miércoles, 29 de julio de 2015

CAPÍTULO 390: PARTE 1 
El alma de Tristán llevaba 16 años enferma de tristeza. La ausencia de su esposa Pepa se había instalado en su corazón como una espina que no le permitía sanar la herida, que seguía sangrando, día a día; hasta tal punto que no le permitía ver que el mundo seguía su curso, fuera de su dolor y que había otras personas que también sufrían.
Al entrar en las caballerizas del Jaral, Tristán pudo ver con sus propios ojos que Gonzalo no le había mentido. Decenas de personas se acomodaban en sus cuadras, contagiados por aquella horrible enfermedad que incluso podía terminar con sus vidas.

El joven diácono, le siguió, recordándole que aquellas gentes necesitaban de un lugar como aquel, además de medicinas y cuidados. Tan solo le estaba pidiendo que les dejasen permanecer allí; pues sin su consentimiento, tendrían que marcharse y muchos de ellos morirían.
Las palabras de Gonzalo lograron hacer mella en el frío corazón de Tristán quien se sorprendió al ver a su padre entre los voluntarios. El pupilo de don Anselmo le dijo que cualquier ayuda que recibían era poca. Raimundo, por su parte, les informó de que necesitaban más mantas para cubrir a los enfermos, ya que se acercaba la noche y la humedad del lugar no era la adecuada para los contagiados. Su hijo, sin dudarlo, le dijo que le pidiese a Rosario todo lo que necesitara.
En cuanto Raimundo y Gonzalo se quedaron solos, el padre de Tristán le recordó al diácono que ese era su hijo, capaz de ayudar al prójimo. Gonzalo sonrió para sus adentros, pues aquel era el padre que él recordaba: bondadoso con la gente y dispuesto a dar la vida por ellos.
A medida que pasaban las horas, el cansancio comenzaba a hacer mella en los pocos voluntarios que se hallaban en el Jaral. Aunque bien era cierto que tampoco podían pedir a la gente sana que se mezclara con los enfermos, ya que corrían el riesgo de contagiarse de la gripe.

Gonzalo se acercó a hablar con don Pedro, quien se estaba desviviendo por atender a su esposa y a su hijo. El joven le dijo al antiguo alcalde que debería descansar, puesto que se le veía fatigado y ya llevaba días sin dormir. El hombre, le devolvió el ofrecimiento, pues Gonzalo andaba en las mismas. Sin embargo, el diácono no podía darse el lujo: aquellas gentes le necesitaban.
En ese momento, Tristán se acercó a ellos para ofrecerles su ayuda, para sorpresa de Gonzalo, que no dudó ni un instante en aceptarla. El joven le indicó qué enfermos requerían de su atención y el dueño del Jaral fue a atenderles.
Antes de que pudiese regresar a sus quehaceres, Gonzalo se percató de la presencia en el lugar de Rosario. La mujer, que había vivido bastantes situaciones parecidas, se ofreció a ayudar. Antes de que el diácono pudiese decir algo, Tristán se acercó a ellos, negándose a que su ama de llaves se acercara más de lo necesario a aquellas gentes. La decisión de Tristán no estaba basada en el egoísmo sino en las ansias por proteger a aquella buena mujer a quien quería como a una madre, porque Rosario siempre había estado allí, pese a todo lo acontecido.

Gonzalo no quiso intervenir en la decisión de Tristán, ya que en cierta manera opinaba como él. Debían evitar que Rosario se contagiase.
La abuela de María no tuvo más remedio que acatar la decisión y regresó al salón del Jaral donde encontró a Raimundo haciendo una lista de las cosas que necesitaban. Ambos estaban comentado el cambio de actitud de Tristán cuando alguien entró en la casa, casi a hurtadillas.
Al ver a María, sus abuelos la hicieron pasar al salón. La muchacha se mostró algo avergonzada y apenas se atrevió a hablar; aunque finalmente se armó de valor y les contó que se había escapado de la Casona porque necesitaba saber si todo había salido bien.

Su abuela, pese a quererla con locura, no pudo evitar echarle una regañina. Las cosas no se hacían de aquella manera, le recordó con cariño. Su nieta sabía que estaba en lo cierto, aunque ella lo había hecho con la mejor de las voluntades y para ayudar a aquellas pobres gentes que se amontonaban en la casa parroquial.
Raimundo, mucho más benevolente, la disculpo, pues al menos gracias a ella, ahora podían atender a los enfermos en mejores condiciones. Sin embargo, le pide a su nieta que no vuelva a hacer nunca más algo así, sin contar con su ayuda. María, más tranquila se lo prometió.
El abuelo, viendo que la muchacha iba a meterse en problemas si se daban cuenta de que se había escapado, se ofreció a acompañarla a la Casona, pues la noche se echaba encima sin remedio. Su nieta, agradeció el gesto, no sin antes preguntarle si tenía intención de entrar a ver a su madrina. Raimundo enseguida rehusó hacerlo, alegando que en ese caso la Montenegro sabría la verdad sobre las andanzas de su ahijada, cosa que querían evitar.
La noche en el Jaral se presentaba larga y agotadora. Los enfermos seguían llegando, aunque en menor cantidad. Sin embargo, las medicinas de don Pablo comenzaban a surtir efecto y la enfermedad, en aquellos más graves, estaba remitiendo.
Gonzalo, visiblemente cansado, se disponía a pasar otra noche más en vela. Era cierto que su juventud le ayudaba a mantenerse en pie, sin embargo no sabía hasta qué punto aguantaría. El joven, al ver a Tristán, se acercó a él con la intención de agradecerle su ayuda. Pero su padre le dijo que no le debía nada.
Gonzalo se dio cuenta de que la barrera que había construido Tristán para alejarse del mundo era mucho más sólida de lo que pensaba; sin embargo, él estaba dispuesto a derribarla y a descubrir al verdadero Tristán, aquel de antaño. Y para ello no dudó en mencionarle que muchas personas del pueblo le habían hablado de aquel otro Tristán, el bondadoso, el que era capaz de ayudar al prójimo. Sin embargo, su padre le recordó que aquel había muerto hacía mucho tiempo.

