CAPÍTULO 29
Los domingos en Puente Viejo la gente solía
seguir una rutina diferente al resto de la semana. Cuando lo habitual era
levantarse al despuntar el alba para abrir sus negocios o acudir a trabajar las
tierras, el día de descanso, quien más y quien menos dejaba aparcadas sus
obligaciones durante unas horas, para acudir a misa de diez, oficiada por Don
Anselmo, a quien los años comenzaban a pasarle factura y cada vez le costaba
más oficiar la homilía.
Al salir de la iglesia, Gonzalo y María, que
habían acudido solos, vieron a lo lejos a Francisca acompañada por Bosco, don
Federico e Isabel. Los habitantes de la Casona apenas solían quedarse unos
segundos tras la misa para saludar al párroco y darle la correspondiente
limosna semanal para los menesterosos. Luego partían de inmediato en la calesa
de vuelta a la Casona.
Todo el mundo sabía que a la Montenegro no
le gustaba mezclarse con el pueblo. Si por ella fuera, la misa la celebraría en
la ermita de su finca y así no tendría que bajar al pueblo cada día.
Por el contrario, los Castro-Castañeda
aprovechaban esos instantes para relacionarse con algunos lugareños a quienes
no veían durante la semana, así como a sus familiares Mariana y Nicolás, muy
atareados en sacar la granja adelante y preocupados por el embarazo de Mariana
que parecía complicarse hasta el punto de no haber acudido a misa. Incluso
Rosario había decidido trasladarse a vivir con su hija y su yerno,
indefinidamente.
-Nicolás –dijo María, visiblemente
afectada-. Sabes que puedes contar con nosotras para lo que necesitéis.
-Gracias, María –declaró el marido de su
tía. Tenía el contorno de los ojos hundido; claramente no había pasado buena
noche y se le veía cansado-. De momento lo único que debe de hacer Mariana es
descansar.
-Por eso no te preocupes, hijo –intervino
Rosario-. Ya me encargaré yo de que no se levante para nada más que lo
imprescindible.
Su yerno le agradeció su preocupación con un
gesto cariñoso sobre el brazo.
-Nicolás, si necesitas que te ayude en la
granja, solo tienes que decírmelo –repuso Gonzalo, junto a su esposa-. Incluso
podemos mandarte a algunos de los trabajadores del Jaral.
-Muchas gracias, Gonzalo. Por ahora me apaño
solo.
El esposo de María asintió, apretando los
labios.
-De todos modos, mañana me acercaré a
ayudarte –insistió, sin dejarle replicar-. El trabajo en la casa de aguas anda
bastante tranquilo y puedo ausentarme por la mañana.
María asentía levemente, conforme a sus
palabras. Nicolás y Mariana les había apoyado siempre, y ahora que eran ellos
quienes necesitaban de su apoyo, que menos que estar a su lado para lo que
fuera menester.
Tras despedirse de Nicolás y Rosario,
regresaron al Jaral donde encontraron a Tristán jugando con la pequeña
Esperanza. Se detuvieron en la puerta del salón observando la escena en silencio.
Abuelo y nieta estaban en el sofá, riendo a carcajada limpia. Al parecer,
Tristán no dejaba de hacerle cosquillas a la niña y ésta no podía aguantarse la
risa. Una risa cantarina y llena de vida que inundaba de felicidad cada rincón
de la casa.
Gonzalo y María sonrieron al verlos.
-Tío, terminará por convertirla en una niña
consentida –le riñó María con cariño-. Y luego no habrá manera de enderezarla.
Tristán se levantó del sofá, dejando a
Esperanza concentrada en sus juguetes. Su preferido era una vieja muñeca de
trapo que en su día había pertenecido a su madre.
-Qué le voy a hacer –se defendió él-. Es la
única nieta que tengo. Así que no me riñas sobrina, que sabes que es mi
debilidad y consigue de mí todo lo que quiere.
María no le replicó. De sobras conocía el
gran amor que Tristán le profesaba a su nieta. En ella volcaba todo el cariño
que en su día no pudo darle a Aurora.
-¿Y Candela? –preguntó María, cambiando de
tema.
-En la cocina. Preparando uno de sus guisos.
Se ha metido a media mañana allí y no hay manera de sacarla. Creo que debe de
estar preparando pitanza para medio pueblo.
Gonzalo río por lo bajo.
-No se queje padre, que de seguro está
preparando uno de esos pasteles suyos que tanto le gustan.
-Por eso no he ido a buscarla –confesó
Tristán, guiñándole un ojo a su hijo-. Por cierto, casi lo olvidaba. Ha llamado
Conrado, hará cosa de media hora; que en cuanto puedas te pongas en contacto
con él.
