domingo, 8 de febrero de 2015

CAPÍTULO 40 
El espejo del tocador le devolvió a María su propia mirada. Una mirada feliz y orgullosa. Feliz porque tenía todo lo que había anhelado siempre, una familia que la hacía dichosa y a la que no cambiaría por nada del mundo; y orgullosa porque había superado una dura prueba esa tarde al no dejarse llevar y olvidar que lo que ahora tenía le había costado muchas lágrimas como para tirarlo todo por la borda con una simple palabra. Al recordar ese momento en que estuvo a punto de hacerlo, sintió un escalofrío. Su fuerza interior, nacida del amor tan profundo que le profesaba a Gonzalo y a Esperanza le habían hecho detenerse justo a tiempo, antes de cometer un error que podía haberle costado mucho. Un error que no estaba dispuesta a cometer.
Se cepilló su cabello azabache y sedoso, con cuidado, como solía hacer cada noche antes de acostarse. La alcoba estaba tenuemente iluminada con velas, creando un ambiente cálido y acogedor.
Dejó el cepillo sobre el tocador y justo en ese instante Gonzalo entró en el cuarto. Llevaba puesto los pantalones del pijama y una bata, sujeta con el cinturón a la cintura dejando parte de su torso desnudo a la vista, ya que no le gustaba ponerse camisetas para dormir.
-Y Esperanza, ¿estaba bien? –le preguntó María, levantándose. Su mirada no pudo ocultar cierta preocupación.
-Tranquila –repuso él, avanzando hacia su esposa, quien tan solo llevaba puesto un fino camisón-, duerme como un angelito.
María suspiró aliviada al escuchar aquellas palabras.
-Menos mal. Me había asustado al oír ese llanto.
-La he encontrado algo movida, pero me he asegurado de que no tiene fiebre. Debía de estar soñando y ha sido eso lo que has escuchado.
La joven asintió, pensativa. Todavía no se acostumbraba a que Esperanza durmiese en otra habitación, sola; y cualquier sonido que la niña emitía le congelaba el corazón.
Gonzalo la tranquilizó acariciándole los brazos, desnudos, suavemente.
-Mi vida, sé que es difícil, pues a mí me ocurre lo mismo, pero debemos acostumbrarnos a que puede llorar en cualquier momento y no por ello asustarnos.
-Lo sé, Gonzalo –repuso ella-. Sin embargo… me cuesta. No es fácil no recordar lo mal que lo pasamos, primero con su enfermedad y luego con el secuestro. Cada vez que la oigo llorar se me pone un nudo en el estómago que me hiela la sangre.
Su esposo comprendía su temor. No les iba a resultar sencillo, por muchos años que pasasen. Esperanza lo era todo para ellos y bastante habían sufrido por ella.
-Bueno, pensemos que ahora está junto a nosotros y que nada malo volverá a pasarle nunca –cogió la barbilla de María y la obligó a mirarle-. Te lo prometo, cariño.
María tragó saliva. Tan solo una mirada de Gonzalo bastaba para sentirse segura y saber que todo saldría bien.
Sin poder contenerse, se abrazó con fuerza a su esposo. El gesto tomó por sorpresa al joven que inmediatamente reaccionó, devolviéndole el abrazo, con la misma intensidad, inspirando el suave aroma de María, quien escondió el rostro entre la calidad de su torso.
-Ojalá pudiéramos estar siempre así –dijo ella de pronto, como tantas veces se lo repetía-. Nunca me cansaré de decírtelo.
-Ni yo de escuchártelo decir –contestó él, con una sonrisa en la boca mientras acariciaba su espalda con mimo.
-Parece mentira que haya pasado un año desde nuestra boda, ¿verdad, amor mío? –le preguntó ella, apartándose un poco para mirarle a la cara.
-Luchamos tanto por estar juntos, que este año junto a ti ha sido un regalo –declaró su esposo, regalándole una de sus intensas miradas, cargada de ese amor puro que sentía por ella.
Le acarició la mejilla con la yema del dedo y la besó intensamente. María cerró los ojos, entregándose sin reservas a ese beso. Su respiración se aceleró por momentos al mismo tiempo que una oleada de calor invadía su cuerpo, extendiéndose desde sus labios a todo su cuerpo.
-Espera un momento –dijo de pronto él, al separarse.
