lunes, 12 de enero de 2015

CAPÍTULO 26 
Los rayos del sol de media tarde entraban en el cuarto de Isabel iluminando la estancia. La tarde iba en decadencia y las paredes parecían hechas de un color anaranjado intenso. La muchacha se hallaba frente al espejo mirando qué vestido le quedaba mejor para la cena. No sabía bien por cual decidirse. Pasaba del blanco que realzaba su esbelta figura al azulado que combinaba con sus ojos. ¿Con cuál de los dos causaría mayor impacto? Todavía no lo había decidido cuando vio pasar por el pasillo, a través del espejo, a Bosco. Había dejado la puerta abierta para saber cuándo llegaba su prometido y poder hablar con él.
-Bosco –le llamó, volviéndose hacia la puerta.
El joven llevaba puestas las botas de montar, lo cual significaba que había pasado la tarde trabajando en la finca, una de sus aficiones favoritas.
Bosco miró a ambos lados del pasillo, indeciso y finalmente se acercó al umbral de la puerta.
-Buenas tardes, Isabel –la saludó con cierta incomodidad y fijándose en que su prometida llevaba puesta la bata de noche-. Acabo de llegar y voy a cambiarme para la cena.
La muchacha se acercó hasta la puerta. No iba a dejar pasar la ocasión, se prometió.
-¿Tienes unos segundos? –sus ojos, tan expresivos, demandaban su presencia-. Quería hablar contigo.
El protegido de doña Francisca tragó saliva. Sabía que entrar en el cuarto de la muchacha no estaba bien. Era su prometida y debía guardar cierto respeto. Sin embargo era ella quien se lo estaba pidiendo.
-Está bien –le concedió, con una sonrisa amable.
Entró en el cuarto e Isabel cerró la puerta tras ellos.
-¿Estás muy cansado? –preguntó ella, mostrando una sonrisa cándida-. Las tareas del campo deben de ser agotadoras, ¿no es cierto? ¿Quieres una limonada? La doncella me ha traído una jarra hace muy poco. Todavía debe de estar fresca.
Bosco asintió. Lo cierto era que estaba sediento. El calor de principios de verano llegaba a Puente Viejo con fuerza y si uno se pasaba gran parte de la jornada en el campo, al final el cansancio pasaba factura.
Isabel le sirvió un vaso con limonada fresca y su prometido bebió con ansias, saciando la sed, mientras ella le observaba en silencio. Bosco era un muchacho alto, de porte robusto y un aire salvaje que a la joven le gustaba. Conocía su historia porque él mismo se la había contado. Desde muy pequeño había vivido en el bosque, criado por una pobre mujer que murió demasiado joven y que apenas tuvo tiempo de disfrutar de él. Bosco se había criado bajo la tiranía de su tío Silverio, un hombre sin escrúpulos que le trataba como a una bestia salvaje. Aun así y pese a todas las penurias vividas, el joven era consciente de todo lo que había ganado al irse a vivir con la Montenegro.
Aunque debía de reconocer que muchas veces sus actos no habían sido los más adecuados e incluso se avergonzaba del trato que él mismo les había dispensado a los trabajadores de la Casona; el mismo trato que en su día le había dado su tío y que ahora él daba a los trabajadores.


-¿De qué querías hablar, Isabel? –le preguntó Bosco, cruzándose de brazos.
-Verás… -comenzó ella, mostrando la mejor de las sonrisas, y con las mejillas encendidas-. Te parecerá una tontería que te moleste por algo así, pero… -volvió a coger los dos vestidos que momentos antes había dejado sobre la cama y se los mostró-. No sé por cuál de los dos decidirme.
Bosco le lanzó una extraña mirada, entre sorprendido y molesto. Isabel era consciente de que a su prometido aquella pregunta le resultaba una tontería, pero si quería lograr sus propósitos, debía mostrarse como una muchacha cándida, preocupada por su aspecto y por agradar al que muy pronto sería su esposo.
-Isabel… -comenzó él, entre titubeos-. Supongo que el que elijas te quedará perfecto. Yo no entiendo mucho de modas.
La muchacha se mordió el labio inferior, con inocencia.
-Eres un encanto –declaró-. Me siento muy afortunada de ser tu prometida.
Se volvió y dejó, de nuevo, los dos vestidos sobre la cama.
-Pues me pondré el azul –decretó con decisión y una nota musical en su voz.
Bosco apretó los labios dibujando una forzada sonrisa.
-Pues si no tienes nada más que decirme, voy a mi cuarto a cambiarme para la cena.
-Espera –le detuvo ella, impidiéndole el paso-. Es que…
El joven ladeó la cabeza, sin comprender.
-¿Qué pasa? –inquirió.
Isabel se acercó a él y posó con detenimiento una mano sobre su pecho.
-En realidad lo del vestido ha sido tan solo una excusa –confesó, avergonzada y sin atreverse a mirarle a los ojos.