-¿No le ha dicho por qué? –Gonzalo frunció
el ceño. Normalmente su cuñado no le ocultaba nada a Tristán y si tenía que
darle algún recado, lo hacía a través de su padre sin problemas.
-Pues no ha habido manera –repuso torciendo
el gesto-. Dice que tenía que hablarlo contigo directamente. Mira que es raro el
esposo de tu hermana. Ni que yo no supiese cómo dirigir un negocio o no fuera
parte de su familia.
-No se lo tenga en cuenta –trató de quitarle
importancia su sobrina, siempre poniendo paz entre los suyos-. Ya sabe que es
muy suyo.
-Aquí entre nosotros –Tristán frunció el
ceño y se acercó a ellos con aire confidencial y bajando la voz-, será muy suyo
y raro, pero le tengo en un pedestal solo por estar con mi hija. Con el
carácter que se gasta creí que nunca conseguiría pretendiente alguno.
Gonzalo y María aguantaron la risa ante la
cariñosa ocurrencia de Tristán.
-Voy a ver a Candela, por si necesita ayuda
–dijo María, despidiéndose de su esposo con un suave beso en los labios-. Tío
¿puede seguir cuidando de la niña?
-Claro, ve tranquila.
-Yo iré a llamar a Conrado –declaró Gonzalo,
dirigiéndose hacia el despacho-, así saldremos de dudas enseguida.
Tristán volvió a sentarse junto a Esperanza.
Su nieta levantó la mirada y le enseñó la muñeca para que viese lo bonita que
era.
Minutos después, Candela y María subieron de
la cocina portando los platos para poner la mesa.
-Pobre Rosario –dijo Candela, continuando la
conversación que estaba teniendo con María-. Más tarde nos pasaremos por la
granja para verles, ¿te parece bien, Tristán? –le propuso a su esposo-. Puede
que necesiten ayuda. Rosario ya está mayor para algunas faenas y conociéndola
como la conozco no dejará de ayudar en lo que pueda aunque no pueda con su alma.
-Eso es lo que temo, Candela –repuso María,
colocando las servilletas y los tenedores-. Mi abuela siempre ha sido una mujer
muy activa y a pesar de los años, sigue trabajando como la que más cuando
debería cuidarse un poco. A ver si es ella la que al final termina enferma.
-Dios no lo quiera –declaró la esposa de
Tristán, pasándole unos vasos. Se volvió hacia el sofá, contrariada-. ¿Y Gonzalo?
-Sigue en el despacho, hablando con Conrado
–les informó Tristán, levantándose de nuevo-. Vamos, a él le cuenta vida y
milagros, y a mí casi ni saluda.
Candela posó la mano sobre el brazo de su
marido, en un gesto de cariño. Le conocía lo suficiente para saber que tras
aquellas palabras se escondía un gran respeto hacia su yerno. Todos conocían el
carácter cerrado de Conrado y ya se habían habituado a él.
Al momento, Gonzalo salió del despacho y los
tres se volvieron hacia él esperando noticias. Por el gesto impasible de su
rostro no pudieron averiguar gran cosa.
-¿Has hablado con Conrado? –le preguntó
María, acercándose a él.
-Sí –le confirmó con el semblante serio.
-¿Y…? –inquirió Tristán, con los nervios
traicionándole-. ¿Qué te ha dicho? ¡Por Dios, cuanto misterio, entre uno y
otro!
Gonzalo sonrió levemente. Sus ojos brillaron
en un gesto divertido.
-Me ha confirmado que el matrimonio de
Sevilla quedó muy satisfecho de su estancia en la casa de aguas y que de
inmediato llamaron a los americanos para contárselo.
-Pero eso son muy buenas noticias –dijo
Candela, emocionada.
-Y no las únicas –continuó Gonzalo,
manteniéndoles en vilo-. Los americanos se pusieron en contacto con Conrado
para decirle que podemos contar con su inversión.
Candela, Tristán y María se miraron,
sonrientes. Aquella era la mejor noticia que podían darles. Al fin habían
logrado que los extranjeros invirtiesen sus cuartos en la casa de aguas. Con
ese dinero podrían ampliar varias estancias y reparar algunos desperfectos así
como comenzar con las obras de la nueva zona destinada a rehabilitación.
Sin poder aguantar la alegría, María se
abrazó a su esposo y Candela hizo lo propio con Tristán.
-Esto hay que celebrarlo –añadió Gonzalo,
lleno de júbilo por las buenas nuevas.
-Voy a la bodega a buscar una botella del
mejor champagne –se ofreció su padre, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Al
fin algo que hace bien este yerno mío!
Poco después, descorcharon la botella y tras
llenar las copas, cada uno tomó la suya.
-Porque la casa de aguas La Esperanza siga
creciendo –brindó Gonzalo, alzando su copa-, y todos nuestros esfuerzos se vean
recompensados.
