CAPÍTULO 43
La noche había caído ya en Puente Viejo y la
casa de comidas rebosaba de aldeanos, quienes aprovechaban las últimas horas
del día para tomar un buen vino, refrescarse y echar unas partidas de dominó o
cartas con los amigos.
En una mesa junto a la barra se hallaban
Tristán y Gonzalo reunidos con el gobernador, con quien habían quedado allí
tras finalizar la jornada en el campo. Padre e hijo habían pasado la tarde supervisando
la llegada de un cargamento de abono que iban a usar en las tierras que
lindaban con la finca llamada la Quinta Vieja.
Por su parte, el gobernador no perdía
oportunidad de bajar al pueblo y probar el vino de los Castañeda.
Alfonso, sabedor de la debilidad de don
Federico, le sirvió otro vaso del espumoso vino, acompañado de un plato de
queso y jamón, un aperitivo que nunca fallaba.
-Y dígame, señor gobernador –le dijo el
padre de María, tomando asiento en la mesa. Dejó la jarra en la misma, sabiendo
que muy pronto volvería a reclamar otro vaso-. ¿Ha pensado ya en mi propuesta?
-En primer lugar, señor Castañeda, no me
llame gobernador que estamos entre amigos; puede llamarme Federico.
-Muy bien, Alfonso –continuó don Federico-.
A lo que iba; llevo días pensando en lo que me propuso y… -miró a los tres
hombres, que esperaban una respuesta-, mi respuesta es sí. Estaré encantado de
hacer negocios con ustedes.
Gonzalo, Tristán y Alfonso se miraron,
sonrientes. No creían que el gobernador accediese tan pronto a formar parte de
aquel proyecto que apenas empezaba. Sin embargo, el entusiasmo del hombre era
bastante evidente.
-Esto hay que celebrarlo –intervino Tristán
cogiendo la jarra y llenando los tres vasos que quedaban. Una vez llenos, los
cuatro hombres alzaron sus vasos para realizar el brindis-. Por las viñas
Castañeda. Estoy seguro que serán todo un éxito.
-¡Por las viñas Castañeda! –corearon los
cuatro, alegres y bebieron sus respectivos vasos.
-No crea Alfonso que no he tenido mis dudas
–le confesó entonces don Federico, saboreando el último trago de vino-. El
negocio de la viña no es fácil y mucho menos en esta zona. He visto como
grandes terratenientes de la comarca se embarcaban en aventuras de esta índole
y al final sus proyectos se venían abajo por el simple hecho de que la tierra
de estos lares no es muy propicia para cultivar viñas. ¿Eso lo sabe?
-Por supuesto, don Federico –asintió
Alfonso, sin perder el ánimo-. Nos hemos estado informando sobre ello. De ahí
mis dudas iniciales a invertir en este negocio, pero aquí mi cuñado es experto
en las tierras de cultivo y siempre está bien informado de los abonos que
existen para fertilizar la tierra.
-Así es –Tristán corroboró las palabras de
Alfonso-. Desde hace años llevo investigando la manera de hacer más fértiles
nuestras tierras y así conseguir mejores cultivos. Gracias a mi estancia en
Cuba, hace más de veinte años, tengo conocimientos de muchos abonos que aquí en
España todavía no son conocidos.
-Entonces… lo que me está diciendo es que
piensan fertilizar las tierras del señor Castañeda con esos abonos traídos de
fuera –expuso el gobernador, bastante interesado en cómo pensaban actuar para
que el negocio marchase bien.
-Efectivamente, don Federico –intervino
Gonzalo-. Desde hace unos meses mi suegro está usando unos abonos traídos de
las Américas. Y ya puede comprobar los primeros resultados –levantó el vaso de
vino.
El abuelo de Isabel abrió los ojos
sorprendido.
-¿Me están diciendo que este vino que
estamos tomando es de la nueva cosecha? –los tres hombres asintieron,
sonrientes-. Creía que era vino comprando a alguno de los viñedos más famosos
del norte –entusiasmado con el descubrimiento, cogió el mismo la jarra y volvió
a llenarse el vaso-. Mi querido Alfonso, esto merece otro brindis.
El padre de María accedió encantado y junto
a Tristán y Gonzalo, volvieron a brindar.
-Estoy seguro que juntos conseguiremos
llevar los vinos Castañeda a todos los rincones del país –declaró don Federico
dejándose llevar por la ilusión propia del momento-. Ya veo nuestros productos
en las casas de todos los altos cargos de la capital.
-Bueno, bueno –le cortó Alfonso, con los
pies en la tierra. Sabía que el arranque de optimismo del gobernador venía
provocado por el exceso de vino y lo mejor era atajarlo cuanto antes-. Tampoco
hay que exagerar. Poco a poco.
