domingo, 18 de enero de 2015

CAPÍTULO 29 
Los domingos en Puente Viejo la gente solía seguir una rutina diferente al resto de la semana. Cuando lo habitual era levantarse al despuntar el alba para abrir sus negocios o acudir a trabajar las tierras, el día de descanso, quien más y quien menos dejaba aparcadas sus obligaciones durante unas horas, para acudir a misa de diez, oficiada por Don Anselmo, a quien los años comenzaban a pasarle factura y cada vez le costaba más oficiar la homilía.
Al salir de la iglesia, Gonzalo y María, que habían acudido solos, vieron a lo lejos a Francisca acompañada por Bosco, don Federico e Isabel. Los habitantes de la Casona apenas solían quedarse unos segundos tras la misa para saludar al párroco y darle la correspondiente limosna semanal para los menesterosos. Luego partían de inmediato en la calesa de vuelta a la Casona.
Todo el mundo sabía que a la Montenegro no le gustaba mezclarse con el pueblo. Si por ella fuera, la misa la celebraría en la ermita de su finca y así no tendría que bajar al pueblo cada día.
Por el contrario, los Castro-Castañeda aprovechaban esos instantes para relacionarse con algunos lugareños a quienes no veían durante la semana, así como a sus familiares Mariana y Nicolás, muy atareados en sacar la granja adelante y preocupados por el embarazo de Mariana que parecía complicarse hasta el punto de no haber acudido a misa. Incluso Rosario había decidido trasladarse a vivir con su hija y su yerno, indefinidamente.
-Nicolás –dijo María, visiblemente afectada-. Sabes que puedes contar con nosotras para lo que necesitéis.
-Gracias, María –declaró el marido de su tía. Tenía el contorno de los ojos hundido; claramente no había pasado buena noche y se le veía cansado-. De momento lo único que debe de hacer Mariana es descansar.
-Por eso no te preocupes, hijo –intervino Rosario-. Ya me encargaré yo de que no se levante para nada más que lo imprescindible.
Su yerno le agradeció su preocupación con un gesto cariñoso sobre el brazo.
-Nicolás, si necesitas que te ayude en la granja, solo tienes que decírmelo –repuso Gonzalo, junto a su esposa-. Incluso podemos mandarte a algunos de los trabajadores del Jaral.
-Muchas gracias, Gonzalo. Por ahora me apaño solo.
El esposo de María asintió, apretando los labios.
-De todos modos, mañana me acercaré a ayudarte –insistió, sin dejarle replicar-. El trabajo en la casa de aguas anda bastante tranquilo y puedo ausentarme por la mañana.
María asentía levemente, conforme a sus palabras. Nicolás y Mariana les había apoyado siempre, y ahora que eran ellos quienes necesitaban de su apoyo, que menos que estar a su lado para lo que fuera menester.
Tras despedirse de Nicolás y Rosario, regresaron al Jaral donde encontraron a Tristán jugando con la pequeña Esperanza. Se detuvieron en la puerta del salón observando la escena en silencio. Abuelo y nieta estaban en el sofá, riendo a carcajada limpia. Al parecer, Tristán no dejaba de hacerle cosquillas a la niña y ésta no podía aguantarse la risa. Una risa cantarina y llena de vida que inundaba de felicidad cada rincón de la casa.
Gonzalo y María sonrieron al verlos.
-Tío, terminará por convertirla en una niña consentida –le riñó María con cariño-. Y luego no habrá manera de enderezarla.
Tristán se levantó del sofá, dejando a Esperanza concentrada en sus juguetes. Su preferido era una vieja muñeca de trapo que en su día había pertenecido a su madre.
-Qué le voy a hacer –se defendió él-. Es la única nieta que tengo. Así que no me riñas sobrina, que sabes que es mi debilidad y consigue de mí todo lo que quiere.
María no le replicó. De sobras conocía el gran amor que Tristán le profesaba a su nieta. En ella volcaba todo el cariño que en su día no pudo darle a Aurora.
-¿Y Candela? –preguntó María, cambiando de tema.
-En la cocina. Preparando uno de sus guisos. Se ha metido a media mañana allí y no hay manera de sacarla. Creo que debe de estar preparando pitanza para medio pueblo.
Gonzalo río por lo bajo.
-No se queje padre, que de seguro está preparando uno de esos pasteles suyos que tanto le gustan.
-Por eso no he ido a buscarla –confesó Tristán, guiñándole un ojo a su hijo-. Por cierto, casi lo olvidaba. Ha llamado Conrado, hará cosa de media hora; que en cuanto puedas te pongas en contacto con él.
