viernes, 6 de febrero de 2015

CAPÍTULO 39 
Se acercaba la medianoche y la Casona se encontraba en total silencio mientras la oscuridad se colaba por cada pasillo como un intruso. Las criadas ya se habían acostado y los señores se hallaban en sus alcobas, descansando.
Isabel bajó las escaleras con cuidado, como si temiese despertar a alguien con sus pasos. Llevaba puesto el camisón y la bata de dormir. Al llegar a la entrada se quedó unos segundos quieta. La luz del salón estaba encendida. ¿Se habría olvidado alguna doncella de cerrarla antes de irse a dormir? Se acercó a ver y se detuvo en el umbral al ver a doña Francisca sentada en su sillón preferido, con aire pensativo y con una copa de coñac en la mano. Estaba tan absorta en sus pensamientos que al parecer no la había oído llegar.
-¿Tú tampoco puedes dormir, querida? –le preguntó de golpe, sin levantar la mirada de su copa.
Isabel se cruzó más la bata, en un gesto incómodo. Con la señora de la Casona nunca sabía a qué atenerse. Su amabilidad la desconcertaba ya que no sabía hasta qué punto era sincera.
-Lo siento, señora –se disculpó la muchacha, dando un paso dubitativo hacia ella-. No quería molestarla. He bajado a por un vaso de leche caliente.
La Montenegro levantó la mirada hacia la prometida de Bosco.
-A estas horas las doncellas ya están durmiendo. Tendrás que preparártela tú misma. ¿Sabrás hacerlo?
La muchacha asintió, molesta con el comentario, aunque no se lo demostró. A pesar de haber crecido rodeada de lujos, su abuelo había querido que aprendiese ciertas bases para que no fuera una simple señoritinga de ciudad y entre esas actividades estaba la de cocinar.
-Pero no has contestado a mí pregunta –insistió la Montenegro, ajena a los pensamientos de la muchacha-. ¿No puedes dormir?
Isabel se mordió el labio inferior.
-Lo cierto es que no –le confesó, bajando la mirada-. Verá… es una tontería…
-Si tan tontería fuese no te quitaría el sueño –repuso Francisca, haciéndole un gesto con la mano, indicándole que se sentase junto a ella.
La nieta del gobernador accedió a su petición y tomó asiento junto a la señora.
Francisca esperó a que Isabel diese el próximo paso, sin embargo la muchacha se miró las manos, con aire nervioso, como si temiese hablar.
-¿Problemas con Bosco, querida? –le preguntó abiertamente Francisca, viendo que por sí sola no era capaz de arrancarse.
-¿Qué? ¡Oh, no! –se apresuró a decir Isabel. Su rostro pálido se sonrojó débilmente-. Bosco no tiene nada que ver. Las cosas entre nosotros van muy bien.
-¿Entonces? –insistió, frunciendo el ceño.
-Verá –dijo finalmente, mirándola a los ojos-. Desde el momento en que me comprometí con Bosco, de alguna manera supe que mi estancia en la capital había terminado y pensé que lo mejor sería hacer traer mis pertenencias aquí. Al fin y al cabo en cuanto me case con Bosco, éste será mi hogar –la señora asintió-. Pues bien, esta tarde he recibido una de mis pertenencias más queridas: las joyas que pertenecieron a las mujeres de mi familia. Para mí significan mucho porque pertenecieron a mi abuela, primero, y luego pasaron a mi madre. Es… es como tener un pedacito de ellas junto a mí. ¿Me entiende?
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de la Montenegro, quien posó una mano sobre las de la muchacha.
-Por supuesto que te entiendo –asintió con un gesto de nostalgia tiñendo su mirada-. Yo misma perdí a mi madre siendo apenas una niña y sé lo que significa cualquier pequeño recuerdo de la persona que te dio la vida. ¿Y es eso lo que te ha dejado así?
-En parte –continuó la nieta del gobernador-. Cuando las he recibido he sentido una gran felicidad por tenerlas de nuevo junto a mí –el brillo de sus ojos se apagó de golpe-. Pero enseguida me ha invadido una congoja muy grande… sé que no debería sentirla pero…
-¿Qué es lo que te preocupa?  
-Que pueda perderlas –le confesó con la mirada empañada en lágrimas-. No me gustaría que eso ocurriese. No me malinterprete, sé que la Casona es un lugar seguro y que es casi imposible que algo así ocurra, sin embargo no puedo evitar sentir esta angustia que me oprime el pecho.
Francisca no respondió enseguida. Entendía bien los miedos de Isabel. En cierta manera se veía reflejada en aquella muchacha. Y todavía no sabía bien por qué. Qué era aquello que tanto le recordaba de sí misma si la nieta del gobernador era una muchacha dócil, manejable, que desbordaba felicidad con cada mirada…
