CAPÍTULO 392: PARTE 3
Poco después, María recobró el conocimiento
y el joven suspiró, algo aliviado.
-Vamos, no te muevas –le pidió él, tratando
de taparla para que no tuviese frío-. No hay manera de que se te queden encima
las mantas.
-No quiero que me arropes –se quejó la
muchacha que seguía con fiebre muy alta.
-Y sudando a la vez –declaró con los ojos
vidriosos-. Igual tengo frío que me abraso.
-Es la fiebre, María –dijo Gonzalo,
apesadumbrado. Se acercó a por los paños húmedos-. Y todo por mi culpa.
-Soberbia, padre. Cuidado –se burló ella,
apenas sin fuerzas-. No eres tan importante como para que mi enfermedad sea
culpa tuya.
-Pues lamento contradecirte, señorita, pero…
así es –se acercó y comenzó a pasarle el paño por la frente, aliviando
levemente su malestar-. Nunca debí permitir que vinieras al Jaral.
-No podías impedírmelo. Estaba enferma.
-Descarada muchacha –sonrió él, sorprendido
de que aun en aquel estado, María tuviese fuerzas para bromear; sin embargo, se
puso serio al momento, sintiéndose culpable por su enfermedad-. Ambos sabemos
que no lo estabas. Pero ahora sí. Si te hubiera echado cuando llegaste más
sonrosada que una fresa, ahora estarías… montando en tus caballos de la Casona.
-Prefiero estar aquí contigo.
-Menuda compañía –se levantó él y caminó
hacia la mesa-; un aspirante a cura, sucio y desgreñado.
Gonzalo llenó un vaso de zumo.
-Te portaste como una chiquilla –le recriminó
el joven, volviéndose hacia ella.
-Aun enferma me vas a regañar –se quejó
María, que lo último que necesitaba era la regañina de Gonzalo.
-Es a mí a quien debo regañar –se dijo en
voz alta-. Ten, bebe zumo –la ayudó a incorporarse y a tomar del vaso-. Si
sigues sudando de esta forma te vas a deshidratar.
Por mucho que trató de beber, María se
atragantó con el primer sorbo y comenzó a toser. Gonzalo la ayudó a recostarse
de nuevo, sin poder ocultar su preocupación por ella.
-Y ahora a descansar.
El joven se levantó de su vera para
marcharse; sin embargo, la mano de María le retuvo.
-No. No te vayas de mi lado –suplicó ella
con un hilo de voz que le hizo estremecer-. Prométeme que no te vas a ir.
-Estaré cerca, voy un momento a ver cómo
están los demás.
-No, no –le insistió, llena de temor-. No te
vayas de mi lado. Prométeme que no te vas a ir. Cuando duermo tengo esos sueños
tan malos.
Pese a los esfuerzos que hacía Gonzalo para
desasirse de ella, María le tenía cogido de las manos con fuerza, como si fuese
su único asidero para no caer.
-Es la fiebre, nada más –Gonzalo se sintió
incapaz de dejarla sola en aquel estado de nervios que le provocaba la fiebre-,
el delirio te hace tener pesadillas pero… pasarán, te lo prometo, pasarán.
-No… tengo miedo –sus ojos le suplicaron que
no la dejase, que permaneciera a su lado-. Miedo a morir.
-No hables ahora de muerte, María –trató de
consolarla, con el corazón en un puño, sin saber qué hacer para
tranquilizarla-. Pasará la gripe y te repondrás. Ni uno solo de los enfermos ha
muerto; tú también sanarás, María.
-¿Y si no es así? ¿Y si me muero?
-A todos nos da miedo. Pero ese no es un
paso que hayas de dar ahora, María. Eres fuerte y joven, nada ha de pasarte. Y
te queda una larga vida por vivir y yo… -se detuvo de repente. Había estado a
punto de decirle algo que su corazón gritaba pero que su mente se negaba a decir.
-¿Tú… qué?
-Nada –dijo de pronto él, maldiciéndose por
haber hablado de más-. Que estaré velando para que no sufras de pesadillas.
Las palabras de aliento de Gonzalo le dieron
fuerzas a María para incorporarse levemente.
-¿Me lo prometes?
Sus ojos se encontraron un instante,
suficiente para saber que no podía negarle nada que le pidiera.
-Claro pequeña, claro.
María se abrazó a él. Ni la fiebre ni el malestar
que le provocaba la gripe eran tan fuertes como para acallar aquel sentimiento
que había ido creciendo en su interior desde el momento en el que se cruzó con
Gonzalo por primera vez. Necesitaba sentirle cerca, saber que estaba allí para
ella.
-No dejes que nos separemos ahora –le pidió
en un susurro sin dejar de abrazarle, sintiendo los latidos de su corazón con
fuerza-. No quiero despedirme de ti ahora que te he encontrado.
-Queda mucho para que nos despidamos, te lo
prometo –le dijo él, abrazándola con fuerza; sin querer dejarla ir.
En aquel momento, olvidó quien era para
dejar que sus sentimientos tomasen cuerpo. Ver a María en aquel estado febril
le partía el alma en mil pedazos. Si hubiese podido, se habría cambiado por
ella en aquel mismo instante. Quería protegerla de todo mal y que nada le
pasase; quería volver a verla sonreír, porque su risa iluminaba el cielo como el sol más brillante.
-Quédate conmigo –le pidió ella, apartándose
de él.
Sus ojos volvieron a encontrarse de nuevo,
buscando aquello que les mantenía unidos, un sentimiento que florecía en sus
corazones, arraigando por todo su ser como el más hermoso de los renaceres.
Sin poder evitarlo, sus labios se rozaron en
un suave beso. El primero para ambos. Un beso que sabía a amor, a
descubrimiento; y que inundaba cada rincón de sus cuerpos con su calidez,
despertando en ellos la fuerza de la pasión.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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