Su padre, María y Candela brindaron por ello
y bebieron el champagne. María se acercó a Gonzalo, a quien tenía cogido por la
cintura y sin poder contener la felicidad, le besó. Candela hizo lo mismo con
su esposo.
-Mi amor, ¿te ha dicho Conrado para cuándo
podremos contar con ese dinero? –le preguntó María, emocionada.
-Pues todavía no lo sabe –confesó él,
dejando la copa sobre la mesa-. Están viendo cómo hacerlo.
-Lo importante es que ya hay un acuerdo
firme con ellos –intervino Tristán-. El resto irá sobre ruedas. Ya lo veréis.
Con la mesa ya lista, los cuatro se sentaron
a comer. María fue a por Esperanza y la colocó en su sillita para darle su
papilla. Incluso la niña parecía saber que había buenas noticias pues se lo
comió todo sin rechistar y dejó que su madre pudiera disfrutar de la comida con
el resto de la familia.
Mientras en el Jaral los Castro celebraban
las buenas nuevas, en la Casona, Francisca comía con los suyos, casi en
silencio. Incluso Isabel que era de las más habladoras durante las comidas
parecía ausente y apenas había probado bocado.
-¿Te encuentras bien, querida? –le preguntó
Francisca, a quien no se le había pasado por alto su extraña actitud-. Apenas
has tocado la comida. ¿Acaso no está a tu gusto? ¿Quieres que te preparen otra
cosa?
Isabel levantó la mirada hacia la
Montenegro.
-¿Qué? ¡Oh, no! Está perfecto, señora. Es mi
apetito que hoy me he levantado algo destemplada y no tengo mucha hambre.
-Pues debes de comer –le riñó cariñosamente
su abuelo, atento a sus palabras-. Así estás, como un pajarillo.
Isabel le sonrió levemente y tomó un bocado
de la carne.
-Aunque veo que no eres la única que anda
destemplada hoy –continuó Francisca, mirando a Bosco con el ceño fruncido. Su
protegido tampoco había tocado la comida- ¿A ti también te ha tocado el
apetito, Bosco?
El joven miró a la señora al escuchar su
nombre.
-Disculpe… ¿qué decía?
La Montenegro suspiró, algo molesta. En ese
momento, Inés y Fe llegaron con las bandejas del segundo plato.
-Decía que al parecer hoy andamos todos con
los pensamientos en otros asuntos –la señora tomó su copa de vino y bebió un
pequeño sorbo para ver si le quitaba el mal sabor de la boca-. Pero cambiando
de tema, ¿ya habéis pensando en una fecha para la boda?
El ambiente pareció congelarse de pronto.
Bosco e Isabel se miraron unos segundos. Quizá recordando su último encuentro
asolas. Desde aquel día, él trataba de evitarla y su prometida no había hecho
nada para buscarle.
Tras ellos, Inés vio como las manos
comenzaban a temblarle y le pidió a Fe con una simple mirada que atendiese ella
la mesa. Su amiga entendió al instante e intercambiaron los papeles. En otras
circunstancias, la Montenegro no lo habría permitido, sin embargo, lo último
que necesitaba en ese instante era que su criada cometiese algún estúpido error.
Aunque eso no significaba que su comentario no hubiese sido hecho adrede para hacerla
sentir mal.
-Lo cierto es que no –declaró Bosco,
apartando la mirada de su prometida.
-Queremos ir poco a poco –le apoyó Isabel,
forzando una dulce sonrisa-. Conocernos mejor. No tenemos prisa. Cuántos
matrimonios se casan inmediatamente y luego no se soportan. Nosotros no
queremos que nos pase eso, ¿verdad, querido? –la joven posó una mano sobre la
de él e Inés vio el gesto desde lejos, sintiendo una punzada de celos en su
dañado corazón.
-Eso está muy bien –opinó la Montenegro,
algo más relajada. Fe le estaba llenando el plato con unas codornices en
salsa-. La prudencia en estos casos es buena. Pero tampoco lo demoréis mucho,
que una es vieja ya y quiere conocer a sus nietos antes de morirse.
-No diga eso, señora –se apresuró a decir
Bosco, compungido por sus palabras-. Le quedan aún muchos años.
Francisca le acarició la mano, sonriendo.
Siempre sabía las teclas que debía tocar con cada persona; y con Bosco, como
con la mayoría, la pena funcionaba.
-No sé yo…
-Estoy segura que antes de que nos demos
cuenta ya tendremos varios retoños correteando por la sala –intervino Isabel.
Todos la miraron sorprendidos y ella se apresuró a tranquilizarles-. No me
malinterpreten, pero una vez casados, lo normal es que los hijos lleguen
pronto. ¿Cuántos te gustaría que tuviésemos, Bosco?
