CAPÍTULO 388: PARTE 1
Al
ver a don Anselmo desmayado, Gonzalo corrió junto a él, quien recuperó la
conciencia al instante. Sin embargo algo grave debía de sucederle al sacerdote
pues ardía en fiebre. Su pupilo insistió en llamar a don Pablo, el médico, pero
don Anselmo se negó, pensando que no era tan grave y que tan solo necesitaba
reposo y algo de agua pues debía de haber pillado un simple resfriado que
pronto sanaría.
Sin
más opción ante la negativa del sacerdote, Gonzalo se apresuró a llevarle el
agua y a acomodarlo en su cuarto para que descansara. Aunque su preocupación
por don Anselmo aumentó a medida que pasaban las horas y su estado empeoraba.
Mientras,
en la Casona, el ambiente se había enrarecido con la llegada de Soledad, la
hija pequeña de doña Francisca. La joven, antaño alegre y llena de vida,
parecía una sombra de lo que fue.
María
trató de entablar conversación con ella pero parecía que Soledad no la
escuchaba. Por su parte, doña Francisca miraba a su hija de reojo, sin saber
bien que decirle a alguien que acababa de atentar contra su vida. Entonces
María se dio cuenta de que debido a las heridas en el cuello, Soledad apenas
podía pronunciar palabra y le pidió a Mariana que trajese papel y lápiz para
que la joven pudiera comunicarse con ellas. Al punto, la doncella obedeció y
Soledad pudo decirles unas escuetas palabras: necesitaba descanso.
Sin
embargo, antes de que esto ocurriese, doña Francisca ya se había encargado de
recriminarle a su hija los desplantes que habían recibido cada vez que acudió
al convento en el que estaba, a visitarla, y se negó a recibirla. María, viendo
que no era el momento para ello, trató de quitarle importancia a aquellos
hechos, pero con la Montenegro era difícil hacerla cambiar de opinión.
En
cuanto Soledad subió a su cuarto, su madre no dudó ni un instante en relatarle
a María los sinsabores que su hija le había hecho pasar desde que había nacido,
retándola continuamente y anteponiendo su relación con Juan Castañeda a los
deseos de su madre de que no se relacionara con aquel hombre que solo le había
traído desgracias, a su parecer.
A
la mañana siguiente, María bajó al jardín donde se encontró con Soledad. La
muchacha quiso sacarle una sonrisa y acercarse a ella haciéndole saber que
podían ser buenas amigas. Pero Soledad no estaba para amistades porque su
estado de abatimiento le impedía relacionarse con la gente. En ese momento,
Mariana apareció con el desayuno y Soledad aprovechó para marcharse sin decir
palabra. María no entendió lo que sucedía y su tía le pidió que le diese
tiempo. Las heridas de corazón de Soledad requerían ser sanadas y lo que la
hija de la Montenegro necesitaba era paciencia.
Pero
María no era de quedarse con los brazos cruzados viendo como alguien se hundía
en el sufrimiento, así que sin pensárselo dos veces se presentó en la casa
parroquial para hablar con don Anselmo, pues creía que solo él podría dar algo
de consuelo a la atormentada alma de Soledad.
Al
abrir la puerta de la casa, María se la encontró vacía. Sin embargo, entró,
esperando que tarde o temprano don Anselmo aparecería. La muchacha sabía que
corría el riesgo de encontrarse con Gonzalo y después de su último encuentro no
tenía ganas de volver a verle. No obstante fue él quien salió a recibirla.
-Buenos días –dijo María, algo contrariada-.
Busco a don Anselmo.
-Pues lo has encontrado pero no va a poder
atenderte –le dijo Gonzalo, llevando una palangana con ganas y agua. A la vista
estaba que el estado de don Anselmo no dejaba de empeorar.
-Bueno, que me lo diga él mismo –insistió
ella, sin creerse las palabras del Gonzalo, pensando que tan solo era una
excusa para echarla de allí.
-Se haya indispuesto –declaró el joven
diácono con paciencia.
-Que contrariedad –se quejó María, con gesto
serio y misterioso-. Le necesitaba para cosa principal.
-Puedo ayudarte yo –Gonzalo dejó la bandeja
sobre la mesa y cerró la puerta que daba a los dormitorios.
-No. No lo creo –María rechazó su ayuda al
instante porque sabía que Soledad solo aceptaría los consejos de su viejo
confesor y no los de un desconocido como lo era Gonzalo-. Es para dar ánimo a
una persona que sufre mucho en estos momentos –y le lanzó un dardo envenenado-
Pero tú ni la conoces, poco podrás hacer por ella.
-Los religiosos hemos de atender a todas las
almas, conocidas o desconocidas –habló con calma él-. ¿De… quién se trata?
María se quedó unos segundos en silencio.
¿Sería buena idea decírselo? Al final decidió darle una oportunidad, pues no
perdía nada.
-De Soledad Castro.
-¿Soledad?... –repitió Gonzalo, extrañado-.
¿No se hallaba enclaustrada?
-¿También estás al tanto de su existencia?
–se sorprendió María sin poder creérselo-. Sí que estás versado en la familia
Castro-Montenegro.
-Rosario me habló de ella –se apresuró a
explicarle el joven, quien llevado por su ímpetu había hablado de más-. Me dijo
que está recluida en un convento desde hace muchos años.
-Estaba –puntualizó la hija de Emilia, con
calma y gesto preocupado-. Ayer mismo regresó de ese convento –bajó la mirada,
hablando para sí misma-. Pero por su aspecto más parece que haya regresado de
entre los muertos- María habla para sí misma-. Por eso buscaba a don Anselmo.