-¿Qué ocurre? –se extrañó María.
-Nada. Espera unos minutos que vuelvo enseguida.
Su esposa no insistió, aunque aquel misterio que se traía entre manos la intrigaba sobremanera.
Poco después regresó, llevando una mano oculta en la espalda.
-¿Qué escondes, Gonzalo? –María no pudo aguantarse las ganas que tenía de saber qué era aquello que ocultaba tras él.
-Quería dártelo antes, pero con toda la familia reunida no hemos tenido ni un segundo de intimidad para hacerlo, hasta ahora.
Sacó la mano de detrás y María pudo ver un gran ramo de flores. Su rostro se iluminó al verlas.
-Azucenas blancas, mis favoritas –murmuró sin contener la emoción. Se acercó a Gonzalo y le besó-. Gracias, mi amor.
-Me hubiese gustado regalarte algo más… más caro –confesó su esposo avergonzado-. Pero…
María posó un dedo sobre sus suaves labios y le hizo callar.
-No necesito ningún regalo caro, Gonzalo. ¿Cómo tengo que decírtelo? Esperanza y tú sois el mejor regalo que haya podido darme la vida, y no necesito nada más para ser feliz.
Sus ojos pardos relucieron orgullosos.
-¿Qué haría yo sin ti? –inquirió el joven, mientras María colocaba el ramo encima de la mesilla del saloncito que tenían en la alcoba-. Cada día me pregunto qué fue lo que viste en mí para ser el elegido de tu corazón.
-Pues porque pillaste a mi corazón desprevenido aquella tarde en la plaza –bromeó ella, volviendo a su lado-. O… que el calor que hacía me nubló los sentidos y te aprovechaste de ello.
Gonzalo la volvió a atraer hacia sí, cogiéndola de la cintura.
-¡Ya! –le siguió él el juego-. Y por eso me perseguiste por todo el pueblo hasta dar conmigo, ¿no?
-Como que tú no te morías de ganas de verme, bandido. Te recuerdo que se te iban los ojos detrás de mí. Incluso aceptaste reunirte conmigo en el puente nada más conocernos.
-Eso fue porque me embaucaste con la historia de mi madre –sus ojos pardos brillaron con una pizca de picardía-. ¿Tengo que recordarte que eras tú la que me perseguía a todos lados usando pretextos?
Gonzalo había dado de lleno. María sonrió y sus mejillas se tiñeron de rojo. Se mordió el labio inferior al recordar aquellos momentos del pasado. Momentos llenos de anhelo, de levantarse cada día con el único pensamiento de encontrarse con aquel joven diacono que había revolucionado el pueblo. Por aquel entonces, la joven seguía manteniendo su inocencia, pura e intacta, creyendo que la vida era un camino de rosas donde los príncipes salvaban a las princesas como en los cuentos de hadas. Tuvo que aprender con uno de los golpes más duros, que no siempre era así. Pero para su suerte, ahí había estado siempre Gonzalo, apoyándola, protegiéndola y sobretodo queriéndola con ese amor tan grande que solo él podía darle.
-Lo dejaremos en que ambos nos buscábamos, ¿no? –añadió María.
Gonzalo le acarició el mentón con un dedo y luego la abrazó.
-He de confesarte que por mucho que luchaba contra mis sentimientos, siempre te tenía presente –le murmuró su esposo al oído con su cálida voz. La joven estuvo a punto de caer en sus brazos al escuchar aquella declaración-. No lograba apartarte de mi mente ni un segundo. Fui un estúpido al ordenarme…
-¡Ssssshhhhh! –le detuvo ella. No quería seguir escuchando más-. No es el momento ni de reclamos ni de recordar los malos momentos. Son parte de nuestro pasado y ahora lo que toca es preocuparnos por el presente y… sobre todo por nuestro futuro.
Gonzalo le sonrió.
-¿Ves? A esto me refiero. Siempre tienes las palabras exactas para hacerme ver la suerte que tengo.
Sin decir nada más, la joven volvió a besarle, a sentir el calor en su propio cuerpo al rozar su piel. Los labios de Gonzalo eran su refugio y sus besos, tiernos y dulces, su aire para respirar.
