CAPÍTULO 389: PARTE 1
Nada más colgar, Gonzalo puso al tanto a
todos: don Pablo acababa de confirmarle que lo que don Anselmo y el resto de
los enfermos tenían era la temida Gripe Española.
Al escuchar aquello, doña Francisca
palideció, mientras don Pedro sintió cómo su mundo se venía encima: Hipólito
estaba enfermo de lo mismo; y sabiendo lo peligrosa y contagiosa que era la
enfermedad, comenzó a temer por su vida.
Inmediatamente, la señora les recomendó que
fuesen inmediatamente a los enfermos en cuarentena. Gonzalo y don Pedro
marcharon enseguida a ponerse manos a la obra, pues había mucho que hacer.
En cuanto ambos hombres abandonaron la
Casona, la Montenegro hizo llamar a Mariana para indicarle que lavase todo lo
que Gonzalo y don Pedro habían tocado, pues ambos habían estado en contacto con
los enfermos y lo último que deseaba era contagiarse.
María, que había escuchado las órdenes,
compungida y asustada, quiso saber si era tan peligrosa como todos contaban. Su
madrina le narró la historia de unas amigas que habían perecido todas, el año
anterior, por culpa de la Gripe Española; de manera que toda precaución era
poca.
Sin perder ni un minuto, Gonzalo y el
antiguo alcalde lo organizaron todo, reuniendo a los enfermos y los llevándolos
a la casa parroquial para poder atenderles mejor y mantenerles aislados de
quienes estaban sanos.
Don Pedro seguía asustado y enfadado, pues
tal como le dijo al joven, quien debía de estar allí ayudándoles era Mauricio,
pues para algo era el alcalde. Sin embargo, Gonzalo no tenía tiempo de pensar en
el viejo capataz de la Casona y le hizo ver al marido de Dolores que debían
estar unidos para luchar contra la enfermedad. Don Pedro quiso marcharse,
temiendo contagiarse, sin embargo, el joven logró convencerle, recordándole que
él también fue alcalde de Puente Viejo y que de seguro en su corazón aun
llevaba el cargo. El hombre recapacitó ante las palabras del diácono y accedió
a ayudarle: debían organizarse y buscar al resto de enfermos del pueblo para
llevarlos allí.
Sabiendo que lo que iba a proponerle no iba
a gustarle nada, Gonzalo tomó aire y le pidió a don Pedro que llevase a
Hipólito allí. Al escuchar aquello el hombre se negó; no iba a permitir que su
hijo estuviese con todos los contagiados. Una vez más, Gonzalo tuvo que hacerle
ver que Hipólito no podía contraer nada puesto que ya estaba contagiado. Don
Pedro no tuvo más remedio que darle la razón; sabiendo que quizá tuviese más
problemas para convencer a Dolores de ello que a Hipólito. Finalmente el
antiguo alcalde se marchó a echar un bando para que el pueblo entero estuviera
al tanto de lo que ocurría.
Las horas pasaban en el pueblo y los
enfermos acudían a la casa parroquial que fue llenándose y apenas ya cabían en
el lugar.
Por orden municipal, las gentes de Puente
Viejo se quedaron en sus casas, evitando reunirse con sus vecinos y familiares
para no contagiarse. El pueblo pasó en poco tiempo de bullir de actividad a
convertirse en un pueblo fantasma donde el silencio se instaló en cada calle
desierta.
Gonzalo volvía hacia la casa parroquial a
paso ligero cuando la voz de María le detuvo.
-¡Gonzalo! ¡Gonzalo!
-¿Qué sucede? –preguntó alarmado por la
urgencia de la muchacha-. ¿Ha enfermado alguien en la Casona?
-¡Dios no lo quiera! –le tranquilizó ella-. No,
no te buscaba por eso sino porque me gustaría ayudar –se ofreció para sorpresa
del joven-. Y seguro que no das abasto con tanto enfermo.
-No me sobra el tiempo, la verdad –reconoció
Gonzalo a media voz-. Ahora mismo vengo de buscar Quinina en la farmacia de
Montealegre y no tenían ni un gramo –a medida que pasaban las horas, el joven
comenzaba a verse superado por la situación: las medicinas no llegaban y los
enfermos se multiplicaban sin remedio-. Así que como no llegue pronto el pedido
de la Puebla… pronto nos quedaremos sin medicinas para combatir la gripe.
-Entonces está claro que necesitas mis manos
–declaró María con determinación y preocupada por el estado del diácono-. No
hay más que ver las ojeras en tu rostro para saber que además no has
descansado.
-Viendo cómo están los vecinos ni sueño me
entra –dijo Gonzalo, visiblemente cansado; sin embargo no iba a permitir que
María se expusiera a la enfermedad-. En cuanto a lo de faenar junto a mí, se te
agradece el gesto pero no es posible.
-Y… ¿por qué no? Si puede saberse –la
muchacha no iba a darse por vencida, así como así.
-Porque ya me apaño yo con el socorro de
Pedro y algún parroquiano más –le explicó Gonzalo de buenas maneras-. Tú lo que
tienes que hacer es seguir las recomendaciones; permanecer en casa sin salir…
-Conozco las recomendaciones de sobra –le
cortó María-, como las conoce ya todo el pueblo –se volvió a mirar la plaza,
desierta como pocas veces-. O… no ves que la plaza está ya vacía. Tomaré zumos
mientras me meto en faena.
-Tú querrás ayudar pero yo no puedo
permitirte que lo hagas –se negó él, en redondo, dando por terminada la
conversación-. Adiós María, los enfermos me esperan.
Gonzalo dio media vuelta.
-¡¿Cómo?! –le detuvo la muchacha alzando la
voz, e indignada por las palabras de Gonzalo-. Pero quién eres tú para permitirme
o no bregar por mis paisanos.
-¡Te guste o no soy quien está al manto de
esta especie de hospital de campaña! –le espetó él, volviendo sobre sus pasos-.Y
te digo que la mejor ayuda es no estorbar –bajó la voz, algo más calmado-. Ya
hiciste mucho por nosotros convenciendo a doña Francisca de que nos permitiera
usar su teléfono. Ahora lo que debes procurar es… no contagiarte.
-Soy fuerte Gonzalo Valbuena –María levantó
el mentón con orgullo.
-Y terca, ya lo veo –el joven se dio cuenta
de que no iba a convencerla fácilmente-. Tenemos hombres como robles que no
pueden ni ponerse en pie; así que de poco sirve estar fuerte. Regresa a la
Casona. Creo que a tu madrina no le haría gracia saber que andas por aquí.
-Ese no es asunto tuyo.
-¡Ni esto es un juego! –volvió a alzar la
voz Gonzalo. Por mucho que María insistiese no iba a dar su brazo a torcer; no
permitiría que se acercara a los enfermos para terminar contagiándose: jamás se
lo perdonaría-. La gente muere por esta gripe y yo no deseo que a ti te suceda
nada. Así que deja de comportarte como una niña mimada y déjame hacer.
-Eres un fatuo –María arrugó el ceño,
enfadada. ¿Por qué no le dejaba ayudarle?
-Y tú una consentida –Gonzalo supo que sus
palabras herirían a la muchacha, pero no le quedaba de otra.
Y efectivamente, María sintió que su orgullo
quedaba herido. Ella tan solo pretendía ayudar y lo único que recibía a cambio
era un sermón y palabras que no consideraba ciertas.
Dando media vuelta, María volvió a la Casona
enfurruñada mientras Gonzalo la siguió con la mirada.
-Cuídate niña –dijo el joven a media voz,
antes de retomar el camino hacia la casa parroquial.
CONTINUARÁ...
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