-¿No le ha dicho por qué? –Gonzalo frunció el ceño. Normalmente su cuñado no le ocultaba nada a Tristán y si tenía que darle algún recado, lo hacía a través de su padre sin problemas.
-Pues no ha habido manera –repuso torciendo el gesto-. Dice que tenía que hablarlo contigo directamente. Mira que es raro el esposo de tu hermana. Ni que yo no supiese cómo dirigir un negocio o no fuera parte de su familia.
-No se lo tenga en cuenta –trató de quitarle importancia su sobrina, siempre poniendo paz entre los suyos-. Ya sabe que es muy suyo.
-Aquí entre nosotros –Tristán frunció el ceño y se acercó a ellos con aire confidencial y bajando la voz-, será muy suyo y raro, pero le tengo en un pedestal solo por estar con mi hija. Con el carácter que se gasta creí que nunca conseguiría pretendiente alguno.
Gonzalo y María aguantaron la risa ante la cariñosa ocurrencia de Tristán.
-Voy a ver a Candela, por si necesita ayuda –dijo María, despidiéndose de su esposo con un suave beso en los labios-. Tío ¿puede seguir cuidando de la niña?
-Claro, ve tranquila.
-Yo iré a llamar a Conrado –declaró Gonzalo, dirigiéndose hacia el despacho-, así saldremos de dudas enseguida.
Tristán volvió a sentarse junto a Esperanza. Su nieta levantó la mirada y le enseñó la muñeca para que viese lo bonita que era.
Minutos después, Candela y María subieron de la cocina portando los platos para poner la mesa.
-Pobre Rosario –dijo Candela, continuando la conversación que estaba teniendo con María-. Más tarde nos pasaremos por la granja para verles, ¿te parece bien, Tristán? –le propuso a su esposo-. Puede que necesiten ayuda. Rosario ya está mayor para algunas faenas y conociéndola como la conozco no dejará de ayudar en lo que pueda aunque no pueda con su alma.
-Eso es lo que temo, Candela –repuso María, colocando las servilletas y los tenedores-. Mi abuela siempre ha sido una mujer muy activa y a pesar de los años, sigue trabajando como la que más cuando debería cuidarse un poco. A ver si es ella la que al final termina enferma.
-Dios no lo quiera –declaró la esposa de Tristán, pasándole unos vasos. Se volvió hacia el sofá, contrariada-. ¿Y Gonzalo?
-Sigue en el despacho, hablando con Conrado –les informó Tristán, levantándose de nuevo-. Vamos, a él le cuenta vida y milagros, y a mí casi ni saluda.
Candela posó la mano sobre el brazo de su marido, en un gesto de cariño. Le conocía lo suficiente para saber que tras aquellas palabras se escondía un gran respeto hacia su yerno. Todos conocían el carácter cerrado de Conrado y ya se habían habituado a él.
Al momento, Gonzalo salió del despacho y los tres se volvieron hacia él esperando noticias. Por el gesto impasible de su rostro no pudieron averiguar gran cosa.
-¿Has hablado con Conrado? –le preguntó María, acercándose a él.
-Sí –le confirmó con el semblante serio.
-¿Y…? –inquirió Tristán, con los nervios traicionándole-. ¿Qué te ha dicho? ¡Por Dios, cuanto misterio, entre uno y otro!
Gonzalo sonrió levemente. Sus ojos brillaron en un gesto divertido.
-Me ha confirmado que el matrimonio de Sevilla quedó muy satisfecho de su estancia en la casa de aguas y que de inmediato llamaron a los americanos para contárselo.
-Pero eso son muy buenas noticias –dijo Candela, emocionada.
-Y no las únicas –continuó Gonzalo, manteniéndoles en vilo-. Los americanos se pusieron en contacto con Conrado para decirle que podemos contar con su inversión.
Candela, Tristán y María se miraron, sonrientes. Aquella era la mejor noticia que podían darles. Al fin habían logrado que los extranjeros invirtiesen sus cuartos en la casa de aguas. Con ese dinero podrían ampliar varias estancias y reparar algunos desperfectos así como comenzar con las obras de la nueva zona destinada a rehabilitación.
Sin poder aguantar la alegría, María se abrazó a su esposo y Candela hizo lo propio con Tristán.
-Esto hay que celebrarlo –añadió Gonzalo, lleno de júbilo por las buenas nuevas.
-Voy a la bodega a buscar una botella del mejor champagne –se ofreció su padre, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Al fin algo que hace bien este yerno mío!
Poco después, descorcharon la botella y tras llenar las copas, cada uno tomó la suya.