En ese instante, Mauricio entró en la casa
de comidas y se detuvo en la puerta, revisando el interior de la taberna. Su
mirada se detuvo en la mesa de don Federico y se dirigió hacia allí.
- Buenas tardes señores–saludó el capataz de
la Montenegro, quitándose el sombrero-. Señor gobernador, le estaba buscando.
La señora anda preocupada porque su tren llegaba a media tarde y el chofer
regresó sin usted.
Don Federico apenas le miró, visiblemente
molesto por el control que parecía tener la señora sobre aquellos lares.
-Creo que soy lo bastante mayorcito cómo
para decidir adonde ir, sin tener que dar explicaciones a nadie –le espetó el
hombre.
-Disculpe, señor… -Mauricio bajó la cabeza,
avergonzado-. No era mi intención…
-Ya sé que tú no tienes la culpa, capataz
–se levantó de la mesa y se estiró el chaleco, colocándoselo bien-. Sino de tu
señora, siempre tan… preocupada por los demás.
El tono irónico que empleó en sus últimas
palabras no pasó desapercibo para nadie. Al parecer, la relación entre don
Federico y la Montenegro no era tan buena como se daba a entender.
-Señores –el gobernador se dirigió hacia los
tres hombres-. Ha sido un placer pasar este agradable rato con ustedes –alargó
la mano y se despidió de cada uno de ellos con un apretón. El último fue
Alfonso, en quien se detuvo y le dedicó una amigable sonrisa-. Usted y yo,
querido amigo, haremos grandes cosas. No lo dude.
Después abandonó la casa de comidas seguido
de Mauricio.
Mientras Alfonso regresaba tras la barra para
reemplazar a Carmen, Tristán y Gonzalo se levantaron.
-Parece ser que nuestro nuevo inversor está
muy entusiasmado –dijo Tristán.
-Ya veremos cómo le sienta a la Montenegro
–añadió Gonzalo, sin poder ocultar una sonrisita maliciosa en el rostro.
-Mira lo que te digo muchacho, pagaría por
verla –declaró Alfonso, quien tampoco soportaba a la señora.
Los dos rieron ante el gesto algo más serio
de Tristán. Inmediatamente, Alfonso se dio cuenta.
-Lo siento, cuñado –se apresuró a decir-, sé
que es tu madre y…
-No te preocupes, Alfonso –le quitó
importancia el padre de Gonzalo-. Esa mujer hace tiempo que dejó de ser mi
madre. Lo que me preocupa de todo esto es que pueda tomar represalias cuando se
entere. Sabemos de lo que es capaz.
-Y por ello estaremos preparados, padre
–trató de tranquilizarlo Gonzalo, hablando con sensatez-. Esta vez no dejaremos
que vuelva a inmiscuirse en nuestros planes.
Tristán posó la mano sobre el hombro de su
hijo, orgulloso de su temple y su sensatez. Siempre tenía la palabra necesaria
para darle ánimos.
-Deberíamos regresar a casa –dijo Tristán
después de mirar el reloj de bolsillo-. Ya se ha hecho bastante tarde.
Después de despedirse de Alfonso, tomaron
rumbo al Jaral donde seguramente ya les esperaban con la mesa puesta para la cena.
Mientras ellos iban de camino, Candela y
Rosario estaban atareadas con la cena. La madre de Mariana había ido a cenar
con ellos pero más tarde regresaría con su hija. Estaban sacando los platos
cuando llegó María.
Su abuela se volvió, con el gesto serio.
-Buenas noches, María –la saludó con
sequedad-. ¿Dónde estabas muchacha? Llevamos horas preocupadas por ti.
-Se me fue el santo al cielo con unos
arreglos en la casa de aguas –explicó María, mientras le daba un beso a su
abuela y enseguida el gesto de la buena mujer se suavizó.
La joven se había pasado toda la tarde
trabajando en la casa de aguas ya que en pocos días tendrían la visita de los
inversores americanos y en el último momento siempre salían imprevistos, como el
de esa tarde en el que una tubería había vuelto a embozarse. Afortunadamente,
Epifanio había logrado subsanar el problema.
-Esa casa de aguas os quita mucho tiempo –se
quejó Rosario, sin poder remediarlo.
-Eso es ahora abuela –María trató de
defenderse-. Queremos que todo esté perfecto para la llegada de los inversores.
Hay que causarles la mejor impresión posible.
Rosario sabía que su nieta tenía razón, sin
embargo ella era mujer de viejas costumbres, en las que la esposa debía
permanecer en casa ocupándose de los hijos y no en los negocios de sus maridos.
-¿Y Esperanza? –preguntó María por su hija.
-En la cuna –le informó Candela, volviéndose
hacia ella-. Le he dado la cena y allí la he dejado.