La pregunta tomó de sorpresa al joven, tanto
que no supo qué responder. Inconscientemente, su mirada se dirigió hacia Inés,
con ella la respuesta habría sido sencilla. Aquel simple gesto no pasó
desapercibido a Isabel quien aprovechó la situación para darle celos a la
doncella.
-No sé –respondió Bosco, entre titubeos-. La
verdad es que nunca me he detenido a pensar cuántos hijos me gustaría tener.
-Serán los que Dios quiera mandaros
–intervino la Montenegro-. Y en vuestro caso, una pareja joven, sana, y ante
todo bendecida por el altísimo, estoy segura que será generoso y tendréis una
amplia descendencia.
-A mí me gustaría tener tres –insistió
Isabel, sin importarle la incomodidad de su prometido-. Creo que es el número
perfecto. ¿No lo crees, querido?
Bosco no contestó de inmediato.
-Como dice la señora, será Dios quien decida
con cuántos hijos nos bendice.
-Buena respuesta, hijo –intervino el
gobernador, quien no había dicho ni una palabra aún, ocupado en dar cuenta de
su sabroso plato-. Además, estos temas son más de mujeres; lo nuestro es hablar
de negocios, de las tierras… ¿Verdad?
-Cierto, señor –le concedió Bosco,
agradecido tanto por sus palabras como por su apoyo.
-Siento no estar de acuerdo con ello, abuelo
–repuso Isabel, lanzando una encantadora mirada al hombre-. Hoy en día, los
negocios también son asuntos de mujeres. ¿No es así, doña Francisca? La verdad
es que siento un gran interés por saber cómo ha logrado una mujer como usted hacerse
un hueco en un mundo de hombres. Es admirable.
-Querida Isabel –contestó la Montenegro con
orgullo-. La respuesta es bien sencilla. A base de tesón y carácter. Hay que
hacerse respetar, tan simple como eso.
-Lo cierto es que para dedicarse tan solo a
la siembra y cultivo de tierras ha amasado usted una gran fortuna –declaró
Isabel, pasando la raya de lo cortés.
-¡Isabel! –la riñó su abuelo con un hilo de
voz y se volvió hacia doña Francisca-. Disculpe la osadía de mi nieta…
-Déjela, don Federico –Francisca salió en su
defensa. Lejos de molestarle el interés de la joven parecía agradarle-. Isabel
es una chica… perspicaz. Una cualidad que me gusta –se volvió hacia ella-. Y
respondiendo a tu pregunta, no; mis negocios no solo se basan en las tierras,
también soy la propietaria de la fábrica textil que da trabajo a media comarca
y tengo negocios en otros lugares.
-¿Y en la capital? –Isabel soltó la pregunta
tratando de parecer lo más inocente posible, aunque sus verdaderas intenciones
eran ahondar en los negocios de la señora y averiguar la información que le
había pedido el Anarquista-. ¿También tiene negocios allí?
-¡Ya está bien, Isabel! –volvió a
reprenderla el gobernador, molesto con su actitud-. ¿Qué clase de educación va
a pensar doña Francisca que te he dado para que te comportes como una simple
chismosa de pueblo?
-Lo siento mucho, señora –se disculpó la
joven. Sus mejillas enrojecieron visiblemente, avergonzada-. No era mi
intención ofenderla. Tan solo era curiosidad. Sinceramente, es admirable todo
lo que usted ha conseguido en estos tiempos que vivimos. Si yo estuviese en su
lugar tendría miedo de que entrasen en la casa a robar o a algo mucho peor. Ya
sabe la cantidad de maleantes que hay; y más si se sabe que aquí hay una gran
fortuna.
-No te preocupes, querida –la disculpó doña
Francisca-. Está bien que quieras saber y que te preocupes de estos asuntos. Y
en cuanto a la seguridad de la Casona no hay de qué preocuparse. Mauricio y sus
hombres se encargan día y noche de vigilar que nadie entre. Además, para algo
existen los bancos –sonrió con indulgencia-. La mayor parte de mi fortuna está
en una caja fuerte en el banco de la Puebla, aquí solo mantengo lo
imprescindible.
Isabel asintió levemente. No insistiría más.
Había descubierto mucho más de lo que esperaba averiguar.
La muchacha comenzó a comer de nuevo y dejó
que su abuelo y Bosco llevasen el peso de la conversación durante el resto de
la comida, mientras su mente se sumergía en las palabras de la Montenegro: Gran parte de su fortuna estaba segura en el
banco de la Puebla y solo en casa mantenía lo imprescindible.
Ahora solo faltaba averiguar los pagarés al
arquitecto en qué categoría entraban.
CONTINUARÁ...
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