CAPÍTULO 44
-Lo que yo le diga, doña Francisca, estamos
ante un buen negocio –insistió el gobernador más animado que de costumbre-.
Estoy seguro de ello, y rara vez me equivoco ante mis pálpitos.
La Montenegro no contestó. Se llevó un trozo
de carne a la boca y masticó en silencio, tragándose tanto la comida como lo
que realmente pensaba de la incipiente amistad entre don Federico y los
Castañeda.
La cena en la Casona estaba resultando
demasiado incómoda para la señora. Desde que había llegado de la casa de
comidas, don Federico no había dejado de parlotear sobre su nuevo “negocio” con
los Castañeda y los Castro; y a Francisca aquello no le agradaba lo más mínimo.
Había luchado demasiado para que sus
enemigos no entraran en contacto con el gobernador para que ahora todo se fuese
al traste por un simple capricho del hombre en invertir en un proyecto que
desde un principio estaba destinado al fracaso. Francisca sabía que el negocio
del vino no era rentable en aquella zona del país pues ella misma había
intentado plantar viñas tiempo atrás con el catastrófico resultado de no haber
logrado ni un grano de uva que sirviese para vender.
-Lo que no entiendo, doña Francisca es cómo
alguien como usted no se ha planteado hacer lo mismo –continuó don Federico
mientras él mismo tomaba buena cuenta del guiso que le habían servido.
La señora levantó su mirada y forzó una
sonrisa.
-Porque no resulta rentable –declaró con
sequedad-. Los Castañeda son gente humilde con aires de grandeza que no saben
dónde se meten.
Bosco e Isabel la miraron. Ambos habían
estado muy callados, abstraídos en sus propios pensamientos, pero al escuchar
aquellas duras palabras de la señora, no pudieron evitar volver a la realidad.
-¿Disculpe? –don Federico parpadeó,
perplejo.
-Mi querido Federico –cambió el tono de voz
la señora, cansada de escuchar tanta alabanza hacia sus enemigos-, usted es
nuevo por estos lares, no conoce a sus gentes… -suspiró, teatralizando el
momento-, y tiene un gran corazón. Pero debe de saber cómo son en realidad esas
familias con las que pretende hacer negocios.
-Explíquese –le pidió el hombre,
educadamente, aunque se le veía molesto. Dejó de comer y tomó otro sorbo vino.
-Verá –continuó la señora, sabiendo qué
teclas tocar y cómo llevar las cosas para que todo fuese como ella quería-. Conozco
a los Castañeda de toda la vida. Ellos mismos trabajaban para mí hace años. Sí,
son muy trabajadores, eso no lo voy a negar, pero a la hora de meterse en
negocios de estas características… dejan mucho que desear. Sin ir más lejos, yo
misma me embarqué con el hermano de la esposa de Alfonso Castañeda, Sebastián,
en el negocio de la conservera. Todo parecía perfecto, íbamos a obtener grandes
beneficios y… a la hora de la verdad el negocio no funcionó. Aquel joven no
supo reconocer sus errores y me culpó a mí hasta el punto en que me secuestró y
estuvo a punto de matarme.
-Señora… -balbuceó Bosco que desconocía
aquella historia.
La Montenegro posó una mano sobre el
antebrazo de su protegido dándole a entender que no se preocupase.
El gobernador e Isabel intercambiaron una
mirada, perplejos ante aquella grave acusación.
-Comprenderá que mi relación con ellos no
sea todo lo cordial que debería.
-Sin embargo, María se crió con usted
–apuntilló Isabel, siempre tan perspicaz.
Francisca se volvió hacia ella con gesto
serio.
-Así es, querida. Para que veas que pese a
todo lo que puedas escuchar por ahí sobre mí, no soy una mujer rencorosa. Esa
chiquilla se ganó mi cariño desde muy pequeña y quise ofrecerle mi protección y
un futuro mejor que el que sus padres pudieran darle –expuso la señora,
mostrando aquella cara dulce y amable que solo quienes no la conocían eran
capaces de creer-. Y sin embargo… ya ves cómo me lo pagó –torció la boca en un
claro gesto de disgusto-; en cuanto pudo me abandonó para vivir en pecado con
un renegado de Dios, olvidando todo el cariño y la educación que le había dado.