Antes de que se diese cuenta, él la cogió en brazos y caminó hacia la cama. María escondió su rostro en el cuello de su esposo, depositando pequeños besos en él. Unos besos que lograban hacerle olvidar todo lo que le rodeaba.
-Mi vida –logró balbucear Gonzalo a duras penas, sintiendo el calor de su propio deseo invadir todo su cuerpo-. ¿Puedes dejar de hacer eso un momento? -la joven se detuvo, sorprendida-. Si continúas un segundo más no me hago responsable de las consecuencias.
María sonrió y le cogió el rostro, mientras aun la sostenía en brazos, y le obligó a mirarla. Sus dedos recorrieron el contorno de sus pómulos, dibujando la fina línea que los unía en la base de la barbilla. Al llegar a sus labios se detuvieron. Estaban húmedos y deseosos de encontrarse con los de ella.
-¿Puedo hacerte una pregunta? –inquirió él, con seriedad.
-Dime –de repente, un nudo de temor se instaló en su pecho.
-¿Eres feliz?
La pregunta tomó a María por sorpresa. ¿A qué venía aquello?
-¿Acaso lo dudas? –su esposo la dejó en el suelo, algo desconcertada pero segura de cuál iba a ser su respuesta-. Tengo todo lo que siempre he deseado; no puedo ser más feliz, amor mío –ladeó la cabeza-. Y tú, ¿eres feliz tú?
Lentamente, Gonzalo se acercó a su oído y le susurró con voz queda:
-Como jamás pensé que lo sería, cariño. Y no cambiaría lo que tenemos por nada del mundo.
No hicieron falta más palabras.
Sin poder apartar la mirada el uno del otro, María desabrochó el cinturón de la bata de su esposo y recorrió con la palma de sus manos abiertas su torso, deslizando lentamente la bata por sus hombros. Bajo sus dedos, sintió el calor de su piel y la fuerza de sus músculos al recorrer sus brazos.
Sus ojos, atrapados en el deseo que desprendía la mirada de Gonzalo, se dejaron llevar a un lugar donde solo ellos dos existían. Un lugar donde sus almas se fundían en una sola y única.
De igual forma que ella había hecho, su esposo la despojó de su fino camisón, deslizando los tirantes con sumo cuidado por sus blancos y suaves hombros. Sus manos se detuvieron unos segundos más de la cuenta en acariciar sus brazos para pasar a su espalda, recorriendo la línea recta de la columna. Cada roce despertaba un pequeño volcán en su interior. Un río de sensaciones que se fueron acumulando y que avanzaban por toda su piel, volviéndola más sensible con cada caricia.
Tan solo entonces, Gonzalo acercó su rostro, apoyando su frente unos instantes en la de ella y aspiró su aroma, embriagándose de su ser.
Muchas veces María se había preguntado que por qué le amaba tanto. Allí tenía la respuesta. Por su entrega, porque solo Gonzalo era capaz de hacerle olvidar los malos momentos vividos en el pasado y mostrarle que existía un mañana para los dos. Un mañana donde la felicidad podía alcanzarse con solo alargar una mano.
Gonzalo dio un pequeño paso, acercándose más a ella, sintiendo como el cuerpo de María temblaba por su cercanía, lo que provocó en él la misma sensación.
Con sumo cuidado, cogió el rostro de la joven entre sus manos y la besó, despacio, con tiento, bebiendo de sus labios la pasión serena que su esposa le ofrecía. Conocía el cuerpo de María como el suyo propio, y viceversa. Sus caricias alimentaban el deseo del otro. Un deseo que se desbordaba sin que nada ni nadie pudiera detenerlo. Porque, ¿existía la forma de parar aquel torrente de sentimientos que les invadía cada vez que sus miradas se cruzaban o cuando el simple roce de sus manos hacía estremecer sus cuerpos? Cuando un amor así de intenso y puro llegaba, no había manera humana de hacerlo callar.
Se tumbaron en la cama, donde sus cuerpos, se fundieron en un solo ser hecho de amor, ternura y pasión.
La noche se convirtió en su mejor aliada, permitiéndoles disfrutar de la intimidad de su entrega, como marido y mujer.

El amanecer les recibió con sus cuerpos abrazados, sumidos en un sueño profundo, a la vez que una sonrisa de felicidad plena afloraba en sus labios iluminando sus rostros. 

CONTINUARÁ...

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