jueves, 9 de julio de 2015

CAPÍTULO 388: PARTE 1 

Al ver a don Anselmo desmayado, Gonzalo corrió junto a él, quien recuperó la conciencia al instante. Sin embargo algo grave debía de sucederle al sacerdote pues ardía en fiebre. Su pupilo insistió en llamar a don Pablo, el médico, pero don Anselmo se negó, pensando que no era tan grave y que tan solo necesitaba reposo y algo de agua pues debía de haber pillado un simple resfriado que pronto sanaría.
Sin más opción ante la negativa del sacerdote, Gonzalo se apresuró a llevarle el agua y a acomodarlo en su cuarto para que descansara. Aunque su preocupación por don Anselmo aumentó a medida que pasaban las horas y su estado empeoraba.
Mientras, en la Casona, el ambiente se había enrarecido con la llegada de Soledad, la hija pequeña de doña Francisca. La joven, antaño alegre y llena de vida, parecía una sombra de lo que fue.

María trató de entablar conversación con ella pero parecía que Soledad no la escuchaba. Por su parte, doña Francisca miraba a su hija de reojo, sin saber bien que decirle a alguien que acababa de atentar contra su vida. Entonces María se dio cuenta de que debido a las heridas en el cuello, Soledad apenas podía pronunciar palabra y le pidió a Mariana que trajese papel y lápiz para que la joven pudiera comunicarse con ellas. Al punto, la doncella obedeció y Soledad pudo decirles unas escuetas palabras: necesitaba descanso.

Sin embargo, antes de que esto ocurriese, doña Francisca ya se había encargado de recriminarle a su hija los desplantes que habían recibido cada vez que acudió al convento en el que estaba, a visitarla, y se negó a recibirla. María, viendo que no era el momento para ello, trató de quitarle importancia a aquellos hechos, pero con la Montenegro era difícil hacerla cambiar de opinión.
En cuanto Soledad subió a su cuarto, su madre no dudó ni un instante en relatarle a María los sinsabores que su hija le había hecho pasar desde que había nacido, retándola continuamente y anteponiendo su relación con Juan Castañeda a los deseos de su madre de que no se relacionara con aquel hombre que solo le había traído desgracias, a su parecer.

