sábado, 14 de febrero de 2015

CAPÍTULO 43 
La noche había caído ya en Puente Viejo y la casa de comidas rebosaba de aldeanos, quienes aprovechaban las últimas horas del día para tomar un buen vino, refrescarse y echar unas partidas de dominó o cartas con los amigos.
En una mesa junto a la barra se hallaban Tristán y Gonzalo reunidos con el gobernador, con quien habían quedado allí tras finalizar la jornada en el campo. Padre e hijo habían pasado la tarde supervisando la llegada de un cargamento de abono que iban a usar en las tierras que lindaban con la finca llamada la Quinta Vieja.  
Por su parte, el gobernador no perdía oportunidad de bajar al pueblo y probar el vino de los Castañeda.
Alfonso, sabedor de la debilidad de don Federico, le sirvió otro vaso del espumoso vino, acompañado de un plato de queso y jamón, un aperitivo que nunca fallaba.
-Y dígame, señor gobernador –le dijo el padre de María, tomando asiento en la mesa. Dejó la jarra en la misma, sabiendo que muy pronto volvería a reclamar otro vaso-. ¿Ha pensado ya en mi propuesta?
-En primer lugar, señor Castañeda, no me llame gobernador que estamos entre amigos; puede llamarme Federico.
-En ese caso, usted también puede llamarme Alfonso –le devolvió el ofrecimiento.
-Muy bien, Alfonso –continuó don Federico-. A lo que iba; llevo días pensando en lo que me propuso y… -miró a los tres hombres, que esperaban una respuesta-, mi respuesta es sí. Estaré encantado de hacer negocios con ustedes.
Gonzalo, Tristán y Alfonso se miraron, sonrientes. No creían que el gobernador accediese tan pronto a formar parte de aquel proyecto que apenas empezaba. Sin embargo, el entusiasmo del hombre era bastante evidente.
-Esto hay que celebrarlo –intervino Tristán cogiendo la jarra y llenando los tres vasos que quedaban. Una vez llenos, los cuatro hombres alzaron sus vasos para realizar el brindis-. Por las viñas Castañeda. Estoy seguro que serán todo un éxito.
-¡Por las viñas Castañeda! –corearon los cuatro, alegres y bebieron sus respectivos vasos.
-No crea Alfonso que no he tenido mis dudas –le confesó entonces don Federico, saboreando el último trago de vino-. El negocio de la viña no es fácil y mucho menos en esta zona. He visto como grandes terratenientes de la comarca se embarcaban en aventuras de esta índole y al final sus proyectos se venían abajo por el simple hecho de que la tierra de estos lares no es muy propicia para cultivar viñas. ¿Eso lo sabe?
-Por supuesto, don Federico –asintió Alfonso, sin perder el ánimo-. Nos hemos estado informando sobre ello. De ahí mis dudas iniciales a invertir en este negocio, pero aquí mi cuñado es experto en las tierras de cultivo y siempre está bien informado de los abonos que existen para fertilizar la tierra.
-Así es –Tristán corroboró las palabras de Alfonso-. Desde hace años llevo investigando la manera de hacer más fértiles nuestras tierras y así conseguir mejores cultivos. Gracias a mi estancia en Cuba, hace más de veinte años, tengo conocimientos de muchos abonos que aquí en España todavía no son conocidos.
-Entonces… lo que me está diciendo es que piensan fertilizar las tierras del señor Castañeda con esos abonos traídos de fuera –expuso el gobernador, bastante interesado en cómo pensaban actuar para que el negocio marchase bien.
-Efectivamente, don Federico –intervino Gonzalo-. Desde hace unos meses mi suegro está usando unos abonos traídos de las Américas. Y ya puede comprobar los primeros resultados –levantó el vaso de vino.
El abuelo de Isabel abrió los ojos sorprendido.
-¿Me están diciendo que este vino que estamos tomando es de la nueva cosecha? –los tres hombres asintieron, sonrientes-. Creía que era vino comprando a alguno de los viñedos más famosos del norte –entusiasmado con el descubrimiento, cogió el mismo la jarra y volvió a llenarse el vaso-. Mi querido Alfonso, esto merece otro brindis.
El padre de María accedió encantado y junto a Tristán y Gonzalo, volvieron a brindar.
-Estoy seguro que juntos conseguiremos llevar los vinos Castañeda a todos los rincones del país –declaró don Federico dejándose llevar por la ilusión propia del momento-. Ya veo nuestros productos en las casas de todos los altos cargos de la capital.
-Bueno, bueno –le cortó Alfonso, con los pies en la tierra. Sabía que el arranque de optimismo del gobernador venía provocado por el exceso de vino y lo mejor era atajarlo cuanto antes-. Tampoco hay que exagerar. Poco a poco.