-Gracias Candela. Voy a verla. Y bajo
enseguida para ayudarlas.
María subió al cuarto de la niña y en ese
momento llegaron Tristán y Gonzalo.
-Buenas noches, familia –saludó Tristán,
acercándose a su esposa para darle un beso. Al ver a la abuela de su sobrina,
su rostro se iluminó-. Rosario, que alegría tenerte aquí. ¿Te quedas a cenar?
Gonzalo se acercó a ella y le dio un beso en
la mejilla.
-Así es –respondió Rosario mientras sonreía al
joven a quien siempre consideraría su niño.
-Bajó esta tarde a la Confitería y le dije
que se viniese esta noche –explicó Candela lo ocurrido, sin soltarse de su
esposo a quien tenía cogido por la cintura-. Ya sabéis como es, no quería venir
y me ha costado un mundo convencerla. He mandado a un mozo para que diese aviso
a Nicolás de que hoy cenará con nosotros.
-Es que mi Mariana está sola y… -trató de
excusarse.
-… y tiene a su esposo con ella –terminó la
frase Tristán-. Si ocurriese algo, enseguida nos avisaría; así que tranquila
Rosario. Cenas con nosotros y después el chofer te llevará de vuelta a la
granja.
La abuela de María optó por no discutir.
-¿Y María? –preguntó Gonzalo, mirando a su
alrededor-. ¿Ha llegado ya?
-Está arriba con Esperanza –le dijo
Candela-. Ha llegado hace cinco minutos.
-Voy a verlas –Gonzalo se encaminó hacia las
escaleras.
-No tardéis en bajar, que la cena ya está
lista –le gritó Rosario.
Al llegar al cuarto de la pequeña, Gonzalo
abrió la puerta lentamente para no despertarla, pero encontró a María con la
niña en brazos.
-Vaya, creía que ya estaba dormida –declaró
él, acercándose a sus mujeres.
Le dio un suave beso a su esposa en los
labios y luego acarició el rostro sonrosado de Esperanza, que jugaba con el
collar de perlas de su madre.
-Yo también lo pensaba –confesó María, sin
poder apartar la mirada de su hija, quien cada día estaba más grande-. Pero ya
ves, la muy tunanta tiene ganas de jarana.
-Vamos, pásamela –le pidió Gonzalo alargando
los brazos-. Que con tanto trabajo apenas tenemos tiempo para estar con ella.
Inmediatamente, Esperanza se echó al cuello
de su padre y con sus pequeñas manitas le acarició la barba.
María les observó, embelesada y sin poder
ocultar una sonrisa.
-¿Cómo te ha ido la tarde? –le preguntó su
esposo, jugando con la mano de la niña, que intentaba tocarle la boca y él
hacía como que iba a comerle los deditos.
-Muy atareada –se quejó María-. Pero valdrá
la pena, ya lo verás.
Gonzalo se volvió hacia ella, sin entender.
-¿El qué valdrá la pena?
María sonrió, divertida.
-¿El qué va a ser? Todo lo que estamos
haciendo para que los inversores americanos queden satisfechos con su estancia
en Puente Viejo –ladeó la cabeza, pensativa-. ¿De qué creías que hablaba,
cariño?
-Del horno de Candela –le confesó su
esposo-. Tenía entendido que ibas a ir a verla esta tarde.
-Eso fue ayer –le sacó de su error-, y al
final no pude ir, se me complicaron las cosas y pasé toda la tarde en la casa
de aguas. ¿A ti cómo te ha ido en las tierras?
-Muy bien –Gonzalo sonrió, satisfecho-. Las
tierras que tenemos junto a la Quinta Vieja están ya abonadas y preparadas para
la siembra del cereal.
-Me alegro mucho. Seguro que obtendremos una
buena cosecha el próximo año.
Gonzalo asintió. Tenía todo lo que podía
desear en la vida y no podía pedir nada más.
-Bueno… creo que es hora de que esta
señorita se vaya ya a la cama –cambió de tema María, acariciándole la espalda a
su hija-. ¿La acuestas?
Su esposo le dio un dulce beso en la frente
a su hija y María hizo lo propio. Luego la dejaron en la cuna, donde en un
principio pataleo, pero de inmediato le dieron su muñeca preferida y se quedó
quieta, jugueteando con ella.
-Por qué no bajas al salón, mi vida –dijo
María, acariciándole un brazo a Gonzalo-. Me quedo unos minutos a ver si se
duerme y bajo enseguida a cenar.
-De acuerdo –volvió a acercarse a ella y le
dio un beso. La joven le cogió el rostro entre las manos, dejando sus labios
juntos un instante más, disfrutando de su suave contacto.
Gonzalo se dio cuenta enseguida del gesto.