A la mañana siguiente, María bajó al jardín donde se encontró con Soledad. La muchacha quiso sacarle una sonrisa y acercarse a ella haciéndole saber que podían ser buenas amigas. Pero Soledad no estaba para amistades porque su estado de abatimiento le impedía relacionarse con la gente. En ese momento, Mariana apareció con el desayuno y Soledad aprovechó para marcharse sin decir palabra. María no entendió lo que sucedía y su tía le pidió que le diese tiempo. Las heridas de corazón de Soledad requerían ser sanadas y lo que la hija de la Montenegro necesitaba era paciencia.
Pero María no era de quedarse con los brazos cruzados viendo como alguien se hundía en el sufrimiento, así que sin pensárselo dos veces se presentó en la casa parroquial para hablar con don Anselmo, pues creía que solo él podría dar algo de consuelo a la atormentada alma de Soledad.
Al abrir la puerta de la casa, María se la encontró vacía. Sin embargo, entró, esperando que tarde o temprano don Anselmo aparecería. La muchacha sabía que corría el riesgo de encontrarse con Gonzalo y después de su último encuentro no tenía ganas de volver a verle. No obstante fue él quien salió a recibirla.
-Buenos días –dijo María, algo contrariada-. Busco a don Anselmo.
-Pues lo has encontrado pero no va a poder atenderte –le dijo Gonzalo, llevando una palangana con ganas y agua. A la vista estaba que el estado de don Anselmo no dejaba de empeorar.
-Bueno, que me lo diga él mismo –insistió ella, sin creerse las palabras del Gonzalo, pensando que tan solo era una excusa para echarla de allí.
-Se haya indispuesto –declaró el joven diácono con paciencia.
-Que contrariedad –se quejó María, con gesto serio y misterioso-. Le necesitaba para cosa principal.
-Puedo ayudarte yo –Gonzalo dejó la bandeja sobre la mesa y cerró la puerta que daba a los dormitorios.
-No. No lo creo –María rechazó su ayuda al instante porque sabía que Soledad solo aceptaría los consejos de su viejo confesor y no los de un desconocido como lo era Gonzalo-. Es para dar ánimo a una persona que sufre mucho en estos momentos –y le lanzó un dardo envenenado- Pero tú ni la conoces, poco podrás hacer por ella.
-Los religiosos hemos de atender a todas las almas, conocidas o desconocidas –habló con calma él-. ¿De… quién se trata?
María se quedó unos segundos en silencio. ¿Sería buena idea decírselo? Al final decidió darle una oportunidad, pues no perdía nada.
-De Soledad Castro.
-¿Soledad?... –repitió Gonzalo, extrañado-. ¿No se hallaba enclaustrada?
-¿También estás al tanto de su existencia? –se sorprendió María sin poder creérselo-. Sí que estás versado en la familia Castro-Montenegro.
-Rosario me habló de ella –se apresuró a explicarle el joven, quien llevado por su ímpetu había hablado de más-. Me dijo que está recluida en un convento desde hace muchos años.
-Estaba –puntualizó la hija de Emilia, con calma y gesto preocupado-. Ayer mismo regresó de ese convento –bajó la mirada, hablando para sí misma-. Pero por su aspecto más parece que haya regresado de entre los muertos- María habla para sí misma-. Por eso buscaba a don Anselmo. Porque sé que él supo aconsejarla y darle ánimo en otros tiempos.
-Me temo que por el momento eso no va a resultarle posible –Gonzalo se acercó a ella, dando un paso al frente, y bajando la voz.
-Pero, ¿qué sucede? –María comenzó a preocuparse por el estado del viejo sacerdote y trató de ir a verle pero Gonzalo la detuvo, asiéndola del brazo.
-Aguarda –le pidió él, con calma-. No es aconsejable acercarse a él.
-¿Qué pasa? –la muchacha frunció el ceño-. ¿Es contagioso?
-Eso me temo, tiene mucha fiebre.
Justo en ese momento, el enfermo salió del cuarto. María pudo comprobar con sus propios ojos que Gonzalo estaba en lo cierto: don Anselmo no se encontraba nada bien. El hombre avanzaba con dificultad y con la mirada desencajada.
-¿Quién, quién anda ahí? –preguntó el sacerdote tratando de enfocar la mirada.
-¿Padre, qué está haciendo? –Gonzalo se acercó al enfermo para evitar que se cayera pues comenzaba a tambalearse peligrosamente.
-María, ¿eres tú? –sonrió don Anselmo, con el rostro perlado en sudor-. Lamento que me veas de esta guisa, hija. Tengo un pequeño constipado y…necesito algo de reposo.
-Ya me ha referido Gonzalo, padre –le devolvió el saludo ella, tratando de mostrarse cauta-. No se preocupe que… pronto estará como unas castañuelas. Yo venía a referirle que Soledad ha regresado y que para cuando usted se recupere precisará de sus buenas palabras.
-Soledad… -el rostro de don Anselmo se iluminó al escuchar el nombre de la joven-. Gracias a Dios. Pensé que nunca más volvería a verla. Espera un momento, me cambio y te acompaño a la Casona.
El viejo sacerdote hizo ademán de volver a su cuarto con la intención de cumplir sus palabras, pero Gonzalo se lo impidió.
-Usted no va a ir a ningún sitio –declaró su pupilo con autoridad-. Vuelva a la cama, hágame el favor.
Sin más opción que la de obedecirle, Don Anselmo se despidió de María y con la ayuda de Gonzalo regresó a su cuarto para volver a acostarse.
-Prefiero, prefiero acompañarla –María le oyó quejarse al otro lado.
-Ya irá en cuanto pueda –le cortó Gonzalo con vehemencia-. Téngalo por seguro.
-Esa niña me ha de necesitar –insistió el sacerdote.
-Y le necesita sano –le explicó Gonzalo mostrando una gran paciencia con la cabezonería del buen hombre-. Ahora descanse.
Don Anselmo tosió antes de obedecer, a regañadientes.
Al momento, Gonzalo volvió a reunirse con María.
-Sí que es cierto que tiene mal aspecto –opinó la muchacha con gesto serio-. ¿Qué ha dicho don Pablo?
-No ha podido decir nada porque… -la negativa a que el doctor le visitase tenía a Gonzalo contra las cuerdas-, ese hombre es tan testarudo que no ha querido que vengan a atenderle.
María sonrió. Sabía muy bien a lo que se refería Gonzalo.
-Pero… más testarudo soy yo –Gonzalo había tomado una decisión. Se acercó a María y sin darse cuenta le cogió de las manos-. Voy a pedirte que me hagas un favor muy importante, María –el corazón de la joven se aceleró al sentir la presión de sus manos, su petición a través de aquel leve contacto…-. Necesito que avises al doctor para que suba de la Puebla con la máxima urgencia. No sé cómo podrías hacerlo pero…
-Yo sí –le cortó ella, sonriendo; contenta por tener la solución que Gonzalo estaba buscando-. Los Mirañar sabrán cómo dar con él.
Gonzalo sintió la boca seca cuando sus miradas se encontraron. Pese a los últimos malentendidos, allí estaba María para ayudarle, tendiéndole su mano sin rencor, sin reproches. En ese momento olvidaron las discusiones que habían tenido, incluso parecían no haber sucedido nunca. Algo estaba naciendo entre ellos… algo que no podía arraigar en sus corazones.
-Estupendo –Gonzalo le soltó las manos, rompiendo el silencio y alejándose de ella-. Entonces ve a prisa a informarles, te lo ruego. Presiento que el estado de don Anselmo no va a hacer sino agravarse y… nosotros poco podemos hacer ya por él.
-No te agites que voy inmediatamente al Colmado a darle recado a don Pedro –declaró la muchacha con calma-. Espero que esté allí.
Una de las cosas que Gonzalo comenzaba a admirar en María era su alegría y positividad cuando las cosas comenzaban a ir mal. La muchacha nunca se rendía y buscaba la manera de encontrar una solución a los problemas. Una virtud que Gonzalo apreciaba sobremanera. María era pura luz hasta en los momentos más oscuros.
-Dios lo quiera –María asintió y  ya se marchaba en busca de don Pedro cuando Gonzalo la detuvo-. María… gracias.
La joven sonrió, agradecida.
Atrás habían quedado ya sus desavenencias, y todo por ayudar a don Anselmo a quienes ambos apreciaban enormemente.

María marchó hacia el Colmado y Gonzalo regresó junto a su mentor, a la espera de que don Pablo llegase a visitar al enfermo.
CONTINUARÁ...

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