CAPÍTULO 388: PARTE 2
El médico apenas tardó unas horas en llegar
a Puente Viejo y tras examinar a don Anselmo se reunió con Gonzalo. Por el
semblante de don Pablo, el joven diácono supo enseguida que lo que tenía el
viejo sacerdote no era nada bueno. El doctor no podía asegurar que fuese un
simple resfriado y necesitaba tiempo para certificar sus sospechas. Mientras
tanto, para prevenir, le recomendó a Gonzalo que le administrase quinina y que
nadie se acercara al párroco, temiendo que su diagnóstico fuese acertado. Era
mejor mantenerlo aislado hasta saber con certeza si tenía algo más que un
simple resfriado.
En ese momento, don Pedro llegó con la
intención de ver a don Anselmo, pero tuvo que marcharse al ver que el doctor le
negaba el paso.
Gonzalo y don Pablo se miraron unos
instantes con el gesto preocupado. En unas horas sabrían a qué atenerse.
Mientras, María acudió a la posada junto a
su madre, quien tenía una sorpresa para ella. Nada más llegar, la muchacha se
reencontró con su abuelo Raimundo a quien apenas recordaba, y es que el padre
de Emilia había marchado al extranjero siendo María apenas una niña.
Raimundo recibió a su nieta con los brazos
abiertos, sorprendido al encontrarse con una jovencita tan risueña. Ambos
estaban tan absortos que en cuanto llegó Alfonso el ambiente se enrareció. Su
suegro, ignorando cómo era la relación entre ellos, le comentó al marido de su
hija qué debía estar muy orgulloso de María. Alfonso, tan solo fue capaz de
decirle que apenas veía a la joven.
Tratando de cambiar, María le pidió a su
abuelo que le contase sus aventuras en América, informándole de que Gonzalo, el
nuevo cura, también venía de aquel continente. Alfonso intervino, explicándole
a su hija que el joven aun no era sacerdote. María quedó algo extrañada ante la
noticia y le pidió que le explicase, de tal manera que acabó enterándose de que
Gonzalo aún no había tomado los votos definitivos, y que si quisiera, en
cualquier momento podía dejar aquel camino que había elegido.
La mirada de María se iluminó tenuemente
ante tal perspectiva. Un pequeño rayo de esperanza, que ni siquiera ella misma
llegaba a entrever. La joven, alentada por aquella información comenzó a
parlotear, divertida; “Mucho dárselas de curita y Gonzalo aún no lo era” pensó
la muchacha. Le salvaba que estaba cuidando a don Anselmo, declaró ante los
presentes. El semblante de sus familiares se ensombreció, preocupados por el
viejo sacerdote; y es que no era el único enfermo en la comarca, tal como les
contó Emilia. Algo grave estaba pasando en la zona y no sabían bien qué era.
María viendo que se le hacía tarde, se
despidió de su abuelo y de su madre: su madrina estaría esperándola en la
Casona. Al despedirse de Alfonso, la muchacha se quedó mirándole sin saber qué
decir. En el fondo su padre deseaba abrazarla y colmarla de besos; pero el
abismo entre ellos parecía insalvable, y María tampoco sabía cómo acercarse a
él.
Raimundo se dio cuenta entonces de que las
cosas no estaban bien en su familia. Le preguntó a su hija, pero Emilia le
pidió que no tocase el tema, dando por terminada así la conversación.
Después de despedir a don Pablo, Gonzalo acudió
al colmado en busca de cítricos para don Anselmo. Dolores le preguntó por el
párroco y el joven le explicó que no mejoraba. Aprovechando la ocasión, la
madre de Hipólito trató de sacarle información a Gonzalo, recordándole que
llevaba muy poco tiempo en el pueblo y que sin embargo ya se había hecho muy
amigo de Alfonso, Raimundo y… María.
El joven diácono, sabedor de cómo se las
gastaba Dolores y que era conocida por todos por gustar de cotilleos, trató de
hacerle ver que su amistad con ellos se debía a que era su misión conocer a los
parroquianos y saber de qué pie cojeaba. Y precisamente eso era lo que Dolores
quería saber, y sin miramientos le preguntó a bocajarro cuales eran esos
secretos.
