su piel con tiento. La joven hizo lo propio con él, ayudándole a quitarse la camisa mientras sus ojos permanecían perdidos en la mirada del otro. Cuando estaban juntos el tiempo se detenía y solo existían ellos dos y ese sentimiento tan puro que les embargaba convirtiéndoles en un solo ser. Amor le llamaban. Cuatro simples letras para definir su historia.
Sus cuerpos desnudos se fundieron en un solo ser, amándose con ternura, con la devoción que sentían el uno por el otro. Porque así era su amor; un amor lleno de entrega y cuyo único fin era que el ser amado alcanzase la felicidad.
Gonzalo se apartó suavemente de su esposa y le colocó un mechón tras la oreja, observando su rostro sonriente.
De repente María soltó una carcajada.
-¿Qué pasa? –le preguntó él, sorprendido-. ¿Qué te produce tanta risa?
Las mejillas de su esposa se tiñeron de un rosado pálido.
-Nada –balbuceó, avergonzada-. Tan solo que me estaba acordando de una cosa que me dijo Fe el otro día.
De todas las respuestas que Gonzalo hubiese imaginado, en ninguna de ellas aparecía la doncella de la Casona.
-¿Fe? –repitió, pensando que había oído mal-. ¿La criada de Francisca?
María asintió levemente.
-¿Sabes que cuentan que las aguas de los lugares como este despiertan… eso? Fe las llamó aguas milagrosas.
Gonzalo ladeó la cabeza, desconcertado. Seguía sin entender nada.
-¿Eso? –repitió, acariciándole el cabello-. María o eres más explícita o no sé de qué me hablas.
Su esposa enrojeció todavía más, avergonzada por sacar el tema. En ese instante le habría gustado ocultar su rostro entre las sábanas que cubrían sus cuerpos.
-Da igual –se mordió el labio inferior, arrepintiéndose de haber hablado de ello-. Era una tontería. Solo que me he acordado de lo que dijo Fe y he pensado que es raro que siendo nosotros los dueños de la casa de aguas nunca hayamos probado sus efectos.
-Bueno… será porque no los necesitamos.
María volvió a enrojecer al recordar las palabras de Fe referidas a Gonzalo.
-¿Y ahora qué he dicho? –insistió él, dándose cuenta de su turbación.
María negó enérgicamente. Gonzalo viendo la incomodidad de su esposa decidió no insistir y cambiar de tema.
Le levantó el mentón con suavidad y observó sus mejillas teñidas. El corazón de la joven se detuvo un instante, paralizado por su cálida mirada para volver a latir con más fuerza que antes.
-Te quiero –le dijo a Gonzalo, sin poder ocultar esa verdad que le quemaba por dentro-. Te quiero tanto que…
Gonzalo posó un dedo sobre sus labios haciéndola callar.
-No digas nada, cariño –le susurró abrazándola con fuerza; queriendo fundirse con ella de nuevo-. Yo también te quiero más que a mi propia vida.
No hicieron falta más palabras.
Gonzalo volvió a besarla y todo a su alrededor se difuminó, envueltos en su particular burbuja de felicidad.

CONTINUARÁ...




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