domingo, 30 de agosto de 2015

CAPÍTULO 392: PARTE 2 
Tan pronto como le fue posible, María se vistió y acudió a las cuadras para seguir con el cuidado de los enfermos. Se había tomado la medicina, como hacían cada mañana, para evitar el contagio; aunque en su caso ya no hubiese remedio, y tendría que haberla en mayor cantidad. Sin embargo, lo único que le preocupaba a la ahijada de Francisca era que no la descubrieran; y por el momento lo estaba consiguiendo.
Gonzalo, por su parte, tenía otra preocupación en mente: Tristán. Le había visto desde el primer momento, evitar usar mascarillas para no contagiarse. El joven no entendía su empecinamiento y aprovechaba cualquier momento para insistirle. Sin embargo, su padre se negaba una y otra vez.
Don Anselmo, casi completamente recuperado, se dio cuenta de lo mismo y le explicó a su joven diácono que pareciera que Tristán quisiera contagiarse y perder la vida. Tan solo esa razón explicaría su cabezonería.
Algo en el corazón de Gonzalo se rompió al escuchar a su mentor, pues comprendió que ese era el motivo por el que su padre se negaba a usar protección: quería contagiarse y así morir para reunirse finalmente con Pepa.
No muy lejos de don Anselmo, los Mirañar también mejoraban gracias a la medicación y los cuidados que recibían. María acudió a entregarles su ración diaria y Mauricio aprovechó para quejarse de lo mal que se lo estaba haciendo pasar Hipólito; y es que el hijo de Dolores no le dejaba dormir por las noches.
En su estado, lo último que necesitaba María, eran problemas como aquel, así que les pidió de buenas maneras que trataran de convivir en paz. Los tres enfermos accedieron de mala gana, aunque sabían que no les quedaba de otra.
Hacia el mediodía, Candela, la dueña de la confitería, se pasó por las cuadras. María, al verla se acercó a atenderla. La buena mujer les llevaba dulces para alimentar a los enfermos que ya se encontrasen mejor; y aprovechó la ocasión para ponerse a sus órdenes.
La sobrina de Tristán se lo agradeció, pero con los que eran se apañaban bastante bien. En ese instante, Candela reparó en la presencia de Tristán, y recordó que días atrás les había echado de su casa durante el rezo por el alma de Pepa. María, queriendo que la gente no se llevase una mala impresión de su tío, se ofreció a presentárselo. Sin embargo, la buena mujer rehusó. No era el momento adecuado para presentaciones.
A medida que avanzaba el día, a María se le iba haciendo mucho más costoso continuar. Su rostro dejaba ver tanto el cansancio como el malestar que sentía. Sin embargo, la joven siguió ocultando a todo el mundo lo que le ocurría.
No obstante, cuando le llevó una infusión a Dolores Mirañar, la mujer se dio cuenta del estado en el que se encontraba y le preguntó, preocupada. María logró engañarla a ella también, a pesar del vahído que tuvo en ese instante y que logró pasar desapercibido ante la llegada de Hipólito, quien les contó, emocionado, que Gonzalo ya les daba el alta y que podían regresar a su casa.
El joven diácono no podía ocultar su felicidad al ver cómo todos los enfermos iban mejorando con el paso de las horas. Ahora ya podía asegurar que lo peor de la gripe había pasado y afortunadamente no habían tenido que lamentar ninguna víctima.
María trató de aguantar su malestar mientras asistía en silencio a la conversación. Y fue ese mutismo el que puso a Gonzalo en alerta porque no era habitual en la muchacha estar tan callada.
Estaba pensando en qué razón la tendría así cuando vio a don Anselmo haciéndole señales. El joven acudió junto a su mentor, que había escuchado los motivos de Hipólito para estar tan alegre, y él exigió lo mismo: quería que Gonzalo le diera el alta y así poder regresar a su casa, pues había sido el primer enfermo en caer y una vez recuperado debía de ser el primero en volver a su hogar.
Sin embargo, su pupilo no se dejó amedrentar por su tutor y le dijo que aun no podía marchar, pues había estado demasiado grave y ya “tenía una edad” por la que preocuparse. Don Anselmo viendo que no tenía otro remedio, aceptó a regañadientes, no sin antes pedirle que le llevase un buen tazón de chocolate con el que se le pasaría el enfado.
