miércoles, 18 de febrero de 2015

CAPÍTULO 45 
El hombre avanzaba por el oscuro y húmedo túnel, guiado tan solo por la débil luz del candil que había encontrado en la entrada, donde también había hallado los ropajes que llevaba y que le ocultaban por completo.
Había oído hablar de los pasadizos secretos que salían de la Casona pero siempre los creyó una leyenda. Ahora sabía que la leyenda era cierta.
Siguió avanzando con cautela, con los cinco sentidos en alerta. No podía fiarse porque en cualquier momento se podía encontrar a alguien de cara y meterse en serios problemas. ¿Cómo explicaría entonces que estaba allí? Mejor no pensarlo.
Aunque sus pasos le acercaban sin remedio hacia su objetivo, no dejaba de preguntarse si estaba haciendo lo correcto y si valía la pena arriesgarse tanto. Posiblemente estuviese cometiendo una imprudencia, se repitió por enésima vez, pero había llegado demasiado lejos y pensar que estaba a un solo paso de lograr lo que tanto ansiaba le hacía continuar. No podía echarse atrás. Ahora no.
De repente llegó a un recodo y al girar  se encontró de frente con el final del túnel. Una pared de piedra. Se detuvo y tomó aire. Tras aquella pared se hallaba su objetivo final. A tan solo unos pasos…
Dejó la antorcha colgando en un aplique para ello. El lugar quedó bastante iluminado. Suficiente para revisar la pared en busca del mecanismo que abriese la puerta oculta. En el mensaje no ponía cómo hacerlo. Palpó, piedra por piedra, esperando que alguna se moviera. Con cada una, el pulso se le aceleraba. Estaba tan cerca…
Pero sus ánimos se vinieron abajo al comprobar que ninguna piedra estaba suelta. ¿Cómo se abría aquella maldita puerta secreta?
Volvió a coger la antorcha y entonces el aplique se movió hacia un lado, poniendo en marcha el mecanismo oculto que abría la puerta secreta a la Casona.
En ese instante en que el panel se deslizó a un lado, se dio cuenta de su imprudencia. ¿Y si había alguien al otro lado? ¿Cómo iba a justificar su presencia en el despacho de la Casona?
Su instinto le pedía a gritos que regresara sobre sus pasos, pero en lugar de obedecer, se pegó a uno de los laterales y apagó la antorcha en un acto reflejo. Se maldijo mentalmente por haberlo hecho. Ahora no tenía nada con que iluminarse en su camino de vuelta. De todos modos ya pensaría qué hacer a su debido tiempo.
Al ver que al otro lado no se escuchaba ningún movimiento y que la luz estaba apagada, asomó un poco la cabeza hacia el interior. El despacho de la casa estaba vacío, envuelto en sombras oscuras. Tan solo la luz de la luna se filtraba tenuemente por la ventana dejando un destello plateado dibujado en el suelo, suficiente para ver con cierta claridad.
El hombre, envuelto en aquel disfraz, tomó aire y entró con decisión por la puerta oculta tras la estantería de la derecha. Cuanto antes terminase con lo que tenía que hacer, mucho mejor. Miró frente a él, tras la mesa del despacho y vio colgado de la pared el gran cuadro de uno de los antepasados de la Montenegro. Lo descolgó, con cuidado de no hacer ruido y descubrió la pequeña puerta de hierro de la caja fuerte.
Sin más tiempo que perder, sacó un pequeño papel con las instrucciones que había recibido. El primer número era un ocho. Giró la rueda hasta ese número. Continuó con el tres y por último el uno. Con el corazón latiéndole con fuerza escuchó un suave clic que le permitió abrir la puerta de la caja fuerte.
Con aquella oscuridad no podía ver lo qué había en el interior, así que palpó y sus manos notaron una especie de bultos alargados y planos. Debían de ser carpetas llenas de papeles, pensó. Las sacó de allí y se acercó a la mesa del escritorio para poder verlas mejor. Efectivamente se trataba de una serie de documentos. Ahora tan solo debía de encontrar los que le interesaban. Abrió la primera carpeta y…
… la puerta del despacho se abrió de golpe y seguidamente la luz del cuarto inundó la estancia.
El hombre se quedó paralizado, con la mirada fija en la puerta y el corazón detenido.
-¡Alto! –gritó un joven ataviado con el uniforme verde característico de la guardia civil; que le apuntaba con una escopeta-. ¡No se mueva si no quiere que dispare! ¡Suelte esos documentos ahora mismo!
El hombre obedeció de inmediato y levantó las manos. No tenía escapatoria posible, tres guardias civiles le estaban apuntando.
De repente, se apartaron de la puerta y tras ellos apareció Francisca Montenegro, seguida de su protegido Bosco, del gobernador y su nieta, situados unos pasos por detrás de la señora. Los cuatros no podían ocultar su sorpresa.
El guardia civil que le había dado el alto, avanzó con cautela, atento a cualquier movimiento del hombre, que ocultaba su rostro bajo un gran sombrero y un pañuelo oscuro de cuadros mientras cubría su cuerpo con un abrigo negro. Por su atuendo todos los presentes sabían que tenían ante sí al enmascarado más buscado de toda la comarca, aquel al que llamaban el Anarquista.
El guardia civil llegó junto a él y sin ningún miramiento le despojó del sombrero y del pañuelo, dejando al descubierto un rostro joven, con barba de unos cuantos días y cuya mirada serena se clavó en la Montenegro. Un mechón de pelo castaño se le quedó pegado en la frente.
-¿Tú? –dijo Bosco desde el umbral de la puerta, tan sorprendido como el gobernador e Isabel.
Por el contrario, Francisca avanzó hacia él, sosteniéndole la mirada. Una mirada que había visto muchas veces. Su sorpresa al reconocerle se transformó de inmediato en alivio y una sonrisa victoriosa afloró en sus finos labios.

-Vaya, vaya –repuso con frialdad-. Quien sino iba a ser el famoso Anarquista… mi querido nieto… Martincito.





FIN DE LA PRIMERA PARTE
CONTINUARÁ...

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