jueves, 6 de agosto de 2015

CAPÍTULO 391: PARTE 1 
Finalmente, Francisca Montenegro dio su consentimiento y María fue traslada al Jaral; y es que si algo podía conmover a la señora era poner en peligro la vida de su ahijada. De manera que tras prometerle que sería tratada en el salón de la casa y no en las cuadras con el resto, Gonzalo se encargó de coger a la muchacha en brazos y llevarla hasta la casa de Tristán.
-Túmbela aquí –le indicó Tristán, entrando en el salón.

Gonzalo depositó a María con sumo cuidado sobre uno de los jergones libres.
-No… -se quejó ella-, he de ir a las cuadras… con los demás enfermos.
-Aquí estarás mejor –le dijo su tío mientras trataban de arroparla y de ponerle cojines para que estuviese más cómoda.
-No quiero un trato de preferencia, tío Tristán –insistió la muchacha, que en el fondo se sentía mal por aquel engaño y lo único que pretendía era poder ayudarles-. Soy igual que los demás ante esta terrible enfermedad.
Sin poder evitarlo, la sobrina de Tristán no podía dejar de echarle una ojeada a la reacción de Gonzalo, que se mantenía en un segundo plano, preocupado por ella.
-María, eso te honra, pero deja de chistar –le reprochó Tristán, explicándole por qué debía estar allí-. La única forma de lograr que tu madrina te dejara salir de la Casona ha sido prometerle que te atenderíamos dentro de esta casa.
-Sí, pero… -María se quedó sin argumentos.

-Por más que insistas, no lograrás salirte con la tuya –le cortó Gonzalo-. Así que ahorra fuerzas, las vas a necesitar.
Las palabras del joven diácono la hicieron desistir. Le miró de reojo y sus miradas se cruzaron un instantes, incómodas, sin saber qué decirse pero que en el fondo expresaban demasiado. Gonzalo se sentó a su vera.
María no rechista, intercambio de miradas. Gonzalo se sienta a su vera.
-¿Estás cómoda? –el joven diácono no pudo evitar preguntarle.
-Cómo no estarlo si me tratáis como una princesita frágil y desvalida.

-Esta sobrina mía, ni comida por las fiebres es capaz de callar –comentó Tristán-. Voy a decirle a Rosario que te traiga un caldo caliente que seguro te sentará bien.
-Gracias –le agradeció María, apartando la mirada de Gonzalo, temerosa de que pudiese leer en sus ojos la verdad.
Por su parte, Gonzalo posó su mano sobre la frente de la muchacha, con tiento, para tomarle la temperatura. María sabía lo que iba a descubrir.
-Ahora no pareces tener fiebre –declaró él, extrañado.
-Yo siento que ardo por dentro –dijo ella, tratando de seguir con la mentira.
-Iré a por paños húmedos –Gonzalo se levantó, pero ella le asió del brazo, evitando que se marchase.
-Gonzalo –las miradas de ambos volvieron a cruzarse, a la vez que sus latidos se aceleraron. ¿Qué les estaba pasando?-. Si quiero ir con los demás es porque sé que tú estarás allí desviviéndote por los enfermos.

-María, no hables así –Gonzalo sabía que aquello no estaba bien. Algo en su interior se revelaba, queriendo salir; un sentimiento que debía mantener a raya y evitar que le invadiese porque si eso ocurría, todo en lo que creía se vendría abajo, poniendo su mundo patas arriba. Con gran esfuerzo, el joven logró soltarse de la mano de María, depositándola sobre ella-. Te pondrás bien y podrás seguir maltratándome como hasta ahora –intercambio de sonrisas y miradas-. Iré a por esos paños. Enseguida regreso.
María le vio salir, con el corazón en un puño. Algo le pedía a gritos que le pidiera a Gonzalo que no se marchara, que se quedara a su vera. Pero sabía que no podía pedirle tal cosa y que el joven tenía que seguir atendiendo a los enfermos, quienes de verdad le necesitaban.
Al poco rato, Gonzalo regresó para comenzar a ponerle paños húmedos sobre la frente.
María, siempre tan parlanchina, tan solo era capaz de mirarle, temiendo que cualquier cosa que dijera, delatase la verdad.

