CAPÍTULO 39
Se acercaba la medianoche y la Casona se
encontraba en total silencio mientras la oscuridad se colaba por cada pasillo
como un intruso. Las criadas ya se habían acostado y los señores se hallaban en
sus alcobas, descansando.
Isabel bajó las escaleras con cuidado, como
si temiese despertar a alguien con sus pasos. Llevaba puesto el camisón y la
bata de dormir. Al llegar a la entrada se quedó unos segundos quieta. La luz
del salón estaba encendida. ¿Se habría olvidado alguna doncella de cerrarla
antes de irse a dormir? Se acercó a ver y se detuvo en el umbral al ver a doña
Francisca sentada en su sillón preferido, con aire pensativo y con una copa de
coñac en la mano. Estaba tan absorta en sus pensamientos que al parecer no la
había oído llegar.
-¿Tú tampoco puedes dormir, querida? –le
preguntó de golpe, sin levantar la mirada de su copa.
Isabel se cruzó más la bata, en un gesto
incómodo. Con la señora de la Casona nunca sabía a qué atenerse. Su amabilidad
la desconcertaba ya que no sabía hasta qué punto era sincera.
-Lo siento, señora –se disculpó la muchacha,
dando un paso dubitativo hacia ella-. No quería molestarla. He bajado a por un
vaso de leche caliente.
La Montenegro levantó la mirada hacia la
prometida de Bosco.
-A estas horas las doncellas ya están durmiendo.
Tendrás que preparártela tú misma. ¿Sabrás hacerlo?
La muchacha asintió, molesta con el
comentario, aunque no se lo demostró. A pesar de haber crecido rodeada de
lujos, su abuelo había querido que aprendiese ciertas bases para que no fuera
una simple señoritinga de ciudad y entre esas actividades estaba la de cocinar.
-Pero no has contestado a mí pregunta
–insistió la Montenegro, ajena a los pensamientos de la muchacha-. ¿No puedes
dormir?
Isabel se mordió el labio inferior.
-Lo cierto es que no –le confesó, bajando la
mirada-. Verá… es una tontería…
-Si tan tontería fuese no te quitaría el
sueño –repuso Francisca, haciéndole un gesto con la mano, indicándole que se
sentase junto a ella.
La nieta del gobernador accedió a su
petición y tomó asiento junto a la señora.
Francisca esperó a que Isabel diese el
próximo paso, sin embargo la muchacha se miró las manos, con aire nervioso,
como si temiese hablar.
-¿Problemas con Bosco, querida? –le preguntó
abiertamente Francisca, viendo que por sí sola no era capaz de arrancarse.
-¿Qué? ¡Oh, no! –se apresuró a decir Isabel.
Su rostro pálido se sonrojó débilmente-. Bosco no tiene nada que ver. Las cosas
entre nosotros van muy bien.
-¿Entonces? –insistió, frunciendo el ceño.
-Verá –dijo finalmente, mirándola a los
ojos-. Desde el momento en que me comprometí con Bosco, de alguna manera supe
que mi estancia en la capital había terminado y pensé que lo mejor sería hacer
traer mis pertenencias aquí. Al fin y al cabo en cuanto me case con Bosco, éste
será mi hogar –la señora asintió-. Pues bien, esta tarde he recibido una de mis
pertenencias más queridas: las joyas que pertenecieron a las mujeres de mi
familia. Para mí significan mucho porque pertenecieron a mi abuela, primero, y
luego pasaron a mi madre. Es… es como tener un pedacito de ellas junto a mí.
¿Me entiende?
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de
la Montenegro, quien posó una mano sobre las de la muchacha.
-Por supuesto que te entiendo –asintió con
un gesto de nostalgia tiñendo su mirada-. Yo misma perdí a mi madre siendo
apenas una niña y sé lo que significa cualquier pequeño recuerdo de la persona
que te dio la vida. ¿Y es eso lo que te ha dejado así?
-En parte –continuó la nieta del
gobernador-. Cuando las he recibido he sentido una gran felicidad por tenerlas
de nuevo junto a mí –el brillo de sus ojos se apagó de golpe-. Pero enseguida
me ha invadido una congoja muy grande… sé que no debería sentirla pero…
-¿Qué es lo que te preocupa?
-Que pueda perderlas –le confesó con la
mirada empañada en lágrimas-. No me gustaría que eso ocurriese. No me
malinterprete, sé que la Casona es un lugar seguro y que es casi imposible que
algo así ocurra, sin embargo no puedo evitar sentir esta angustia que me oprime
el pecho.
Francisca no respondió enseguida. Entendía
bien los miedos de Isabel. En cierta manera se veía reflejada en aquella
muchacha. Y todavía no sabía bien por qué. Qué era aquello que tanto le
recordaba de sí misma si la nieta del gobernador era una muchacha dócil,
manejable, que desbordaba felicidad con cada mirada…
No obstante… tras todo aquello se ocultaba
algo, pensó la Montenegro. ¿O eran cosas suyas? ¿En verdad Isabel Ramírez era
tal y cómo se mostraba o existía otra Isabel, oculta bajo aquel disfraz de
inocencia y bondad, que esperaba el momento oportuno para salir a la superficie?
