CAPÍTULO 391: PARTE 3
En cuanto Emilia se enteró de que su hija
estaba enferma, se personó en el Jaral para verla pero Tristán se lo impidió; y
solo tras asegurarle que estaba mejorando, la madre de María accedió a
marcharse sin haberla visto.
María salió del despacho donde se había
escondido. Su tío, sabedor de la verdad la regañó. No le gustaban las mentiras
y no compartía las razones de su sobrina para estar allí; y así se lo hizo
saber. Las duras palabras de Tristán llegaron al corazón de la muchacha que no
fue capaz de retener las lágrimas, pues sabía que con su manera de actuar había
decepcionado a su tío; y eso era lo último que quería, porque Tristán sería una
persona tosca y huraña, pero María le respetaba y admiraba.
De manera que queriendo que su tío la
perdonase, comenzó a atender a los enfermos en las cuadras, ayudando como la
que más; mostrándoles a cada uno de ellos la mejor de las sonrisas, algo que la
gente agradeció.
Desde su camastro, don Anselmo la observó,
orgulloso de los esfuerzos que estaba haciendo la muchacha, y así se lo comentó
a Gonzalo que se encontraba junto a él en ese instante. El joven diácono había
seguido cada uno de los pasos de María durante toda la jornada. Sin poder
evitarlo, no le quitó la mirada de encima. Toda la rabia y el enfado inicial
habían ido disipándose a medida que veía como María se desvivía en cuidados con
los contagiados, regalándoles su sonrisa y alegría; la mejor de las medicinas a
su entender. Incluso don Anselmo se dio cuenta del bien que les hacía la
presencia de la ahijada de Francisca y Gonzalo no pudo ocultarle que su sonrisa
era lo más luminoso que había visto nunca.
Mientras, María ajena a ello, se acercó a
atender a los Mirañar que mejoraban a cada hora que pasaba. Hipólito incluso se
atrevió a echarle algún piropo a la muchacha, llamándola “bella María”. Dolores
por su parte, le preguntó si la Montenegro la había dejado acudir a ayudar,
porque conociéndola, le resultaba extraño. María le confesó que la había
engañado y creía que estaba contagiada, y le pidió a la esposa de don Pedro que
no lo contara. La mujer agradecida por el trato, se lo prometió.
En ese momento, Tristán llegó a las cuadras
con un saco. Al ver a su sobrina, su semblante se endureció de repente al
reconocer las ropas que llevaba puestas: eran las de su difunta esposa. ¿Por
qué las llevaba María?
Sin darle ninguna explicación, le exigió a
su sobrina que se quitara aquellas ropas. La muchacha no entendía lo que
sucedía pero obedeció al momento.
Gonzalo, que había presenciado lo ocurrido,
le preguntó a su padre qué había sucedido. Tristán lo enfrentó: él ponía las
reglas y si no se cumplían, tendrían que marcharse.
Sin embargo, poco después, Tristán se
arrepintió de haber tratado de aquella manera tan hiriente a María. La muchacha
no tenía culpa de nada. Rosario le había entregado aquel vestido de Pepa sin
mala intención; pero para él todo lo que había pertenecido a su esposa era “sagrado”
y que alguien pudiese llevarlo, era una especie de traición.
Así que con el corazón encogido, buscó a
María en el salón donde la joven estaba recogiendo unos trapos.
-María, te estaba buscando.
-Lamento haberle importunado poniéndome esas
ropas, tío Tristán –se disculpó, avergonzada-. Yo no sabía que eran de…
-Pepa –terminó él la frase, dándose cuenta
de que María no quería nombrarla por no importunarle-. Puedes decirlo. Soy yo
quien lamenta haberte gritado, María –se disculpó Tristán-. Nadie mejor que tú
para vestirlas. A ella le haría ilusión que sirvieran para una causa como ésta
–su tío le entregó las ropas de nuevo.
María sabía lo importante que eran para él y
lo difícil que le habría supuesto dar aquel paso.
-Le juro que no las desmereceré, tío.
Sin poder evitarlo, María le abrazó. Hacía tanto
tiempo que Tristán no recibía aquellas muestras de cariño que el hombre ya no
sabía ni como comportarse ante aquella situación.
-Bueno… -dijo, algo incómodo; y cambió de
tema- ¿Estás tomando las precauciones higiénicas convenientes?
-No me quito la mascarilla y me lavo las
manos a cada rato –le explicó la joven, sonriéndole-. Pierda cuidado.
Gonzalo entró en el salón, con gesto preocupado
y serio.
-Señor, tenemos un grave problema. Las
medicinas se han agotado. Y en las farmacias de los alrededores ya no quedan
existencias. Amén de que no disponemos de capital para enviar a alguien a la
ciudad a comprar más.
-Paciencia –pidió María, con las esperanzas
puestas en que pronto llegaría la ayuda de la Montenegro.
-Sin medicinas hemos de concienciarnos de
que perderemos a muchos enfermos, María –le recordó Gonzalo.
Ninguna sabía qué hacer cuando llegó la
ayuda. Roque, el encargado de la textil, entró en el Jaral.
-Buenas tardes. Traigo un carro lleno de
mantas y de medicinas, de parte de doña Francisca Montenegro.
-Sabía que estando yo aquí, mi madrina no me
fallaría –declaró María, suspirando aliviada-. ¿Van descargándolo ustedes mientras
yo me mudo de ropa, señores?
En aquel momento, supieron que los enfermos
tenían una posibilidad de salvarse. Daba lo mismo el origen de la ayuda, porque
lo importante era la salud de los contagiados.
Tristán y Gonzalo siguieron a Roque hasta la
carreta y los tres descargaron las medicinas y las mantas. Con ellas lograrían
salir de aquella maldita enfermedad sin perder a ninguno de los paisanos de
Puente Viejo.
CONTINUARÁ...
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