-¿Te alivia? –le susurró Gonzalo, clavando sus ojos pardos y preocupado por su estado.
-Mucho –declaró la joven-. Y más saber que voy a estar tan bien atendida.
En ese instante, Tristán y Rosario entraron en el salón. La abuela de María llevaba un tazón de caldo.
-Muchacha testaruda –se quejó la abuela-. No se te ocurre otra cosa que desobedecernos y meter las narices donde no te llaman. ¿Por qué has tenido que venir al Jaral a contagiarte? –le recriminó.
-Podría haberme contagiado en cualquier otra parte, abuela –se defendió María, sabiendo que en parte tenía razón-. La gripe española se transmite por el aire –se volvió hacia Gonzalo que seguía colocándole paños para que la fiebre no le subiera-, ¿no es cierto, Gonzalo?

-Así es –certificó él, pensativo-. Puede uno cogerla en cualquier lado. Desgraciadamente nadie está a salvo.
-Mezclándote con los enfermos  tentaste a la suerte, María –le recordó Tristán.
-No nos lamentemos de lo que ya no tiene solución –pidió ella, sintiéndose cada vez peor por estar mintiéndoles-. Ahora he de recuperarme y… arrimar el hombro con los más necesitados.
Rosario le tendió el tazón de caldo y Gonzalo la ayudó a incorporarse, con mimo, para que bebiese.
-Tómate este caldito –le pidió la abuela.
-¿Ha mezclado los medicamentos con la comida, Rosario? –preguntó Gonzalo.
Al escuchar aquellas palabras, María palideció. Iban a darle medicinas para combatir la gripe cuando no estaba enferma.
-Sí padre –corroboró Rosario.
-Entonces… -María titubeó; ¿cómo iba a salir de aquella situación? No podía tomar las medicinas-, tal vez… este caldo deba dárselo a alguien que lo necesite más que yo. Yo ya me encuentro mucho mejor.

-No digas sandeces y tómatelo ahora mismo –la riñó Tristán-. Hemos de volver a las cuadras, vamos.
Sin más opciones, María se tomó el caldo, sin rechistar, ante la atenta mirada de los presentes, que se extrañaron.
-Ya está –le devolvió el cuenco vacío a su abuela.
-Te lo has tomado entero –apuntó Gonzalo ayudándola a recostarse y sorprendido.
-Estaba hambrienta –mintió ella, dándose cuenta que su mentira no tardaría mucho tiempo en descubrirse.
-Qué extraño –comentó Gonzalo. Cada vez estaba más convencido de que allí ocurría algo que se escapaba a su entendimiento. María no tenía fiebre como era lo natural; y ahora se había tomado el caldo sin poner pegas.

-¿Extraño por qué? –tembló la muchacha.
-A los demás enfermos prácticamente hay que obligarles –dijo Tristán, pensativo-. En las primeras fases los pacientes pierden el apetito.
-Bueno… a mí no me ocurre –María se dio cuenta de su error. No podía volver a equivocarse y las miradas inquisitivas de su tío Tristán, su abuela Rosario y de Gonzalo, solo hacían que ponerla nerviosa-. Supongo que más tarde tendré esos síntomas.
-Y si la niña en lugar de tener la gripe española lo que tiene es un simple resfriado –indicó Rosario, esperanzada.
-Don Pablo me la diagnosticó sin dudarlo, abuela –añadió su nieta, rápidamente, y se volvió hacia un lado-. Ahora no me encuentro nada bien –tenía que terminar con aquella conversación inmediatamente. María cerró los ojos.

-¿Puede ocuparse usted de los demás enfermos, Tristán? –le pidíó Gonzalo al tío de María. Una idea comenzó a rondarle por la cabeza y necesitaba certificar que no fuese cierta, porque de ser así… prefería no pensar en aquella posibilidad-. Me quedaría más tranquilo vigilando la evolución de María.
-Yo lo haré, padre –se ofreció Rosario.
-Mejor será que acompañe a Tristán, Rosario –insistió Gonzalo-. Me siento responsable de su contagio y… no podría concentrarme como es debido.
-Como usted quiera –le concedió Tristán; ya habían perdido demasiado tiempo atendiendo a María y debían ocuparse del resto de enfermos-. Le esperamos en las cuadras.
Tras verles marchar, Gonzalo miró de reojo a la muchacha, que parecía descansar plácidamente.

Ojalá se equivocara y sus sospechas no fueran ciertas, porque si no, María iba a recibir una buena reprimenda por su parte; aunque por otro lado, si la muchacha estaba sana y todo había sido un engaño para que la llevaran al Jaral, como Gonzalo temía que fuese, en su interior se alegraría enormemente por ello.
CONTINUARÁ...

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