lunes, 13 de julio de 2015

CAPÍTULO 388: PARTE 2
El médico apenas tardó unas horas en llegar a Puente Viejo y tras examinar a don Anselmo se reunió con Gonzalo. Por el semblante de don Pablo, el joven diácono supo enseguida que lo que tenía el viejo sacerdote no era nada bueno. El doctor no podía asegurar que fuese un simple resfriado y necesitaba tiempo para certificar sus sospechas. Mientras tanto, para prevenir, le recomendó a Gonzalo que le administrase quinina y que nadie se acercara al párroco, temiendo que su diagnóstico fuese acertado. Era mejor mantenerlo aislado hasta saber con certeza si tenía algo más que un simple resfriado.
En ese momento, don Pedro llegó con la intención de ver a don Anselmo, pero tuvo que marcharse al ver que el doctor le negaba el paso.
Gonzalo y don Pablo se miraron unos instantes con el gesto preocupado. En unas horas sabrían a qué atenerse.
Mientras, María acudió a la posada junto a su madre, quien tenía una sorpresa para ella. Nada más llegar, la muchacha se reencontró con su abuelo Raimundo a quien apenas recordaba, y es que el padre de Emilia había marchado al extranjero siendo María apenas una niña.
Raimundo recibió a su nieta con los brazos abiertos, sorprendido al encontrarse con una jovencita tan risueña. Ambos estaban tan absortos que en cuanto llegó Alfonso el ambiente se enrareció. Su suegro, ignorando cómo era la relación entre ellos, le comentó al marido de su hija qué debía estar muy orgulloso de María. Alfonso, tan solo fue capaz de decirle que apenas veía a la joven.
Tratando de cambiar, María le pidió a su abuelo que le contase sus aventuras en América, informándole de que Gonzalo, el nuevo cura, también venía de aquel continente. Alfonso intervino, explicándole a su hija que el joven aun no era sacerdote. María quedó algo extrañada ante la noticia y le pidió que le explicase, de tal manera que acabó enterándose de que Gonzalo aún no había tomado los votos definitivos, y que si quisiera, en cualquier momento podía dejar aquel camino que había elegido.
La mirada de María se iluminó tenuemente ante tal perspectiva. Un pequeño rayo de esperanza, que ni siquiera ella misma llegaba a entrever. La joven, alentada por aquella información comenzó a parlotear, divertida; “Mucho dárselas de curita y Gonzalo aún no lo era” pensó la muchacha. Le salvaba que estaba cuidando a don Anselmo, declaró ante los presentes. El semblante de sus familiares se ensombreció, preocupados por el viejo sacerdote; y es que no era el único enfermo en la comarca, tal como les contó Emilia. Algo grave estaba pasando en la zona y no sabían bien qué era.
María viendo que se le hacía tarde, se despidió de su abuelo y de su madre: su madrina estaría esperándola en la Casona. Al despedirse de Alfonso, la muchacha se quedó mirándole sin saber qué decir. En el fondo su padre deseaba abrazarla y colmarla de besos; pero el abismo entre ellos parecía insalvable, y María tampoco sabía cómo acercarse a él.
Raimundo se dio cuenta entonces de que las cosas no estaban bien en su familia. Le preguntó a su hija, pero Emilia le pidió que no tocase el tema, dando por terminada así la conversación.
Después de despedir a don Pablo, Gonzalo acudió al colmado en busca de cítricos para don Anselmo. Dolores le preguntó por el párroco y el joven le explicó que no mejoraba. Aprovechando la ocasión, la madre de Hipólito trató de sacarle información a Gonzalo, recordándole que llevaba muy poco tiempo en el pueblo y que sin embargo ya se había hecho muy amigo de Alfonso, Raimundo y… María.
El joven diácono, sabedor de cómo se las gastaba Dolores y que era conocida por todos por gustar de cotilleos, trató de hacerle ver que su amistad con ellos se debía a que era su misión conocer a los parroquianos y saber de qué pie cojeaba. Y precisamente eso era lo que Dolores quería saber, y sin miramientos le preguntó a bocajarro cuales eran esos secretos.