-Porque la casa de aguas La Esperanza siga creciendo –brindó Gonzalo, alzando su copa-, y todos nuestros esfuerzos se vean recompensados.
Su padre, María y Candela brindaron por ello y bebieron el champagne. María se acercó a Gonzalo, a quien tenía cogido por la cintura y sin poder contener la felicidad, le besó. Candela hizo lo mismo con su esposo.
-Mi amor, ¿te ha dicho Conrado para cuándo podremos contar con ese dinero? –le preguntó María, emocionada.
-Pues todavía no lo sabe –confesó él, dejando la copa sobre la mesa-. Están viendo cómo hacerlo.
-Lo importante es que ya hay un acuerdo firme con ellos –intervino Tristán-. El resto irá sobre ruedas. Ya lo veréis.
Con la mesa ya lista, los cuatro se sentaron a comer. María fue a por Esperanza y la colocó en su sillita para darle su papilla. Incluso la niña parecía saber que había buenas noticias pues se lo comió todo sin rechistar y dejó que su madre pudiera disfrutar de la comida con el resto de la familia.
Mientras en el Jaral los Castro celebraban las buenas nuevas, en la Casona, Francisca comía con los suyos, casi en silencio. Incluso Isabel que era de las más habladoras durante las comidas parecía ausente y apenas había probado bocado.
-¿Te encuentras bien, querida? –le preguntó Francisca, a quien no se le había pasado por alto su extraña actitud-. Apenas has tocado la comida. ¿Acaso no está a tu gusto? ¿Quieres que te preparen otra cosa?
Isabel levantó la mirada hacia la Montenegro.
-¿Qué? ¡Oh, no! Está perfecto, señora. Es mi apetito que hoy me he levantado algo destemplada y no tengo mucha hambre.
-Pues debes de comer –le riñó cariñosamente su abuelo, atento a sus palabras-. Así estás, como un pajarillo.
Isabel le sonrió levemente y tomó un bocado de la carne.
-Aunque veo que no eres la única que anda destemplada hoy –continuó Francisca, mirando a Bosco con el ceño fruncido. Su protegido tampoco había tocado la comida- ¿A ti también te ha tocado el apetito, Bosco?
El joven miró a la señora al escuchar su nombre.
-Disculpe… ¿qué decía?
La Montenegro suspiró, algo molesta. En ese momento, Inés y Fe llegaron con las bandejas del segundo plato.
-Decía que al parecer hoy andamos todos con los pensamientos en otros asuntos –la señora tomó su copa de vino y bebió un pequeño sorbo para ver si le quitaba el mal sabor de la boca-. Pero cambiando de tema, ¿ya habéis pensando en una fecha para la boda?
El ambiente pareció congelarse de pronto. Bosco e Isabel se miraron unos segundos. Quizá recordando su último encuentro asolas. Desde aquel día, él trataba de evitarla y su prometida no había hecho nada para buscarle.
Tras ellos, Inés vio como las manos comenzaban a temblarle y le pidió a Fe con una simple mirada que atendiese ella la mesa. Su amiga entendió al instante e intercambiaron los papeles. En otras circunstancias, la Montenegro no lo habría permitido, sin embargo, lo último que necesitaba en ese instante era que su criada cometiese algún estúpido error. Aunque eso no significaba que su comentario no hubiese sido hecho adrede para hacerla sentir mal.
-Lo cierto es que no –declaró Bosco, apartando la mirada de su prometida.
-Queremos ir poco a poco –le apoyó Isabel, forzando una dulce sonrisa-. Conocernos mejor. No tenemos prisa. Cuántos matrimonios se casan inmediatamente y luego no se soportan. Nosotros no queremos que nos pase eso, ¿verdad, querido? –la joven posó una mano sobre la de él e Inés vio el gesto desde lejos, sintiendo una punzada de celos en su dañado corazón.
-Eso está muy bien –opinó la Montenegro, algo más relajada. Fe le estaba llenando el plato con unas codornices en salsa-. La prudencia en estos casos es buena. Pero tampoco lo demoréis mucho, que una es vieja ya y quiere conocer a sus nietos antes de morirse.
-No diga eso, señora –se apresuró a decir Bosco, compungido por sus palabras-. Le quedan aún muchos años.
Francisca le acarició la mano, sonriendo. Siempre sabía las teclas que debía tocar con cada persona; y con Bosco, como con la mayoría, la pena funcionaba.
-No sé yo…
-Estoy segura que antes de que nos demos cuenta ya tendremos varios retoños correteando por la sala –intervino Isabel. Todos la miraron sorprendidos y ella se apresuró a tranquilizarles-. No me malinterpreten, pero una vez casados, lo normal es que los hijos lleguen pronto. ¿Cuántos te gustaría que tuviésemos, Bosco?
