jueves, 2 de julio de 2015

CAPÍTULO 387: PARTE 2
Mientras, Gonzalo había estado hablando con Hipólito, quien al parecer tampoco se encontraba muy bien y parecía tener los mismos síntomas que don Anselmo. Sin embargo, el hijo de don Pedro no perdió la oportunidad para preguntarle a Gonzalo si era verdad que una serpiente del Amazonas era capaz de comerse de un solo bocado un jamón. El joven diácono no dejaba de sorprenderse por las extravagantes preguntas de la familia Mirañar y le explicó que sí que era posible que eso ocurriera.
En cuanto Hipólito entró en la trastienda en busca de los huevos, María abrió la puerta del Colmado y se quedó un instante mirando a Gonzalo, con arrogancia.
-Vaya por Dios, que contrariedad –trató de disimular la muchacha, haciéndose la ofendida por encontrarle allí cuando bien sabía dónde estaba.
-Te deseo también un buen día –repuso Gonzalo, sonriéndole con ironía.
María se colocó a su lado, frente al mostrador, sin mirarle y con el gesto altivo.
-Has de saber que no traigo ni pizca de ganas de chanza.
-Yo aún menos –replicó Gonzalo con sequedad.
-No te hacía por aquí –declaró ella, mirando al frente, mientras hacía un gran esfuerzo para no volverse hacia él.
-Lo supongo –Gonzalo trató de contener su mal humor y la rabia, pero le era imposible-. Imagino que te habrá mandado tu madrina para asegurarse de que tomo las de Villadiego –María se volvió hacia él, extrañada por aquellas palabras.
-Supones mal –su voz se suavizó un poco-. ¿Por qué habría de hacer eso?
-Porque tu señora me ha invitado a desalojar Puente Viejo.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de María al escuchar aquello. ¿Gonzalo se marchaba del pueblo? ¿Cuándo? ¿Y por qué?
-No te creo –logró decir la muchacha, sintiendo un sudor frío.
Gonzalo apenas la miró unos segundos antes de volver a apartar sus ojos de ella. ¿De verdad no estaba al tanto de lo que sucedía?
-¿No sabes que los religiosos no mentimos? –le espetó él.
-En eso tampoco te creo –se rebeló María, cansada de aquella actitud tan hiriente. Ella no tenía la culpa de lo que ocurría y las palabras de Gonzalo eran como dardos contra su persona, algo que no iba a permitir-. ¿Por qué iba a querer una señora de renombre como la Montenegro que alguien tan insignificante como tú se marche del pueblo? –le espetó con cierto desdén.
-Insignificante o no ha convencido a don Anselmo para que pida mi traslado al obispado –repuso él, frunciendo el ceño.
-Mi madrina no haría tal cosa sin motivo –declaró la joven volviéndose hacia el frente.
Gonzalo la miró unos instantes y tuvo que contenerse para no decirle lo que opinaba realmente de la señora.
-Entonces sus motivos tendrá –dijo, escuetamente.
Aquellas palabras no gustaron a María, que inmediatamente cerró la puerta del Colmado para que nadie pudiese escucharles.
-Será que has sido muy rudo con ella – la muchacha trató de explicarle los posibles motivos que habrían llevado a la Montenegro a pedir su traslado, aunque quizá solo fuesen excusas vacías para no querer ver que Francisca obraba a voluntad propia y sin mayor explicación que deshacerse de quién consideraba un peligro para sus intereses-. Y a mi madrina le gusta la educación y las buenas maneras.
-Será –convino Gonzalo en tono burlón, y dio unos pasos, inquieto-. Vivir en las misiones no ayuda precisamente a saber comportarse como un cortesano.
-Deberías haber hecho un esfuerzo por llevarte mejor con ella –insistió María, y ladeó la cabeza para echarle una pequeña reprimenda-. Eres un poco orgulloso, padre Gonzalo.
-Mea culpa –el joven se mordió la lengua, cansado de recibir reproches cuando era otra la culpable-. Pero que sepas que no solo yo me llevo una mala impresión de Francisca Montenegro.
-En esta comarca respetan a doña Francisca por demás –la defendió su ahijada con ímpetu.
Gonzalo no pudo callarse la verdad por más tiempo.
-La temen más bien –declaró con dureza mirándola fijamente-. Pregúntale a la familia de Gervasio. Ese hombre murió a sus órdenes. Y ahora su viuda y sus hijos se las ven y las desean para seguir adelante.
-¡Pero que despropósito! –gritó María, que no quería seguir escuchando más barbaridades contra Francisca. La joven se negaba a creer que aquello fuese cierto-. ¡Qué has de saber tú de lo que acontece en este pueblo!
-Temo seas la única que se asombra.
-Eres un metomentodo –le espetó con dureza y sin miramientos-. Y hablas sin saber.
-Puede –Gonzalo aceptó su crítica, pues al menos le había dicho a María lo que pensaba y no se había quedado con aquello dentro. Sabía que sus palabras habían sido duras pero no podía dejar a la joven con aquella venda en los ojos, aunque se empeñaba vivir en aquella mentira-. Pero si yo fuera tú preguntaría directamente a la Montenegro sobre lo que te he contado.
-No pienso hacer tal cosa –se defendió María con orgullo. Las simples palabras de un desconocido no iban a borrar de un plumazo los años que había vivido con la Montenegro-. Confío en mi madrina y punto redondo. Y ahora márchate y déjame tranquila. Que no tengo ganas de seguir hablando contigo.
-Me marcharé pero no del pueblo –declaró él, viendo que era imposible razonar con la joven mientras siguiese considerando a la señora una buena persona-. Lo haré cuando haya cumplido con lo que me ha traído hasta aquí, no antes –se acercó a María y clavó sus ojos en ella; una intensa mirada cargada de rabia-. Puedes muy bien contárselo a tu madrina.
-Se lo contaré si me viene en gana –le espetó María, sintiendo un escalofrío ante aquellos ojos que sabían cómo alterarla sobremanera.
La joven dio media vuelta y salió del Colmado, con gesto aireado y apretando los labios. Había acudido a hablar con Gonzalo, pensando en una posible reconciliación después de lo acontecido el día anterior, y había salido mal parada.

El joven diácono la vio marchar, preguntándose si había hecho bien relatándole lo ocurrido. María no era tonta, sin embargo, su buen corazón no le dejaba ver la verdadera naturaleza del alma de la Montenegro, de quién había recibido solo cariño. Y aquel lazo sería difícil de romper.

CONTINUARÁ...

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