En ese instante, Mauricio entró en la casa de comidas y se detuvo en la puerta, revisando el interior de la taberna. Su mirada se detuvo en la mesa de don Federico y se dirigió hacia allí.
- Buenas tardes señores–saludó el capataz de la Montenegro, quitándose el sombrero-. Señor gobernador, le estaba buscando. La señora anda preocupada porque su tren llegaba a media tarde y el chofer regresó sin usted.
Don Federico apenas le miró, visiblemente molesto por el control que parecía tener la señora sobre aquellos lares.
-Creo que soy lo bastante mayorcito cómo para decidir adonde ir, sin tener que dar explicaciones a nadie –le espetó el hombre.
-Disculpe, señor… -Mauricio bajó la cabeza, avergonzado-. No era mi intención…
-Ya sé que tú no tienes la culpa, capataz –se levantó de la mesa y se estiró el chaleco, colocándoselo bien-. Sino de tu señora, siempre tan… preocupada por los demás.
El tono irónico que empleó en sus últimas palabras no pasó desapercibo para nadie. Al parecer, la relación entre don Federico y la Montenegro no era tan buena como se daba a entender.
-Señores –el gobernador se dirigió hacia los tres hombres-. Ha sido un placer pasar este agradable rato con ustedes –alargó la mano y se despidió de cada uno de ellos con un apretón. El último fue Alfonso, en quien se detuvo y le dedicó una amigable sonrisa-. Usted y yo, querido amigo, haremos grandes cosas. No lo dude.
Después abandonó la casa de comidas seguido de Mauricio.
Mientras Alfonso regresaba tras la barra para reemplazar a Carmen, Tristán y Gonzalo se levantaron.
-Parece ser que nuestro nuevo inversor está muy entusiasmado –dijo Tristán.
-Ya veremos cómo le sienta a la Montenegro –añadió Gonzalo, sin poder ocultar una sonrisita maliciosa en el rostro.
-Mira lo que te digo muchacho, pagaría por verla –declaró Alfonso, quien tampoco soportaba a la señora.
Los dos rieron ante el gesto algo más serio de Tristán. Inmediatamente, Alfonso se dio cuenta.
-Lo siento, cuñado –se apresuró a decir-, sé que es tu madre y…
-No te preocupes, Alfonso –le quitó importancia el padre de Gonzalo-. Esa mujer hace tiempo que dejó de ser mi madre. Lo que me preocupa de todo esto es que pueda tomar represalias cuando se entere. Sabemos de lo que es capaz.
-Y por ello estaremos preparados, padre –trató de tranquilizarlo Gonzalo, hablando con sensatez-. Esta vez no dejaremos que vuelva a inmiscuirse en nuestros planes.
Tristán posó la mano sobre el hombro de su hijo, orgulloso de su temple y su sensatez. Siempre tenía la palabra necesaria para darle ánimos.
-Deberíamos regresar a casa –dijo Tristán después de mirar el reloj de bolsillo-. Ya se ha hecho bastante tarde.
Después de despedirse de Alfonso, tomaron rumbo al Jaral donde seguramente ya les esperaban con la mesa puesta para la cena.
Mientras ellos iban de camino, Candela y Rosario estaban atareadas con la cena. La madre de Mariana había ido a cenar con ellos pero más tarde regresaría con su hija. Estaban sacando los platos cuando llegó María.
-Buenas noches –saludó la joven.
Su abuela se volvió, con el gesto serio.
-Buenas noches, María –la saludó con sequedad-. ¿Dónde estabas muchacha? Llevamos horas preocupadas por ti.
-Se me fue el santo al cielo con unos arreglos en la casa de aguas –explicó María, mientras le daba un beso a su abuela y enseguida el gesto de la buena mujer se suavizó.
La joven se había pasado toda la tarde trabajando en la casa de aguas ya que en pocos días tendrían la visita de los inversores americanos y en el último momento siempre salían imprevistos, como el de esa tarde en el que una tubería había vuelto a embozarse. Afortunadamente, Epifanio había logrado subsanar el problema.
-Esa casa de aguas os quita mucho tiempo –se quejó Rosario, sin poder remediarlo.
-Eso es ahora abuela –María trató de defenderse-. Queremos que todo esté perfecto para la llegada de los inversores. Hay que causarles la mejor impresión posible.
Rosario sabía que su nieta tenía razón, sin embargo ella era mujer de viejas costumbres, en las que la esposa debía permanecer en casa ocupándose de los hijos y no en los negocios de sus maridos.
-¿Y Esperanza? –preguntó María por su hija.