Porque sé que él supo aconsejarla y darle ánimo en otros tiempos.
-Me temo que por el momento eso no va a
resultarle posible –Gonzalo se acercó a ella, dando un paso al frente, y bajando
la voz.
-Pero, ¿qué sucede? –María comenzó a
preocuparse por el estado del viejo sacerdote y trató de ir a verle pero
Gonzalo la detuvo, asiéndola del brazo.
-Aguarda –le pidió él, con calma-. No es
aconsejable acercarse a él.
-¿Qué pasa? –la muchacha frunció el ceño-.
¿Es contagioso?
-Eso me temo, tiene mucha fiebre.
Justo en ese momento, el enfermo salió del
cuarto. María pudo comprobar con sus propios ojos que Gonzalo estaba en lo
cierto: don Anselmo no se encontraba nada bien. El hombre avanzaba con
dificultad y con la mirada desencajada.
-¿Quién, quién anda ahí? –preguntó el
sacerdote tratando de enfocar la mirada.
-¿Padre, qué está haciendo? –Gonzalo se
acercó al enfermo para evitar que se cayera pues comenzaba a tambalearse
peligrosamente.
-María, ¿eres tú? –sonrió don Anselmo, con
el rostro perlado en sudor-. Lamento que me veas de esta guisa, hija. Tengo un
pequeño constipado y…necesito algo de reposo.
-Ya me ha referido Gonzalo, padre –le
devolvió el saludo ella, tratando de mostrarse cauta-. No se preocupe que…
pronto estará como unas castañuelas. Yo venía a referirle que Soledad ha
regresado y que para cuando usted se recupere precisará de sus buenas palabras.
-Soledad… -el rostro de don Anselmo se
iluminó al escuchar el nombre de la joven-. Gracias a Dios. Pensé que nunca más
volvería a verla. Espera un momento, me cambio y te acompaño a la Casona.
El viejo sacerdote hizo ademán de volver a
su cuarto con la intención de cumplir sus palabras, pero Gonzalo se lo impidió.
-Usted no va a ir a ningún sitio –declaró su
pupilo con autoridad-. Vuelva a la cama, hágame el favor.
Sin más opción que la de obedecirle, Don
Anselmo se despidió de María y con la ayuda de Gonzalo regresó a su cuarto para
volver a acostarse.
-Prefiero, prefiero acompañarla –María le
oyó quejarse al otro lado.
-Ya irá en cuanto pueda –le cortó Gonzalo
con vehemencia-. Téngalo por seguro.
-Esa niña me ha de necesitar –insistió el
sacerdote.
-Y le necesita sano –le explicó Gonzalo
mostrando una gran paciencia con la cabezonería del buen hombre-. Ahora
descanse.
Don Anselmo tosió antes de obedecer, a
regañadientes.
Al momento, Gonzalo volvió a reunirse con
María.
-Sí que es cierto que tiene mal aspecto
–opinó la muchacha con gesto serio-. ¿Qué ha dicho don Pablo?
-No ha podido decir nada porque… -la
negativa a que el doctor le visitase tenía a Gonzalo contra las cuerdas-, ese
hombre es tan testarudo que no ha querido que vengan a atenderle.
María sonrió. Sabía muy bien a lo que se
refería Gonzalo.
-Pero… más testarudo soy yo –Gonzalo había
tomado una decisión. Se acercó a María y sin darse cuenta le cogió de las manos-.
Voy a pedirte que me hagas un favor muy importante, María –el corazón de la
joven se aceleró al sentir la presión de sus manos, su petición a través de
aquel leve contacto…-. Necesito que avises al doctor para que suba de la Puebla
con la máxima urgencia. No sé cómo podrías hacerlo pero…
-Yo sí –le cortó ella, sonriendo; contenta
por tener la solución que Gonzalo estaba buscando-. Los Mirañar sabrán cómo dar
con él.
Gonzalo sintió la boca seca cuando sus
miradas se encontraron. Pese a los últimos malentendidos, allí estaba María
para ayudarle, tendiéndole su mano sin rencor, sin reproches. En ese momento
olvidaron las discusiones que habían tenido, incluso parecían no haber sucedido
nunca. Algo estaba naciendo entre ellos… algo que no podía arraigar en sus
corazones.
-Estupendo –Gonzalo le soltó las manos,
rompiendo el silencio y alejándose de ella-. Entonces ve a prisa a informarles,
te lo ruego. Presiento que el estado de don Anselmo no va a hacer sino
agravarse y… nosotros poco podemos hacer ya por él.
-No te agites que voy inmediatamente al Colmado
a darle recado a don Pedro –declaró la muchacha con calma-. Espero que esté
allí.
Una de las cosas que Gonzalo comenzaba a
admirar en María era su alegría y positividad cuando las cosas comenzaban a ir
mal. La muchacha nunca se rendía y buscaba la manera de encontrar una solución
a los problemas. Una virtud que Gonzalo apreciaba sobremanera. María era pura
luz hasta en los momentos más oscuros.
-Dios lo quiera –María asintió y ya se marchaba en busca de don Pedro cuando
Gonzalo la detuvo-. María… gracias.
La joven sonrió, agradecida.
Atrás habían quedado ya sus desavenencias, y
todo por ayudar a don Anselmo a quienes ambos apreciaban enormemente.
María marchó hacia el Colmado y Gonzalo
regresó junto a su mentor, a la espera de que don Pablo llegase a visitar al
enfermo.
CONTINUARÁ...
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