No obstante… tras todo aquello se ocultaba algo, pensó la Montenegro. ¿O eran cosas suyas? ¿En verdad Isabel Ramírez era tal y cómo se mostraba o existía otra Isabel, oculta bajo aquel disfraz de inocencia y bondad, que esperaba el momento oportuno para salir a la superficie?
-Podemos hacer una cosa –declaró la señora, tratando de serenarla-. ¿Qué te parece si guardamos esas joyas en mi caja fuerte? ¿Te quedarías más tranquila?
El rostro de Isabel se iluminó de repente.
-¿Haría eso por mí?
-Claro, criatura –asintió Francisca, viendo que su idea agradaba a la muchacha-. No hay ningún problema.
Isabel soltó un leve suspiro, aliviada.
-¿Y sería mucho pedirle si puede guardarlas ahora mismo? –solicitó en voz baja, avergonzada por su propia osadía-. Me quedaría más tranquila.
-Muy bien –accedió la señora-. Tráelas y las guardamos.
-Muchas gracias -para sorpresa de Francisca, Isabel le dio un beso en la mejilla, agradecida, antes de subir a su cuarto.
La nieta del gobernador se apresuró cuanto pudo. Tenía que ser rápida y bajar junto con las joyas antes de que Francisca abriese la caja fuerte. Tan solo esperaba que su “beso de agradecimiento” la hubiera dejado tan sorprendida como para darle unos segundos de ventaja.
Efectivamente, cuando Isabel regresó al salón, la Montenegro continuaba sentada en el sillón.
-Sí que has sido rápida –declaró la mujer, levantándose.
-No quería hacerle perder más tiempo del necesario –repuso, manteniendo su inocente sonrisa-. Bastante hace con guardármelas.
-No me cuesta nada. Y cómo bien has dicho antes, esta será tu casa dentro de poco, así que es normal que quieras guardar tus joyas en un lugar seguro.
Francisca pasó al despacho e Isabel la siguió. Ahora venía la parte más complicada, pensó la muchacha. Tenía que poner los cinco sentidos si quería enterarse de cuál era la combinación de la caja fuerte y que la Montenegro no se diese cuenta de ello.
-Cierra la puerta, por favor –le ordenó Francisca.
Isabel obedeció al instante.
-Aunque ahora mismo no haya nadie rondando por aquí, no me gusta abrir la caja fuerte con la puerta abierta –le explicó mientras descolgaba el cuadro de su antepasado colocado en la pared, a la derecha de la chimenea.
Isabel pudo ver tras él, la puerta de hierro incrustada en la pared. Había llegado el momento decisivo pensó la muchacha. Debía de ser lo más cautelosa posible para que Francisca no sospechase nada. Desde su posición, era difícil ver la combinación. Avanzó hacia la mesa, lentamente, tratando de mirar a otro lado, aunque por el rabillo del ojo viese a la señora darle vueltas a la combinación. Ocho, fue el primer número que atisbó. La Montenegro volvió a girar, esta vez hacia la izquierda, sin percatarse lo más mínimo de lo atenta que estaba Isabel a sus gestos. Tres. Se detuvo unos segundos y volvió a girar hacia la derecha. Uno. Ya estaba pensó la muchacha, con alivio. Por fin la tenía.   No le resultó fácil, pero memorizó los tres números, sin que Francisca se diese cuenta.
Se escuchó un suave clic y la puerta se abrió. Isabel no pudo ver qué había en su interior. En realidad poco o nada le interesaba. Su parte del trato estaba hecha. Había averiguado la combinación de la caja fuerte del despacho de la Montenegro. Del resto ya se ocuparía el Anarquista.
Le pasó sus joyas, guardadas dentro de un joyero de madera finamente tallada y Francisca las guardó dentro, a buen recaudo. Volvió a cerrar la caja fuerte y colocó el cuadro en su lugar.
-¿Te quedas más tranquila, querida? –le preguntó la señora, una vez estuvo todo en orden.
-Ahora sí –declaró, soltando un leve suspiro-. No sabe el gran alivio que siento pensando que ahora las joyas de mis antepasados se encuentran a buen recaudo.
-Ojalá todos los problemas fuesen tan sencillos de solucionar –le dijo la Montenegro, mientras la instaba a abandonar el despacho y regresaban al salón.
-Tiene razón –avanzaron hasta el centro del salón e Isabel se despidió-. Es hora de que vuelva a la cama. Se ha hecho muy tarde.
-Ve, querida. Y descansa.
Isabel asintió levemente y abandonó el salón.
Francisca regresó a su sillón. A ella aun le quedaba un rato largo antes de marcharse a sus aposentos.

Quizá nadie en la Casona lo supiese pero para la Montenegro aquel instante de soledad a medianoche, cuando el silencio se adueñaba del lugar era su momento preferido del día. Un silencio que era su mejor compañero porque era el único que nunca la abandonaría. 

CONTINUARÁ... 

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