-¿Una excusa? –repitió él, desconcertado-. ¿Para qué necesitabas una excusa, Isabel?
La joven levantó la mirada, lentamente, hacia él. Sus ojos brillaban extasiados y anhelantes. Su rostro pálido se tiñó de un rojo carmesí, que denotaba el pudor que la embargaba.
Bosco no tuvo tiempo de reaccionar cuando Isabel se despojó de la bata que cubría su cuerpo, quedando completamente desnuda frente a él. La visión dejó al joven sin saber qué hacer. No podía apartar su mirada de ella e Isabel era consciente de su embrujo y aprovechó la ocasión.
Se acercó más a su prometido y traspasó esa barrera que no había roto aún con él. Se puso de puntillas y besó sus labios, con tiento, cerciorándose de que el joven reaccionaría a su provocación. En un principio, Bosco se mostró de piedra, sorprendido por la osadía de ella, pero de inmediato se dejó llevar por sus instintos y correspondió al beso con ardor. Sus bocas, sedientas se buscaron con ansias. Isabel apretó su cuerpo desnudo al de él sintiendo el calor que desprendía la piel de Bosco bajo la ropa y que se trasladó a su propio cuerpo cuando las grandes manos del joven acariciaron su espalda, encendiendo un torrente de pasión incontrolable.


Era la primera vez que la nieta del gobernador llegaba tan lejos con un hombre. Pero Bosco no era un hombre cualquiera, era su prometido, su futuro esposo y con quien pasaría el resto de su vida.
 Ahora sabía que el desliz con la doncella no significaba nada para él. El enmascarado estaba equivocado en suponer que Bosco solo estaba con ella por conveniencia e incluso le había sugerido que le pusiera a prueba, cosa que ella se había negado a hacer, en un principio. Sin embargo, el orgullo de Isabel pudo más. No iba a permitir que aquel bandolero dejase su reputación por los suelos poniendo en tela de juicio los sentimientos de su prometido. Ahora estaba segura de que Bosco la quería y la deseaba.
La muchacha sonrió para sus adentros, victoriosa, mientras sentía la calidez de la boca de Bosco sobre su delicado cuello. Retrocedieron lentamente hasta tocar el borde de la cama. Isabel bajó sus manos hasta la camisa de él y comenzó a desabrocharla. Necesitaba urgentemente sentir su piel, su fuego…
Entonces Bosco se detuvo, despertando de ese estado de embriaguez y se apartó de ella con suavidad. Parpadeó varias veces, recuperando la respiración.
-No –logró balbucear, alejándose hacia atrás, perturbado.
Isabel le miró sin comprender su reacción. ¿Qué había pasado?
-Bosco…
El joven recogió la bata del suelo y se la puso de inmediato.
-Lo siento; lo siento mucho, Isabel –declaró avergonzado por lo ocurrido. Era incapaz de mirarla a la cara-. Debemos hacer las cosas bien y…
-Bosco –le interrumpió ella, tratando de acercarse a él, quien con un simple gesto rehusó el acercamiento-. Bosco, no estamos haciendo nada malo. Vamos a casarnos y es algo totalmente natural que…
-¡No! –le cortó su prometido, recobrando la serenidad-. No podemos. Lo siento mucho Isabel. No debí dejarme llevar…
Sin ser capaz de terminar la frase, Bosco salió del dormitorio, perturbado por lo que había estado a punto de ocurrir.
Por su parte, Isabel se apretó la bata al cuerpo con rabia. Había pasado de un estado de júbilo a sentir impotencia y furia a partes iguales. En apenas unos segundos, Bosco la había rechazado sin miramientos y ese acto, cargado de desprecio, para alguien como Isabel acostumbrada a conseguir todo lo que se proponía era algo totalmente humillante.
En ese instante resonó en su cabeza la burlona risa del Anarquista.
Le había advertido de ello. Bosco no la amaba y ella le había puesto a prueba para comprobarlo.
Unas lágrimas se escaparon de sus hermosos y grandes ojos verdes. Lágrimas de odio. Lágrimas de rabia. Pero no lágrimas de amor. Había sido herida profundamente en su orgullo. Un sentimiento que dejaba atrás cualquier atisbo de piedad. Su frío corazón no conocía lo que era la piedad. Bosco no la había tenido con ella al despreciar así su entrega. Isabel tampoco la tendría con él.


Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. No volvería a llorar. Ya no.
Había tomado una decisión.

Ahora sabía lo que debía hacer.





CONTINUARÁ...

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