Una nunca deja de recibir golpes de la vida.
-Lo siento señora –repuso la nieta del
gobernador, que no conocía la historia al completo.
-Me deja sorprendido, doña Francisca –habló
don Federico, que había escuchado todo, en silencio-. Sinceramente, ni Alfonso
ni los Castro me han dado la impresión de ser personas de esa clase.
-Los Castro –suspiró la señora, tocándose la
frente. Su gesto se volvió más triste-. Ese tema es mucho más doloroso para mí.
No es fácil hablar del odio que te tienen tu hijo y tus nietos, sin más motivo
que la mente perversa de la mujer que los alejó de mí con malas artes –de
pronto se volvió hacia Bosco y le sonrió-. Afortunadamente he encontrado en
otras personas el cariño que me ha sido denegado de los míos.
Su protegido le devolvió la sonrisa pero más
sombría que de costumbre, cosa que la Montenegro percibió.
En ese momento, Inés apareció con una
bandeja y la mirada del joven se dirigió rápidamente hacia ella. Sus
pensamientos llevaban varios días revueltos. Le había prometido hablar con la
señora y decirle cuales eran sus sentimientos y que no estaba dispuesto a
casarse con Isabel, pero… no veía la forma ni el momento para hacerlo.
-¿Bosco, te encuentras bien? –inquirió
Francisca, sospechando cuál era el motivo de su estado-. De repente has mudado
el gesto.
-¿Qué? –volvió a la realidad el muchacho-.
Sí, sí. Solo un poco cansado.
-Otra que tampoco se encuentra bien es mi
nieta –dijo el gobernador, dándose cuenta de lo callada que permanecía-. Apenas
has probado bocado, querida y no dejas de mirar el reloj. ¿Te pasa algo?
Isabel
no había logrado ocultar su nerviosismo.
-No es nada, es solo que… la historia de la
señora me ha dejado perpleja –explicó, sintiendo la boca seca.
Inés pasó junto a la prometida de Bosco y
depositó la bandeja de los postres en una esquina, luego se retiró a un lado.
Bosco la miró de reojo y tomó una decisión.
-Me gustaría decirles algo –dijo el
muchacho, sacando el valor que necesitaba de la mirada de Inés.
-No me asustes, Bosco, ¿tan grave es?
A la Montenegro no se le había pasado por
alto ni uno solo de sus gestos. Tan solo esperaba que no fuese lo que estaba
temiendo.
Desde su rincón, Inés se preguntó si por fin
el muchacho tendría el valor de gritar a los cuatro vientos su amor. ¿Era eso
el asunto que iba a tratar? Miró a Isabel, sentada junto a él. ¿Cómo se lo
tomaría la nieta del gobernador? ¿Montaría en cólera al verse despreciada por
el joven heredero de doña Francisca y más aun sabiendo que la cambiaba por una
simple criada? ¿Y qué pasaría con la señora y el gobernador? En ese momento
Inés pensó que lo mejor sería marcharse a la cocina y no estar presente, pero
no podía abandonar el lugar sin el permiso de la Montenegro. Así que no tenía de
otra que aguantar allí.
Isabel por su parte apenas había prestado
atención. La muchacha tenía sus pensamientos lejos, preguntándose cuándo
ocurriría todo. Era la noche señalada por el Anarquista y de momento ella
estaba cumpliendo con su parte del plan, mantener a los presentes lejos del
despacho. Un despacho que permanecía con la puerta cerrada, tal como el
enmascarado le había pedido.
-Bueno, ¿vas a decirnos que es eso tan
importante que te tiene con el gesto demudado? –insistió la señora.
La Montenegro soltó un suspiro, sin poder
aguantar su mal humor. Le hizo un gesto con la cabeza a Inés para que fuera a
abrir y la doncella obedeció rápidamente.
-¿Y ahora quién será? –se quejó hastiada.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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