martes, 21 de julio de 2015

CAPÍTULO 389: PARTE 2
Poco después, Hipólito y Dolores Mirañar llegaron al lugar para pasar la enfermedad; y es que la esposa de don Pedro también había contraído la gripe española y había terminado aceptando que era mejor ir a la casa parroquial donde estarían mejor atendidos.
Gonzalo les dio, inmediatamente, su ración de medicina y les indicó donde ponían acomodarse, aunque cada vez quedaba menos sitio en la casa. Mientras, Emilia llegó con un capazo de fruta para surtir de cítricos a los enfermos. Al ver a Gonzalo, enseguida se dio cuenta de que el diácono comenzaba a verse superado por la situación y se ofreció a ayudarle. Pero él rechazó su ayuda, como hacía con cualquier vecino que se lo había dicho. Sin embargo, le pidió un favor: que se encargase de averiguar si el pedido de los medicamentos de la Puebla había llegado. La madre de María marchó al encargo dejando a Gonzalo encargándose de dos aldeanos que terminaban de llegar con los mismos síntomas que el resto.

-Y una vez tomada la quinina, reposen todo lo que puedan –les indicó con paciencia-. Que ya nos encargamos nosotros de que a sus hijos no les falte de nada mientras ustedes estén aquí -les abrió la puerta para que pasaran a la zona donde estaban el resto de los enfermos-.Vengan, síganme.
En ese momento, la puerta de la casa volvió a abrirse y María entró portando una pequeña caja con unas botellitas. La muchacha miró, buscando a alguien, pero el cuarto de estar estaba vacío.
Al volver Gonzalo allí y encontrarla, no puedo reprimir su sorpresa.
-¿Tú aquí? –le espetó, quitándose la mascarilla.
-Así es –le retó ella con la mirada. Si el joven creía que iba a darse por vencida tan pronto con tan solo unas palabras, es que no la conocía en absoluto: cuando a María se le metía una idea en la cabeza no había quien la detuviera-. ¿O es que tus ojos te están haciendo ver visiones de lo fatigados que están?
-¿Cómo puedes ser tan testaruda? –Gonzalo estaba a punto de perder los nervios. Por un lado admiraba la insistencia de María, pero por otro le sacaba de quicio su rebeldía. La gripe española era peligrosa y ella parecía no darse cuenta-. Te dije en la plaza que no volvieras. Que te quedaras encerrada en la Casona.
-¿Quién se comporta ahora como un chiquillo maleducado? –la muchacha se cruzó de brazos; a pesar de las palabras de Gonzalo, se mantuvo serena-.  Ni siquiera sabes a qué he venido y ya me estás abroncando –inquirió María con cierto aire misterioso.
-Está bien –le concedió él, sabiendo que no perdía nada escuchándola-. Di. ¿A qué has venido?
-Sé que andas escaso de Quinina; y mi madrina guardaba ésta en la Casona desde la epidemia del año pasado. Te la he traído para los enfermos –María le entregó la caja que había llevado.
-Gracias –murmuró Gonzalo, sorprendido, para segundos después rechazar el regalo-. ¿Pero qué va a decir tu madrina si se entera?
-He dejado un frasco por si acaso fuera necesario. Pero hasta ahora allí todos estamos sanos y así espero que sigamos.
Gonzalo no podía negarse: necesitaba aquellas medicinas con urgencia. Al final tendría que reconocer que la insistencia de María había servido para algo; sin embargo, no estaba dispuesto a tenerla por más tiempo allí.
-No si tú insistes en acercarte a los enfermos cada dos por tres. Terminarás por enfermar y contagiar después a la gente de la Casona.
-¿Siempre eres tan optimista? –le espetó ella, cansada de escucharle decir siempre lo mismo.
-Hablo con conocimiento de causa –Gonzalo, con calma condujo a la muchacha hasta la puerta-. Esta gripe es mortal y muy contagiosa.
María se volvió hacia él, quedando a tan solo unos centímetros del joven.
-Eso quiere decir que si tú sigues aquí también terminarás contagiado –declaró, sin poder ocultar su preocupación por él.
-Si eso sucede será porque yo he elegido correr ese riesgo –Gonzalo tragó saliva, sintiendo la mirada de la muchacha sobre él. Lo último que necesitaba en ese instante era flaquear.
-También yo quiero correrlo –insistió María.
-Y con ello condenar también a tu familia. ¿Te perdonarías enfermar a tu madrina o a tu pobre tía?
María bajó la cabeza, pensativa. Era cierto que no había pensado en aquella posibilidad; pero no iba a echarse atrás. Quería ayudar.
-Lo que creo es que a veces hay que agarrar al toro por los cuernos –alzó el mentón con determinación-. Y no ser un topo que se esconde en su madriguera.
-El topo demuestra ser más listo que tú –Gonzalo ladeó la cabeza. A leguas se le notaba en la mirada el cansancio acumulado, algo que no podía ocultar y que María había percibido enseguida.
-¡Hablando de listos! –la muchacha frunció el ceño-. ¿Te parece muy inteligente intentar salvar a una comarca entera tú solo? Cada vez que te veo estás más cansado, con los ojos más rojos por falta de sueño. ¿Cuánto crees que podrás aguantar sin caer rendido?
-Lo que Dios decida –la preocupación de María por él había logrado, hasta cierto punto, bajar el muro que había levantado para mantenerla al margen.
-A Dios no creo que le guste que te sacrifiques de esta forma tan tonta. Más que nada porque ahora serías más útil sano que enfermo.
-Y sano estoy.
-No hace falta más que mirarte para saber que por poco tiempo –añadió con sensatez. No era el momento de seguir con los reclamos, sino de buscar soluciones-. Así que hay que hacer dos cosas. Primero, que tú descanses –se paseó por la sala, enumerando lo que debían hacer-. Y segunda: buscar un sitio más grande para los enfermos; más ventilado.
-¿Un sitio más grande? –la desesperación de las últimas horas habían hecho mella en la fe de Gonzalo, quien ya no veía solución para la epidemia. Sin embargo, María había encontrado una salida-. ¿Y dónde? ¿Le pediremos a tu madrina que nos deje espacio en la Casona?
-No. Tiene un miedo atroz a la gripe. No querría un enfermo en leguas a la redonda –sus ojos brillaron de pronto; sabía de un lugar-. Pero sé de un sitio donde podríamos llevar a los enfermos.
-¿Y dónde es ese lugar donde van a admitir a todos estos contagiados? –pidió saber el diácono, tan cansado que ni podía imaginar el lugar al que se refería María.
-Tú déjamelo en mis manos –le pidió ella, con cautela-. No quiero lanzar las campanas al vuelo pero… creo que sé dónde podemos llevarlos. Así que ahora descansa. Y en un par de horas búscame en la plaza.
María se dirigió a la puerta cuando Gonzalo se volvió hacia ella.
-¿Pero dónde vas ahora? Mira que no puedes andar de aquí para allá con medio pueblo infestado.
-¿Me quieres decir por qué te preocupas tanto por mí? –no pudo dejar de preguntarle, intrigada por su insistencia en mantenerla a salvo.
Gonzalo evitó responder a su pregunta; sobre todo porque ni él lo entendía. ¿Qué fuerza le impulsaba a proteger a la muchacha? María era una feligresa más, sin embargo, había algo en ella que le impedía tratarla como tal.
-Si has de buscar ese sitio… cuanto antes lo hagas, mejor.

La ahijada de Francisca no insistió. Sin añadir nada más, salió de la casa parroquial, dispuesta a encontrar ese lugar en el que podrían instalar a todos los enfermos.
CONTINUARÁ...

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