-En la cuna –le informó Candela, volviéndose hacia ella-. Le he dado la cena y allí la he dejado.
-Gracias Candela. Voy a verla. Y bajo enseguida para ayudarlas.
María subió al cuarto de la niña y en ese momento llegaron Tristán y Gonzalo.
-Buenas noches, familia –saludó Tristán, acercándose a su esposa para darle un beso. Al ver a la abuela de su sobrina, su rostro se iluminó-. Rosario, que alegría tenerte aquí. ¿Te quedas a cenar?
Gonzalo se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla.
-Así es –respondió Rosario mientras sonreía al joven a quien siempre consideraría su niño.
-Bajó esta tarde a la Confitería y le dije que se viniese esta noche –explicó Candela lo ocurrido, sin soltarse de su esposo a quien tenía cogido por la cintura-. Ya sabéis como es, no quería venir y me ha costado un mundo convencerla. He mandado a un mozo para que diese aviso a Nicolás de que hoy cenará con nosotros.
-Es que mi Mariana está sola y… -trató de excusarse.
-… y tiene a su esposo con ella –terminó la frase Tristán-. Si ocurriese algo, enseguida nos avisaría; así que tranquila Rosario. Cenas con nosotros y después el chofer te llevará de vuelta a la granja.
La abuela de María optó por no discutir.
-¿Y María? –preguntó Gonzalo, mirando a su alrededor-. ¿Ha llegado ya?
-Está arriba con Esperanza –le dijo Candela-. Ha llegado hace cinco minutos.
-Voy a verlas –Gonzalo se encaminó hacia las escaleras.
-No tardéis en bajar, que la cena ya está lista –le gritó Rosario.
Al llegar al cuarto de la pequeña, Gonzalo abrió la puerta lentamente para no despertarla, pero encontró a María con la niña en brazos.
-Vaya, creía que ya estaba dormida –declaró él, acercándose a sus mujeres.
Le dio un suave beso a su esposa en los labios y luego acarició el rostro sonrosado de Esperanza, que jugaba con el collar de perlas de su madre.
-Yo también lo pensaba –confesó María, sin poder apartar la mirada de su hija, quien cada día estaba más grande-. Pero ya ves, la muy tunanta tiene ganas de jarana.
-Vamos, pásamela –le pidió Gonzalo alargando los brazos-. Que con tanto trabajo apenas tenemos tiempo para estar con ella.
Inmediatamente, Esperanza se echó al cuello de su padre y con sus pequeñas manitas le acarició la barba.
María les observó, embelesada y sin poder ocultar una sonrisa.
-¿Cómo te ha ido la tarde? –le preguntó su esposo, jugando con la mano de la niña, que intentaba tocarle la boca y él hacía como que iba a comerle los deditos.
-Muy atareada –se quejó María-. Pero valdrá la pena, ya lo verás.
Gonzalo se volvió hacia ella, sin entender.
-¿El qué valdrá la pena?
María sonrió, divertida.
-¿El qué va a ser? Todo lo que estamos haciendo para que los inversores americanos queden satisfechos con su estancia en Puente Viejo –ladeó la cabeza, pensativa-. ¿De qué creías que hablaba, cariño?
-Del horno de Candela –le confesó su esposo-. Tenía entendido que ibas a ir a verla esta tarde.
-Eso fue ayer –le sacó de su error-, y al final no pude ir, se me complicaron las cosas y pasé toda la tarde en la casa de aguas. ¿A ti cómo te ha ido en las tierras?
-Muy bien –Gonzalo sonrió, satisfecho-. Las tierras que tenemos junto a la Quinta Vieja están ya abonadas y preparadas para la siembra del cereal.
-Me alegro mucho. Seguro que obtendremos una buena cosecha el próximo año.
Gonzalo asintió. Tenía todo lo que podía desear en la vida y no podía pedir nada más.
-Bueno… creo que es hora de que esta señorita se vaya ya a la cama –cambió de tema María, acariciándole la espalda a su hija-. ¿La acuestas?
Su esposo le dio un dulce beso en la frente a su hija y María hizo lo propio. Luego la dejaron en la cuna, donde en un principio pataleo, pero de inmediato le dieron su muñeca preferida y se quedó quieta, jugueteando con ella.
-Por qué no bajas al salón, mi vida –dijo María, acariciándole un brazo a Gonzalo-. Me quedo unos minutos a ver si se duerme y bajo enseguida a cenar.
-De acuerdo –volvió a acercarse a ella y le dio un beso. La joven le cogió el rostro entre las manos, dejando sus labios juntos un instante más, disfrutando de su suave contacto.
Gonzalo se dio cuenta enseguida del gesto.
-¿Y esto? –preguntó, sorprendido y con el latido de su corazón desbordado.