Don Anselmo, que a pesar de la fiebre les había escuchado, llamó la atención de su discípulo. Si los enfermos comenzaban a sanar en parte era gracias a él. Pero Gonzalo no era hombre de recibir halagos y le informó de que si sabía algo de epidemias era por su estancia en el Amazonas donde allí eran bastante comunes y gracias a ello es que sabía algo de cómo tratarlas.
Sin darse cuenta, la actitud de Tristán para con él comenzó a cambiar en cuanto le escuchó hablar del origen de la “gripe española”; llamada así porque fue en España donde se habló de ella sin reparos, mientras que en los países más afectados, se omitió cierta información que posiblemente habría salvado muchas vidas. Aunque ellos están preparados y sabe que saldrán de la epidemia sin bajas.
Durante unos segundos, Tristán observó al diácono en silencio. Quizá se había equivocado con él y había llegado el momento de darle otra oportunidad. Algo en su interior le decía que podía confiar en aquel joven; un muchacho que demostraba un arrojo que le traían al presente recuerdos del pasado.
La noche fue larga, tanto para Gonzalo como para Tristán, quienes no dejaron de atender a los enfermos. Por ello, al llegar el amanecer, el joven diácono comenzó a preocuparse por su padre y le ofreció que se marchara a descansar. Y es que los años no habían pasado en balde para Tristán quien accedió, aunque solo fuesen unos segundos, para reponer fuerzas.

El dueño de Jaral se acercó a una de las mesas para beber algo cuando su mirada se posó en Gonzalo, quien seguía atendiendo a un enfermo, colocándole con paciencia unos paños húmedos sobre la frente para bajarle la fiebre.
En aquel momento, el recuerdo de Pepa se hizo presente en su memoria; tan nítido como si estuviese allí mismo. Tristán recordó como tiempo atrás, él había vivido junto a Pepa una situación similar cuando hubo un accidente en Puente Viejo y la partera tuvo que hacerse cargo de la situación porque el médico de entonces había fallecido y aún no tenían sustituto. Entre ambos, habían curado a los heridos, trabajando codo con codo para que nadie pereciese.

En cuanto la mente de Tristán volvió a la realidad se dio cuenta de que Gonzalo se había percatado de que lo observaba con interés y apartó sus ojos de él. ¿Por qué aquel joven le recordaba tanto a su añorada esposa? Quizá jamás llegase a saber la respuesta, pensó el esposo de Pepa.
Poco después, Gonzalo aprovechó un momento de descanso para acercarse a Tristán y preguntarle por qué le había mirado de aquella manera. Su padre, al verse descubierto, se sinceró con él; al verle cuidar a los enfermos con tanta dedicación, le había venido a la mente el recuerdo de su esposa, quien de seguro habría actuado de igual manera. Gonzalo sintió un nudo en la garganta al escucharle: ¿Podría su padre reconocer en él al hijo que perdió en el pasado? ¿Era cierto que se parecía a su madre? Estuvo tentado a realizar aquellas preguntas en voz alta, sin embargo se contuvo; no estaba listo aun para enfrentarse a él. Así que trató de desviar la atención, comentándole que según le habían referido, no necesitaba excusas para recordar a Pepa, pues lo hacía constantemente.

Al nombrar a su esposa, Tristán volvió a levantar la barrera que le separaba del mundo: si pensaba en Pepa a menudo no era asunto de nadie, le aclaró, dando por terminada la conversación.
Gonzalo se arrepintió enseguida de haber hablado de más. Quiso pedirle disculpas pero ya era tarde; además, la llegada de Mauricio a las cuadras le detuvo.

El alcalde de Puente Viejo había contraído la gripe, como muchos de sus vecinos y necesitaba cuidados. Sin embargo, pese a su delicada salud, el hombre no había perdido su carácter arisco y autoritario. En un principio, Gonzalo no quiso llevarle la contraria y le condujo hasta uno de los camastros que quedaban libres, pero en cuanto Mauricio se quejó porque estaba junto a los Mirañar, el joven diácono le dejó claro que allí dentro, en aquel hospital de campaña improvisado mandaba él y Mauricio no tuvo más remedio que acatar sus órdenes.
CONTINUARÁ...

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