La pregunta tomó de sorpresa al joven, tanto que no supo qué responder. Inconscientemente, su mirada se dirigió hacia Inés, con ella la respuesta habría sido sencilla. Aquel simple gesto no pasó desapercibido a Isabel quien aprovechó la situación para darle celos a la doncella.
-No sé –respondió Bosco, entre titubeos-. La verdad es que nunca me he detenido a pensar cuántos hijos me gustaría tener.
-Serán los que Dios quiera mandaros –intervino la Montenegro-. Y en vuestro caso, una pareja joven, sana, y ante todo bendecida por el altísimo, estoy segura que será generoso y tendréis una amplia descendencia.
-A mí me gustaría tener tres –insistió Isabel, sin importarle la incomodidad de su prometido-. Creo que es el número perfecto. ¿No lo crees, querido?
Bosco no contestó de inmediato.
-Como dice la señora, será Dios quien decida con cuántos hijos nos bendice.
-Buena respuesta, hijo –intervino el gobernador, quien no había dicho ni una palabra aún, ocupado en dar cuenta de su sabroso plato-. Además, estos temas son más de mujeres; lo nuestro es hablar de negocios, de las tierras… ¿Verdad?
-Cierto, señor –le concedió Bosco, agradecido tanto por sus palabras como por su apoyo.
-Siento no estar de acuerdo con ello, abuelo –repuso Isabel, lanzando una encantadora mirada al hombre-. Hoy en día, los negocios también son asuntos de mujeres. ¿No es así, doña Francisca? La verdad es que siento un gran interés por saber cómo ha logrado una mujer como usted hacerse un hueco en un mundo de hombres. Es admirable.
-Querida Isabel –contestó la Montenegro con orgullo-. La respuesta es bien sencilla. A base de tesón y carácter. Hay que hacerse respetar, tan simple como eso.
-Lo cierto es que para dedicarse tan solo a la siembra y cultivo de tierras ha amasado usted una gran fortuna –declaró Isabel, pasando la raya de lo cortés.
-¡Isabel! –la riñó su abuelo con un hilo de voz y se volvió hacia doña Francisca-. Disculpe la osadía de mi nieta…
-Déjela, don Federico –Francisca salió en su defensa. Lejos de molestarle el interés de la joven parecía agradarle-. Isabel es una chica… perspicaz. Una cualidad que me gusta –se volvió hacia ella-. Y respondiendo a tu pregunta, no; mis negocios no solo se basan en las tierras, también soy la propietaria de la fábrica textil que da trabajo a media comarca y tengo negocios en otros lugares.
-¿Y en la capital? –Isabel soltó la pregunta tratando de parecer lo más inocente posible, aunque sus verdaderas intenciones eran ahondar en los negocios de la señora y averiguar la información que le había pedido el Anarquista-. ¿También tiene negocios allí?
-¡Ya está bien, Isabel! –volvió a reprenderla el gobernador, molesto con su actitud-. ¿Qué clase de educación va a pensar doña Francisca que te he dado para que te comportes como una simple chismosa de pueblo?
-Lo siento mucho, señora –se disculpó la joven. Sus mejillas enrojecieron visiblemente, avergonzada-. No era mi intención ofenderla. Tan solo era curiosidad. Sinceramente, es admirable todo lo que usted ha conseguido en estos tiempos que vivimos. Si yo estuviese en su lugar tendría miedo de que entrasen en la casa a robar o a algo mucho peor. Ya sabe la cantidad de maleantes que hay; y más si se sabe que aquí hay una gran fortuna.
-No te preocupes, querida –la disculpó doña Francisca-. Está bien que quieras saber y que te preocupes de estos asuntos. Y en cuanto a la seguridad de la Casona no hay de qué preocuparse. Mauricio y sus hombres se encargan día y noche de vigilar que nadie entre. Además, para algo existen los bancos –sonrió con indulgencia-. La mayor parte de mi fortuna está en una caja fuerte en el banco de la Puebla, aquí solo mantengo lo imprescindible.
Isabel asintió levemente. No insistiría más. Había descubierto mucho más de lo que esperaba averiguar.
La muchacha comenzó a comer de nuevo y dejó que su abuelo y Bosco llevasen el peso de la conversación durante el resto de la comida, mientras su mente se sumergía en las palabras de la Montenegro: Gran parte de su fortuna estaba segura en el banco de la Puebla y solo en casa mantenía lo imprescindible.

Ahora solo faltaba averiguar los pagarés al arquitecto en qué categoría entraban.

CONTINUARÁ...

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