Gonzalo salió del apuro tal como pudo. Pero
Dolores, a quien no le gustaba quedarse sin la información que buscaba, quiso
vengarse por la negativa del joven a hablar, cobrándole más de la cuenta. El
pupilo de don Anselmo se enfadó ante aquel “robo”. Sin embargo, por más que
insistió a la mujer de Pedro para que le rebajase el precio, ella se negó.
Finalmente, y sin ganas de seguir discutiendo, Gonzalo pagó el precio que le
requería y salió del colmado soltando algún que otro improperio: “A esta España
no la reconoce ni la madre que la parió” le soltó a Dolores antes de regresar a
la casa parroquial.
Mará llegó a la Casona y se reunió con doña
Francisca, poniéndola al tanto de las últimas novedades del pueblo. La
muchacha, inocentemente, no dejaba de hablar sobre la extraña enfermedad que
muchos aldeanos habían contraído y que traía de cabeza a medio pueblo.
Pero a su madrina aquel tema no le
interesaba. Entonces fue cuando María le habló del regreso de Raimundo. Al
escuchar el nombre de su viejo amor, Francisca palideció. ¿Raimundo había
regresado a Puente Viejo? Usando sus armas persuasivas, la señora se encargó de
sonsacarle a su ahijada todo lo que ella sabía de la vuelta de su abuelo. Al
saber que el hombre ni siquiera había preguntado por ella, Francisca torció el
gesto malhumorada y trató de mostrarse indiferente, una actitud que para María
resultó extraña.
La noticia de la enfermedad de don Anselmo
había corrido como la pólvora por todo el pueblo y una de las personas que se
personaron en la casa parroquial para saber de él, fue Candela. La confitera le
llevó unos dulces para hacerle más amena la recuperación.
Gonzalo estaba hablando con ella cuando don
Pedro volvió con noticias. Candela, consciente de que ambos hombres querían
conversar asolas, les dejó, no sin antes ofrecerle su ayuda al joven diácono,
que se lo agradeció con una sonrisa.
Una vez solos, don Pedro le explicó a
Gonzalo que traía noticias. La primera, que seguía preocupado por la salud de
su hijo; y es que Hipólito presentaba los mismos síntomas que don Anselmo y
todo indicaba que ambos padecían el mismo mal. Y la segunda, que don Pablo
había mandado noticia de que necesitaba un par de horas más para dictaminar con
seguridad de lo que se trataba, porque al parecer, los aldeanos comenzaban a
padecer dicho mal.
Gonzalo trató de calmar al antiguo alcalde:
había que armarse de paciencia. Tan solo tendrían que esperar un par de horas
para saber qué ocurría, con certeza. Don Pedro lo entendía, sin embargo había
un problema: en un par de horas la oficina de telégrafos estaría cerrada y no
habría forma de comunicarse con el doctor.
El joven diácono tratando de buscar una
solución le recordó que si eso ocurría podrían usar el teléfono del
ayuntamiento. Sin embargo, don Pedro le explicó que eso era imposible porque el
único teléfono de la comarca estaba en la Casona. Gonzalo comprendió de
inmediato el problema: habría que lidiar con doña Francisca para pedirle el
favor de usar su teléfono.
Sin pensárselo dos veces, ambos hombres
acudieron a la Casona para exponerle a la Montenegro lo que ocurría. Tal cómo
Gonzalo había temido, la señora se negó en redondo: su teléfono era de uso
privado y no iba a permitirles usarlo. El joven diácono a punto estaba de
perder las buenas formas cuando María intervino, de manera providencial. La
muchacha había estado escuchando y para asombro de los presentes, declaró que
ella misma les daba permiso para usar el teléfono.
Doña Francisca se sorprendió ante aquella
rebelión. Era la primera vez que su ahijada le llevaba la contraria, y además
en público. Pero la muchacha sabía cómo conducirse y le explicó a su madrina
que era por una buena causa, pues ella misma había visto lo mal que estaba don
Anselmo y sabía de la gravedad del asunto. La Montenegro terminó accediendo,
pero no por la noticia, sino más bien para que seguir manteniendo ante María
aquella máscara de bondad con la que se había ganado su cariño y aprecio.
Sin perder más tiempo, Gonzalo se puso en
contacto con don Pablo ante la mirada de los presentes, quienes vieron como el
semblante del joven perdía color a medida que el doctor fue confirmándole lo
que tanto había temido.
CONTINUARÁ...
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