-¿Y esto? –preguntó, sorprendido y con el
latido de su corazón desbordado.
María ladeó la cabeza y se dejó embrujar por
su mirada.
-Esto es porque te quiero –le confesó,
sintiendo un gran torrente de felicidad en su pecho al confesárselo.
Sin poder contenerse, volvió a besarla, con
más ganas.
-Y… ¿qué tiene que hacer uno para que le
digas eso todos los días, amor mío? –preguntó con falsa inocencia manteniendo
su rostro apoyado al de ella.
Su esposa se echó un poco hacia atrás para
mirarle de nuevo.
-Nada. Simplemente continuar siendo como
eres de adorable con nosotras.
Gonzalo frunció el ceño.
-María, ¿te pasa algo?
-¿A mí? Nada en absoluto. Es solo que… me
sorprendo cada día por la suerte que tenemos de estar los tres juntos.
La joven volvió su mirada hacia la cuna y
vio que Esperanza ya se había quedado dormida, abrazada a la muñeca.
-Mira –dijo sonriendo de oreja a oreja-. Ya
no es necesario que me quede con ella.
Ambos bajaron al salón donde ya les esperaba
el resto para cenar.
-Ya estábamos a punto de mandar a Matilde a
buscaros –les reprendió Rosario, sentada en la mesa-. ¿Tanto le ha costado dormirse
a Esperanza?
-Estaba algo juguetona –repuso Gonzalo,
apartando la silla para que María tomase asiento.
Iba a sentarse él cuando se escuchó la
campañilla de la puerta.
Los cinco se miraron, extrañados. A Rosario
le mudó el gesto del rostro temiendo que se tratase de Nicolás y que algo malo
le hubiese ocurrido a Mariana.
Una de las criadas abrió la puerta y al
momento entró en el salón junto a un muchacho, algo desgarbado y tez morena.
-Buenas noches –saludó algo cohibido,
retorciendo la gorra vieja y raída entre sus manos oscurecidas por la
suciedad-. Siento molestarles pero vengo buscando al señor Gonzalo.
El esposo de María se acercó a él,
frunciendo el ceño.
-Soy yo. ¿Qué ocurre?
-Me manda el Epifanio, señor –le dijo de
corrida. Se le notaba bastante incómodo y nervioso-. Que ha habido un problema
en la casa de aguas y requiere su presencia en el lugar.
-¿Un problema? –inquirió María, levantándose
de la mesa rápidamente-. ¿Qué ha pasado? He estado esta tarde allí y estaba
todo en orden.
-Yo… -dudó el muchacho-. Yo… no lo sé muy
bien señora. El Epifanio estaba muy alterado y ha dicho algo de una tubería que
había reventado.
-Está bien –declaró Gonzalo de inmediato-.
Vamos.
-Yo voy con vosotros –repuso María siguiendo
sus pasos.
-Yo también –habló Tristán, con el gesto
preocupado; se levantó de la mesa,
dejando la servilleta sobre ésta.
Gonzalo se volvió y detuvo a su esposa.
-No. Es mejor que se queden aquí –le pidió a
María, cogiéndola de la mano-. Estoy seguro que no será nada. Y volveré
enseguida. Podéis cenar sin mí.
María se mordió el labio inferior. No sabía
qué hacer. La casa de aguas también era responsabilidad suya.
-Al menos deja que tu padre te acompañe
–insistió ella.
Gonzalo fue a hablar pero el muchacho que
había traído la noticia se le adelantó.
Gonzalo frunció el ceño, comenzando a
preocuparse seriamente.
-Padre, ¿puede encargarse usted de ello? –se
volvió hacia Tristán, quien asintió.
Iban a marcharse, cuando Gonzalo se detuvo,
pensativo.
-Un momento. Tú no trabajas en la casa de
aguas, ¿verdad?
-No señor –negó el joven, ruborizado-.
Trabajo en la mina. Soy Gervasio, el hijo del herrero. El Epifanio vino a casa
a buscar a mi padre y me dijo que viniese aquí a dar el aviso.
El hijo de Tristán asintió.
-Gonzalo –María se acercó a él sin ocultar
su preocupación-. En cuanto sepas algo, por favor, avísanos.
Su esposo tragó saliva y se acercó a ella
para darle un rápido beso.
-No te preocupes mi amor, todo saldrá bien
–y se volvió hacia Gervasio –Vamos.
Mientras Gonzalo y el hijo del herrero se
dirigían hacia la casa de aguas, Tristán entró en el despacho para dar aviso a
los civiles de que algo había pasado en el balneario.
-Seguro que no será nada –Candela, con un
mohín mal disimulado se acercó a María, quien no podía dejar de pensar que algo
no estaba bien.
-Esperemos Candela. Esperemos.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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