viernes, 17 de julio de 2015

CAPÍTULO 389: PARTE 1 
Nada más colgar, Gonzalo puso al tanto a todos: don Pablo acababa de confirmarle que lo que don Anselmo y el resto de los enfermos tenían era la temida Gripe Española.
Al escuchar aquello, doña Francisca palideció, mientras don Pedro sintió cómo su mundo se venía encima: Hipólito estaba enfermo de lo mismo; y sabiendo lo peligrosa y contagiosa que era la enfermedad, comenzó a temer por su vida.
Inmediatamente, la señora les recomendó que fuesen inmediatamente a los enfermos en cuarentena. Gonzalo y don Pedro marcharon enseguida a ponerse manos a la obra, pues había mucho que hacer.
En cuanto ambos hombres abandonaron la Casona, la Montenegro hizo llamar a Mariana para indicarle que lavase todo lo que Gonzalo y don Pedro habían tocado, pues ambos habían estado en contacto con los enfermos y lo último que deseaba era contagiarse.
María, que había escuchado las órdenes, compungida y asustada, quiso saber si era tan peligrosa como todos contaban. Su madrina le narró la historia de unas amigas que habían perecido todas, el año anterior, por culpa de la Gripe Española; de manera que toda precaución era poca.
Sin perder ni un minuto, Gonzalo y el antiguo alcalde lo organizaron todo, reuniendo a los enfermos y los llevándolos a la casa parroquial para poder atenderles mejor y mantenerles aislados de quienes estaban sanos.
Don Pedro seguía asustado y enfadado, pues tal como le dijo al joven, quien debía de estar allí ayudándoles era Mauricio, pues para algo era el alcalde. Sin embargo, Gonzalo no tenía tiempo de pensar en el viejo capataz de la Casona y le hizo ver al marido de Dolores que debían estar unidos para luchar contra la enfermedad. Don Pedro quiso marcharse, temiendo contagiarse, sin embargo, el joven logró convencerle, recordándole que él también fue alcalde de Puente Viejo y que de seguro en su corazón aun llevaba el cargo. El hombre recapacitó ante las palabras del diácono y accedió a ayudarle: debían organizarse y buscar al resto de enfermos del pueblo para llevarlos allí.
Sabiendo que lo que iba a proponerle no iba a gustarle nada, Gonzalo tomó aire y le pidió a don Pedro que llevase a Hipólito allí. Al escuchar aquello el hombre se negó; no iba a permitir que su hijo estuviese con todos los contagiados. Una vez más, Gonzalo tuvo que hacerle ver que Hipólito no podía contraer nada puesto que ya estaba contagiado. Don Pedro no tuvo más remedio que darle la razón; sabiendo que quizá tuviese más problemas para convencer a Dolores de ello que a Hipólito. Finalmente el antiguo alcalde se marchó a echar un bando para que el pueblo entero estuviera al tanto de lo que ocurría.
Las horas pasaban en el pueblo y los enfermos acudían a la casa parroquial que fue llenándose y apenas ya cabían en el lugar.
Por orden municipal, las gentes de Puente Viejo se quedaron en sus casas, evitando reunirse con sus vecinos y familiares para no contagiarse. El pueblo pasó en poco tiempo de bullir de actividad a convertirse en un pueblo fantasma donde el silencio se instaló en cada calle desierta.
Gonzalo volvía hacia la casa parroquial a paso ligero cuando la voz de María le detuvo.
-¡Gonzalo! ¡Gonzalo!
-¿Qué sucede? –preguntó alarmado por la urgencia de la muchacha-. ¿Ha enfermado alguien en la Casona?
-¡Dios no lo quiera! –le tranquilizó ella-. No, no te buscaba por eso sino porque me gustaría ayudar –se ofreció para sorpresa del joven-. Y seguro que no das abasto con tanto enfermo.
-No me sobra el tiempo, la verdad –reconoció Gonzalo a media voz-. Ahora mismo vengo de buscar Quinina en la farmacia de Montealegre y no tenían ni un gramo –a medida que pasaban las horas, el joven comenzaba a verse superado por la situación: las medicinas no llegaban y los enfermos se multiplicaban sin remedio-. Así que como no llegue pronto el pedido de la Puebla… pronto nos quedaremos sin medicinas para combatir la gripe.
-Entonces está claro que necesitas mis manos –declaró María con determinación y preocupada por el estado del diácono-. No hay más que ver las ojeras en tu rostro para saber que además no has descansado.
-Viendo cómo están los vecinos ni sueño me entra –dijo Gonzalo, visiblemente cansado; sin embargo no iba a permitir que María se expusiera a la enfermedad-. En cuanto a lo de faenar junto a mí, se te agradece el gesto pero no es posible.
-Y… ¿por qué no? Si puede saberse –la muchacha no iba a darse por vencida, así como así.
-Porque ya me apaño yo con el socorro de Pedro y algún parroquiano más –le explicó Gonzalo de buenas maneras-. Tú lo que tienes que hacer es seguir las recomendaciones; permanecer en casa sin salir…
-Conozco las recomendaciones de sobra –le cortó María-, como las conoce ya todo el pueblo –se volvió a mirar la plaza, desierta como pocas veces-. O… no ves que la plaza está ya vacía. Tomaré zumos mientras me meto en faena.
-Tú querrás ayudar pero yo no puedo permitirte que lo hagas –se negó él, en redondo, dando por terminada la conversación-. Adiós María, los enfermos me esperan.
Gonzalo dio media vuelta.
-¡¿Cómo?! –le detuvo la muchacha alzando la voz, e indignada por las palabras de Gonzalo-. Pero quién eres tú para permitirme o no bregar por mis paisanos.
-¡Te guste o no soy quien está al manto de esta especie de hospital de campaña! –le espetó él, volviendo sobre sus pasos-.Y te digo que la mejor ayuda es no estorbar –bajó la voz, algo más calmado-. Ya hiciste mucho por nosotros convenciendo a doña Francisca de que nos permitiera usar su teléfono. Ahora lo que debes procurar es… no contagiarte.
-Soy fuerte Gonzalo Valbuena –María levantó el mentón con orgullo.
-Y terca, ya lo veo –el joven se dio cuenta de que no iba a convencerla fácilmente-. Tenemos hombres como robles que no pueden ni ponerse en pie; así que de poco sirve estar fuerte. Regresa a la Casona. Creo que a tu madrina no le haría gracia saber que andas por aquí.
-Ese no es asunto tuyo.
-¡Ni esto es un juego! –volvió a alzar la voz Gonzalo. Por mucho que María insistiese no iba a dar su brazo a torcer; no permitiría que se acercara a los enfermos para terminar contagiándose: jamás se lo perdonaría-. La gente muere por esta gripe y yo no deseo que a ti te suceda nada. Así que deja de comportarte como una niña mimada y déjame hacer.
-Eres un fatuo –María arrugó el ceño, enfadada. ¿Por qué no le dejaba ayudarle?
-Y tú una consentida –Gonzalo supo que sus palabras herirían a la muchacha, pero no le quedaba de otra.
Y efectivamente, María sintió que su orgullo quedaba herido. Ella tan solo pretendía ayudar y lo único que recibía a cambio era un sermón y palabras que no consideraba ciertas.
Dando media vuelta, María volvió a la Casona enfurruñada mientras Gonzalo la siguió con la mirada.

-Cuídate niña –dijo el joven a media voz, antes de retomar el camino hacia la casa parroquial.
CONTINUARÁ...

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