domingo, 2 de agosto de 2015

CAPÍTULO 390: PARTE 2
Mientras tanto, en la Casona, María trataba de escaparse de nuevo, dispuesta a acudir al Jaral para ayudar; sin embargo, Francisca la detuvo. La Montenegro no dudó en reclamarle su salida del día anterior, cuando sabía lo peligroso que era. María, al verse descubierta, le explicó a su madrina los motivos que la habían llevado a arriesgarse, y es que la muchacha quería ayudar a sus vecinos. Pero para alguien con un corazón tan duro como el de la Montenegro, aquello no servía.

La señora no dudó ni un instante en mostrarle su total desacuerdo, advirtiéndole a María que si lo volvía a hacer se vería obligada a avisar a sus padres. La muchacha sabía que sería capaz de ello, así que no tuvo más remedio que acatar sus órdenes y regresar con la señora al salón, cuando lo que realmente deseaba era salir corriendo hacia el Jaral y ayudar a Gonzalo con los enfermos; pues María no se lo había dicho a nadie pero estaba preocupada por el joven diácono a quien había visto bastante cansado, la última vez, y no podía dejar de preguntarse cómo le estarían yendo las cosas en casa de su tío.
De manera que viéndose presa en su propia casa, la muchacha se reunió con Soledad en su cuarto. Quizá no fuese la mejor de las compañías, pero la hermana de Tristán podía entender un poco a María. Ambas, por distintas razones habían querido acudir al Jaral a ayudar, pero en los dos casos la respuesta había sido la misma: no podían salir de la Casona.
Soledad le explicó a María que a ella no le permitían ir a casa su hermano porque temían que su intención fuese contagiarse para así poder reunirse con su amado Juan como tanto ansiaba.
María comprendió que el amor que Soledad sintió alguna vez por Juan Castañeda seguía siendo tan fuerte como el primer día, y así se lo corroboró la hermana de Tristán al decirle que le seguiría amando por toda la eternidad. La muchacha reconoció que nunca había sentido algo así, a lo que Soledad le dijo que si algún día amaba con esa misma intensidad, sería su mayor dicha, pero también su mayor condena.
Poco después, aprovechando que era la hora de la siesta, María bajó a hurtadillas. Quizá pudiese aprovechar el momento y salir hacia el Jaral, pensó. Pero sus planes se vieron truncados al encontrarse con Olmo Mesía, el invitado de su madrina.
Hacía años que no se veían pero don Olmo enseguida reconoció a la muchacha, que a duras penas le recordaba, a él y a su hijo Fernando, de quien tan solo tenía el vago recuerdo de que le estiraba el pelo. A pesar del estado nervioso de María, quien apenas era capaz de disimular sus nervios al verse descubierta, Olmo Mesía no se dio cuenta, ya que tan solo tenía en su pensamiento saber dónde estaba Soledad.
Afortunadamente, María salió del paso indicándole al invitado de la señora que la joven se hallaba haciendo la siesta, ayudando con su mentira a la hermana de Tristán, porque sabía que no quería ver al hombre con el que un día estuvo a punto de desposarse.
Y mientras don Olmo seguía pensando en cómo encontrarse con Soledad, María tuvo una idea. Una idea que debía de poner en práctica inmediatamente.
La muchacha comenzó a sentirse mal de repente y cayó desplomada. Sin perder tiempo, el de Mesia la llevó a su cuarto, no sin antes haber dado la voz de alarma.
Tanto Mariana como doña Francisca acudieron a ver qué sucedía y es que María no volvía en sí y eso las tenía muy preocupadas. La señora le mandó enseguida a don Olmo que llamase al médico. Tan solo esperaba que no se tratase de lo que se temía.
En cuanto le fue posible, don Pablo acudió a ver a María. La muchacha aprovechó el momento en que fueron a recibir al doctor para calentar un paño a la luz para luego colocárselo sobre la frente; y por si acaso, se mojó el cuello con unas gotas de agua. Necesitaba que creyesen que ardía en fiebre, pues solo así su mentira daría resultado.
En cuanto escuchó las voces al otro lado de la puerta, María se metió en la cama y cerró los ojos, levemente. Don Pablo se acercó a examinarla y enseguida vio que la muchacha tenía mucha fiebre y que respiraba con agitación. El buen hombre, preocupado porque fuese la gripe lo que la tenía en aquel estado, le hizo una serie de preguntas, con las cuales, María certificó que su mal era la tan temida gripe española.
Tanto doña Francisca como Mariana no podían creerlo: la muchacha se había contagiado. Don Pablo le indicó a la señora que lo mejor sería llevar a María al Jaral, con el resto de enfermos, pero la Montenegro se negó en redondo: su ahijada sería atendida en la Casona y no permitiría bajo ningún concepto que la llevasen lejos de ella.
La noticia de la enfermedad de María corrió como la pólvora y con la caída de la noche, Tristán, Gonzalo y don Pedro, se personaron en la Casona con la intención de trasladar a la muchacha al Jaral, tal como había recomendado el doctor.
En cuanto la Montenegro se enteró de cuáles eran las intenciones de los tres, se opuso en redondo, pese a que Gonzalo trató de razonar con ella: María debía estar con el resto de los enfermos para evitar que la epidemia se propagase.
Sin embargo, aquellos motivos no eran suficientes para hacer cambiar de opinión a la mujer más influyente de la comarca, que dejó claro que si querían llevarse a María tendrían que apartarla a ella primero.
CONTINUARÁ...


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