María ladeó la cabeza y se dejó embrujar por su mirada.
-Esto es porque te quiero –le confesó, sintiendo un gran torrente de felicidad en su pecho al confesárselo.
Sin poder contenerse, volvió a besarla, con más ganas.
-Y… ¿qué tiene que hacer uno para que le digas eso todos los días, amor mío? –preguntó con falsa inocencia manteniendo su rostro apoyado al de ella.
Su esposa se echó un poco hacia atrás para mirarle de nuevo.
-Nada. Simplemente continuar siendo como eres de adorable con nosotras.
Gonzalo frunció el ceño.
-María, ¿te pasa algo?
-¿A mí? Nada en absoluto. Es solo que… me sorprendo cada día por la suerte que tenemos de estar los tres juntos.
La joven volvió su mirada hacia la cuna y vio que Esperanza ya se había quedado dormida, abrazada a la muñeca.
-Mira –dijo sonriendo de oreja a oreja-. Ya no es necesario que me quede con ella.
Ambos bajaron al salón donde ya les esperaba el resto para cenar.
-Ya estábamos a punto de mandar a Matilde a buscaros –les reprendió Rosario, sentada en la mesa-. ¿Tanto le ha costado dormirse a Esperanza?
-Estaba algo juguetona –repuso Gonzalo, apartando la silla para que María tomase asiento.
Iba a sentarse él cuando se escuchó la campañilla de la puerta.
Los cinco se miraron, extrañados. A Rosario le mudó el gesto del rostro temiendo que se tratase de Nicolás y que algo malo le hubiese ocurrido a Mariana.
Una de las criadas abrió la puerta y al momento entró en el salón junto a un muchacho, algo desgarbado y tez morena.
-Buenas noches –saludó algo cohibido, retorciendo la gorra vieja y raída entre sus manos oscurecidas por la suciedad-. Siento molestarles pero vengo buscando al señor Gonzalo.
El esposo de María se acercó a él, frunciendo el ceño.
-Soy yo. ¿Qué ocurre?
-Me manda el Epifanio, señor –le dijo de corrida. Se le notaba bastante incómodo y nervioso-. Que ha habido un problema en la casa de aguas y requiere su presencia en el lugar.
-¿Un problema? –inquirió María, levantándose de la mesa rápidamente-. ¿Qué ha pasado? He estado esta tarde allí y estaba todo en orden.
-Yo… -dudó el muchacho-. Yo… no lo sé muy bien señora. El Epifanio estaba muy alterado y ha dicho algo de una tubería que había reventado.
-Está bien –declaró Gonzalo de inmediato-. Vamos.
-Yo voy con vosotros –repuso María siguiendo sus pasos.
-Yo también –habló Tristán, con el gesto preocupado; se levantó  de la mesa, dejando la servilleta sobre ésta.
Gonzalo se volvió y detuvo a su esposa.
-No. Es mejor que se queden aquí –le pidió a María, cogiéndola de la mano-. Estoy seguro que no será nada. Y volveré enseguida. Podéis cenar sin mí.
María se mordió el labio inferior. No sabía qué hacer. La casa de aguas también era responsabilidad suya.
-Al menos deja que tu padre te acompañe –insistió ella.
Gonzalo fue a hablar pero el muchacho que había traído la noticia se le adelantó.
-Señor… el Epifanio me ha dicho que es probable que tengamos que avisar a los civiles.
Gonzalo frunció el ceño, comenzando a preocuparse seriamente.
-Padre, ¿puede encargarse usted de ello? –se volvió hacia Tristán, quien asintió.
Iban a marcharse, cuando Gonzalo se detuvo, pensativo.
-Un momento. Tú no trabajas en la casa de aguas, ¿verdad?
-No señor –negó el joven, ruborizado-. Trabajo en la mina. Soy Gervasio, el hijo del herrero. El Epifanio vino a casa a buscar a mi padre y me dijo que viniese aquí a dar el aviso.
El hijo de Tristán asintió.
-Gonzalo –María se acercó a él sin ocultar su preocupación-. En cuanto sepas algo, por favor, avísanos.
Su esposo tragó saliva y se acercó a ella para darle un rápido beso.
-No te preocupes mi amor, todo saldrá bien –y se volvió hacia Gervasio –Vamos.
Mientras Gonzalo y el hijo del herrero se dirigían hacia la casa de aguas, Tristán entró en el despacho para dar aviso a los civiles de que algo había pasado en el balneario.
-Seguro que no será nada –Candela, con un mohín mal disimulado se acercó a María, quien no podía dejar de pensar que algo no estaba bien.

-Esperemos Candela. Esperemos.

CONTINUARÁ...

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