Gonzalo salió del apuro tal como pudo. Pero Dolores, a quien no le gustaba quedarse sin la información que buscaba, quiso vengarse por la negativa del joven a hablar, cobrándole más de la cuenta. El pupilo de don Anselmo se enfadó ante aquel “robo”. Sin embargo, por más que insistió a la mujer de Pedro para que le rebajase el precio, ella se negó. Finalmente, y sin ganas de seguir discutiendo, Gonzalo pagó el precio que le requería y salió del colmado soltando algún que otro improperio: “A esta España no la reconoce ni la madre que la parió” le soltó a Dolores antes de regresar a la casa parroquial.
Mará llegó a la Casona y se reunió con doña Francisca, poniéndola al tanto de las últimas novedades del pueblo. La muchacha, inocentemente, no dejaba de hablar sobre la extraña enfermedad que muchos aldeanos habían contraído y que traía de cabeza a medio pueblo.
Pero a su madrina aquel tema no le interesaba. Entonces fue cuando María le habló del regreso de Raimundo. Al escuchar el nombre de su viejo amor, Francisca palideció. ¿Raimundo había regresado a Puente Viejo? Usando sus armas persuasivas, la señora se encargó de sonsacarle a su ahijada todo lo que ella sabía de la vuelta de su abuelo. Al saber que el hombre ni siquiera había preguntado por ella, Francisca torció el gesto malhumorada y trató de mostrarse indiferente, una actitud que para María resultó extraña.
La noticia de la enfermedad de don Anselmo había corrido como la pólvora por todo el pueblo y una de las personas que se personaron en la casa parroquial para saber de él, fue Candela. La confitera le llevó unos dulces para hacerle más amena la recuperación.
Gonzalo estaba hablando con ella cuando don Pedro volvió con noticias. Candela, consciente de que ambos hombres querían conversar asolas, les dejó, no sin antes ofrecerle su ayuda al joven diácono, que se lo agradeció con una sonrisa.
Una vez solos, don Pedro le explicó a Gonzalo que traía noticias. La primera, que seguía preocupado por la salud de su hijo; y es que Hipólito presentaba los mismos síntomas que don Anselmo y todo indicaba que ambos padecían el mismo mal. Y la segunda, que don Pablo había mandado noticia de que necesitaba un par de horas más para dictaminar con seguridad de lo que se trataba, porque al parecer, los aldeanos comenzaban a padecer dicho mal.
Gonzalo trató de calmar al antiguo alcalde: había que armarse de paciencia. Tan solo tendrían que esperar un par de horas para saber qué ocurría, con certeza. Don Pedro lo entendía, sin embargo había un problema: en un par de horas la oficina de telégrafos estaría cerrada y no habría forma de comunicarse con el doctor.
El joven diácono tratando de buscar una solución le recordó que si eso ocurría podrían usar el teléfono del ayuntamiento. Sin embargo, don Pedro le explicó que eso era imposible porque el único teléfono de la comarca estaba en la Casona. Gonzalo comprendió de inmediato el problema: habría que lidiar con doña Francisca para pedirle el favor de usar su teléfono.
Sin pensárselo dos veces, ambos hombres acudieron a la Casona para exponerle a la Montenegro lo que ocurría. Tal cómo Gonzalo había temido, la señora se negó en redondo: su teléfono era de uso privado y no iba a permitirles usarlo. El joven diácono a punto estaba de perder las buenas formas cuando María intervino, de manera providencial. La muchacha había estado escuchando y para asombro de los presentes, declaró que ella misma les daba permiso para usar el teléfono.
Doña Francisca se sorprendió ante aquella rebelión. Era la primera vez que su ahijada le llevaba la contraria, y además en público. Pero la muchacha sabía cómo conducirse y le explicó a su madrina que era por una buena causa, pues ella misma había visto lo mal que estaba don Anselmo y sabía de la gravedad del asunto. La Montenegro terminó accediendo, pero no por la noticia, sino más bien para que seguir manteniendo ante María aquella máscara de bondad con la que se había ganado su cariño y aprecio.
Sin perder más tiempo, Gonzalo se puso en contacto con don Pablo ante la mirada de los presentes, quienes vieron como el semblante del joven perdía color a medida que el doctor fue confirmándole lo que tanto había temido.
CONTINUARÁ...







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