-Podemos hacer una cosa –declaró la señora,
tratando de serenarla-. ¿Qué te parece si guardamos esas joyas en mi caja
fuerte? ¿Te quedarías más tranquila?
El rostro de Isabel se iluminó de repente.
-¿Haría eso por mí?
-Claro, criatura –asintió Francisca, viendo
que su idea agradaba a la muchacha-. No hay ningún problema.
Isabel soltó un leve suspiro, aliviada.
-¿Y sería mucho pedirle si puede guardarlas
ahora mismo? –solicitó en voz baja, avergonzada por su propia osadía-. Me
quedaría más tranquila.
-Muy bien –accedió la señora-. Tráelas y las
guardamos.
-Muchas gracias -para sorpresa de Francisca,
Isabel le dio un beso en la mejilla, agradecida, antes de subir a su cuarto.
La nieta del gobernador se apresuró cuanto pudo.
Tenía que ser rápida y bajar junto con las joyas antes de que Francisca abriese
la caja fuerte. Tan solo esperaba que su “beso de agradecimiento” la hubiera
dejado tan sorprendida como para darle unos segundos de ventaja.
Efectivamente, cuando Isabel regresó al
salón, la Montenegro continuaba sentada en el sillón.
-Sí que has sido rápida –declaró la mujer,
levantándose.
-No quería hacerle perder más tiempo del
necesario –repuso, manteniendo su inocente sonrisa-. Bastante hace con
guardármelas.
-No me cuesta nada. Y cómo bien has dicho
antes, esta será tu casa dentro de poco, así que es normal que quieras guardar
tus joyas en un lugar seguro.
Francisca pasó al despacho e Isabel la
siguió. Ahora venía la parte más complicada, pensó la muchacha. Tenía que poner
los cinco sentidos si quería enterarse de cuál era la combinación de la caja
fuerte y que la Montenegro no se diese cuenta de ello.
-Cierra la puerta, por favor –le ordenó
Francisca.
Isabel obedeció al instante.
-Aunque ahora mismo no haya nadie rondando
por aquí, no me gusta abrir la caja fuerte con la puerta abierta –le explicó
mientras descolgaba el cuadro de su antepasado colocado en la pared, a la
derecha de la chimenea.
Isabel pudo ver tras él, la puerta de hierro
incrustada en la pared. Había llegado el momento decisivo pensó la muchacha.
Debía de ser lo más cautelosa posible para que Francisca no sospechase nada.
Desde su posición, era difícil ver la combinación. Avanzó hacia la mesa,
lentamente, tratando de mirar a otro lado, aunque por el rabillo del ojo viese
a la señora darle vueltas a la combinación. Ocho, fue el primer número que
atisbó. La Montenegro volvió a girar, esta vez hacia la izquierda, sin
percatarse lo más mínimo de lo atenta que estaba Isabel a sus gestos. Tres. Se
detuvo unos segundos y volvió a girar hacia la derecha. Uno. Ya estaba pensó la
muchacha, con alivio. Por fin la tenía. No le resultó fácil, pero memorizó los tres
números, sin que Francisca se diese cuenta.
Se escuchó un suave clic y la puerta se
abrió. Isabel no pudo ver qué había en su interior. En realidad poco o nada le
interesaba. Su parte del trato estaba hecha. Había averiguado la combinación de
la caja fuerte del despacho de la Montenegro. Del resto ya se ocuparía el
Anarquista.
Le pasó sus joyas, guardadas dentro de un
joyero de madera finamente tallada y Francisca las guardó dentro, a buen
recaudo. Volvió a cerrar la caja fuerte y colocó el cuadro en su lugar.
-¿Te quedas más tranquila, querida? –le
preguntó la señora, una vez estuvo todo en orden.
-Ahora sí –declaró, soltando un leve suspiro-.
No sabe el gran alivio que siento pensando que ahora las joyas de mis
antepasados se encuentran a buen recaudo.
-Ojalá todos los problemas fuesen tan
sencillos de solucionar –le dijo la Montenegro, mientras la instaba a abandonar
el despacho y regresaban al salón.
-Tiene razón –avanzaron hasta el centro del
salón e Isabel se despidió-. Es hora de que vuelva a la cama. Se ha hecho muy
tarde.
-Ve, querida. Y descansa.
Isabel asintió levemente y abandonó el
salón.
Francisca regresó a su sillón. A ella aun le
quedaba un rato largo antes de marcharse a sus aposentos.
Quizá nadie en la Casona lo supiese pero
para la Montenegro aquel instante de soledad a medianoche, cuando el silencio se
adueñaba del lugar era su momento preferido del día. Un silencio que era su
mejor compañero porque era el único que nunca la abandonaría.
CONTINUARÁ...
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