CAPÍTULO 387: PARTE 2
Mientras, Gonzalo había estado hablando con
Hipólito, quien al parecer tampoco se encontraba muy bien y parecía tener los
mismos síntomas que don Anselmo. Sin embargo, el hijo de don Pedro no perdió la
oportunidad para preguntarle a Gonzalo si era verdad que una serpiente del
Amazonas era capaz de comerse de un solo bocado un jamón. El joven diácono no
dejaba de sorprenderse por las extravagantes preguntas de la familia Mirañar y
le explicó que sí que era posible que eso ocurriera.
En cuanto Hipólito entró en la trastienda en
busca de los huevos, María abrió la puerta del Colmado y se quedó un instante
mirando a Gonzalo, con arrogancia.
-Vaya
por Dios, que contrariedad –trató de disimular la muchacha, haciéndose la
ofendida por encontrarle allí cuando bien sabía dónde estaba.
-Te
deseo también un buen día –repuso Gonzalo, sonriéndole con ironía.
María
se colocó a su lado, frente al mostrador, sin mirarle y con el gesto altivo.
-Has
de saber que no traigo ni pizca de ganas de chanza.
-Yo
aún menos –replicó Gonzalo con sequedad.
-No
te hacía por aquí –declaró ella, mirando al frente, mientras hacía un gran
esfuerzo para no volverse hacia él.
-Lo
supongo –Gonzalo trató de contener su mal humor y la rabia, pero le era
imposible-. Imagino que te habrá mandado tu madrina para asegurarse de que tomo
las de Villadiego –María se volvió hacia él, extrañada por aquellas palabras.
-Supones
mal –su voz se suavizó un poco-. ¿Por qué habría de hacer eso?
-Porque
tu señora me ha invitado a desalojar Puente Viejo.
Un
escalofrío recorrió el cuerpo de María al escuchar aquello. ¿Gonzalo se
marchaba del pueblo? ¿Cuándo? ¿Y por qué?
-No
te creo –logró decir la muchacha, sintiendo un sudor frío.
Gonzalo
apenas la miró unos segundos antes de volver a apartar sus ojos de ella. ¿De
verdad no estaba al tanto de lo que sucedía?
-¿No
sabes que los religiosos no mentimos? –le espetó él.
-En
eso tampoco te creo –se rebeló María, cansada de aquella actitud tan hiriente.
Ella no tenía la culpa de lo que ocurría y las palabras de Gonzalo eran como
dardos contra su persona, algo que no iba a permitir-. ¿Por qué iba a querer
una señora de renombre como la Montenegro que alguien tan insignificante como
tú se marche del pueblo? –le espetó con cierto desdén.
-Insignificante
o no ha convencido a don Anselmo para que pida mi traslado al obispado –repuso
él, frunciendo el ceño.
-Mi
madrina no haría tal cosa sin motivo –declaró la joven volviéndose hacia el
frente.
Gonzalo
la miró unos instantes y tuvo que contenerse para no decirle lo que opinaba
realmente de la señora.
-Entonces
sus motivos tendrá –dijo, escuetamente.
Aquellas
palabras no gustaron a María, que inmediatamente cerró la puerta del Colmado
para que nadie pudiese escucharles.
-Será
que has sido muy rudo con ella – la muchacha trató de explicarle los posibles
motivos que habrían llevado a la Montenegro a pedir su traslado, aunque quizá
solo fuesen excusas vacías para no querer ver que Francisca obraba a voluntad
propia y sin mayor explicación que deshacerse de quién consideraba un peligro
para sus intereses-. Y a mi madrina le gusta la educación y las buenas maneras.
-Será
–convino Gonzalo en tono burlón, y dio unos pasos, inquieto-. Vivir en las
misiones no ayuda precisamente a saber comportarse como un cortesano.
-Deberías
haber hecho un esfuerzo por llevarte mejor con ella –insistió María, y ladeó la
cabeza para echarle una pequeña reprimenda-. Eres un poco orgulloso, padre
Gonzalo.
-Mea
culpa –el joven se mordió la lengua, cansado de recibir reproches cuando era
otra la culpable-. Pero que sepas que no solo yo me llevo una mala impresión de
Francisca Montenegro.
-En
esta comarca respetan a doña Francisca por demás –la defendió su ahijada con
ímpetu.
Gonzalo
no pudo callarse la verdad por más tiempo.
-La
temen más bien –declaró con dureza mirándola fijamente-. Pregúntale a la
familia de Gervasio. Ese hombre murió a sus órdenes. Y ahora su viuda y sus
hijos se las ven y las desean para seguir adelante.
-¡Pero
que despropósito! –gritó María, que no quería seguir escuchando más
barbaridades contra Francisca. La joven se negaba a creer que aquello fuese
cierto-. ¡Qué has de saber tú de lo que acontece en este pueblo!
-Temo
seas la única que se asombra.
-Eres
un metomentodo –le espetó con dureza y sin miramientos-. Y hablas sin saber.
-Puede
–Gonzalo aceptó su crítica, pues al menos le había dicho a María lo que pensaba
y no se había quedado con aquello dentro. Sabía que sus palabras habían sido
duras pero no podía dejar a la joven con aquella venda en los ojos, aunque se
empeñaba vivir en aquella mentira-. Pero si yo fuera tú preguntaría
directamente a la Montenegro sobre lo que te he contado.
-No
pienso hacer tal cosa –se defendió María con orgullo. Las simples palabras de
un desconocido no iban a borrar de un plumazo los años que había vivido con la
Montenegro-. Confío en mi madrina y punto redondo. Y ahora márchate y déjame
tranquila. Que no tengo ganas de seguir hablando contigo.
-Me
marcharé pero no del pueblo –declaró él, viendo que era imposible razonar con
la joven mientras siguiese considerando a la señora una buena persona-. Lo haré
cuando haya cumplido con lo que me ha traído hasta aquí, no antes –se acercó a
María y clavó sus ojos en ella; una intensa mirada cargada de rabia-. Puedes
muy bien contárselo a tu madrina.
-Se
lo contaré si me viene en gana –le espetó María, sintiendo un escalofrío ante
aquellos ojos que sabían cómo alterarla sobremanera.
La
joven dio media vuelta y salió del Colmado, con gesto aireado y apretando los
labios. Había acudido a hablar con Gonzalo, pensando en una posible
reconciliación después de lo acontecido el día anterior, y había salido mal
parada.
El
joven diácono la vio marchar, preguntándose si había hecho bien relatándole lo
ocurrido. María no era tonta, sin embargo, su buen corazón no le dejaba ver la
verdadera naturaleza del alma de la Montenegro, de quién había recibido solo
cariño. Y aquel lazo sería difícil de romper.
CONTINUARÁ...
No hay comentarios:
Publicar un comentario