Ya con la caída del sol, María aprovechó un momento de tranquilidad para acudir al salón y tomar otra dosis de medicina. La muchacha apenas se sostenía en pie y se aguantaba en la mesa conforme podía. Los temblores y el mal estar no habían parado en todo el día, y su cuerpo se resentía por momentos.
Estaba a punto de tomar un sorbo del vaso cuando Gonzalo entró en el salón.
-Acabo de mandar a sus casas a dos más. Si seguimos así en pocos días no quedará nadie.
-Dios lo quiera –se siguió ella la cháchara, aunque apenas le quedaban fuerzas para hablar-. Bien sabe él que todos necesitamos descanso.
-Tú sobre todo –declaró Gonzalo, que seguía preocupado por ella-. Tú cara no es la de siempre, ni tus andares.
-Desayuné poco, eso es todo –se excusó, tragando saliva a duras penas.
-No podemos permitirnos el ir medio en ayunas –la riñó Gonzalo-. Hay que estar fuerte para que el contagio sea más difícil en nosotros.
-Después comí bien –siguió María con su mentira-. Y hasta tomé unos librillos de miel de esos que trajo Candela.
Gonzalo la observó unos segundos. Algo no estaba bien, pero no sabía el qué. ¿Era normal tanto cansancio en María? Ojalá pudiese ayudarla, pero no sabía cómo hacerlo si ella no le decía qué le pasaba.
-Voy a regresar, que don Anselmo me ha pedido que le lleve un periódico –le explicó, acercándose a coger uno de los periódicos que estaban sobre la mesa-.Como no se lo dé pide mi excomunión.
-Anda disgustado por estar aquí –logró decir la muchacha, apoyada sobre la mesa, sin soltar el vaso-. La falta de costumbre. Le oí decir que nunca había estado encamado.
-Para todo hay una primera vez.
-Y tanto que sí.
-Me voy a darle palique. Y tú aprovecha que andan casi todos sesteando y… descansa una miaja.
Gonzalo abandonó el salón y la joven aprovechó entonces para tomarse la medicina. Su pulso temblaba devorada por la fiebre, y a punto estaba de desfallecer cuando el diácono regresó sin previo aviso.
-Me había olvidado de… -Gonzalo calló al verla tomando la medicina-. ¿Y… esa quinina? –frunció el ceño, comenzando a preocuparse-. ¿Por qué estás tomándola si ya tomamos esta mañana la que nos correspondía por precaución?
-Tomo quinina por precaución –le respondió María, evitando mirarle.
-Es suficiente con la que tomamos por la mañana –Gonzalo dejó el periódico sobre la mesa.
Algo en su interior le decía que María evitaba por todos los medios que descubriera una verdad terrible; una verdad que de ser cierta le helaba la sangre.
-Estamos rodeados de enfermos, no viene mal tomar de más –volvió a excusarse ella, evitando que se acercara.
-Estás sudando, deja que te vea si tienes fiebre –Gonzalo acercó su mano para tocarle la frente, que ya veía perlada de sudor, pero ella rehusó que la tocase.
-Déjame que estoy bien.
-¿Si es así, por qué me impides comprobarlo?
María no pudo negarse por más tiempo y dejó que le tomase la temperatura.
-Estás ardiendo.
El corazón de Gonzalo dio un vuelco al comprobar que sus sospechas eran ciertas: la joven se había contagiado de la gripe, y a saber cuánto tiempo llevaba ocultándolo.
-No te han dicho nunca que eres un exagerado –siguió diciendo ella, cuya cabeza comenzaba a darle vueltas.
-Y que tú eres una comediante –le recriminó Gonzalo, enfadado, más consigo mismo que con ella, por no haber sabido ver lo que le ocurría-. Siéntate. Hay que ponerte paños fríos. Hay que hacerte bajar esa calentura tan fuerte.
-Te digo que no… -se resistió la muchacha con sus últimas fuerzas.
De repente María se desmayó, cayendo sobre Gonzalo, que la cogió y llevó a la cama mientras trataba de hacerla volver en sí.
-María, María, María –le tocó las mejillas con suavidad. La piel de la muchacha ardía por la fiebre y ella no volvía en sí.

Gonzalo la dejó en la cama y buscó paños húmedos para bajarle aquella fiebre que tanto le preocupaba.

CONTINUARÁ...

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