CAPÍTULO 389: PARTE 3
Tal como le había pedido, dos horas después
Gonzalo bajó a la plaza. Para su sorpresa, un grupo de aldeanos se habían
reunido allí. El joven les miró, extrañado: ¿no había quedado claro que era una
temeridad reunirse cuando medio pueblo estaba enfermo?
Al ver a María entre los presentes, se
acercó a ella.
-¿Y toda esta gente? –quiso saber-. Sí sabes
que no es bueno reunirse estando las cosas como están.
-Estamos todos sanos –explicó María, con
calma-. Y era menester juntarnos un buen grupo para hacer lo que pretendemos.
En ese instante, el abuelo Raimundo salió de
la casa de comidas y se reunió con ellos.
-¿María, qué ocurre? No nos mantengas más en
la intriga.
La muchacha tragó saliva y les explicó.
-Puesto que en la casa parroquial ya no cabe
un alfiler, pensé que lo mejor sería trasladar a los enfermos a un sitio más
grande y ventilado –se volvió hacia Gonzalo, buscando su aprobación. El joven
no podía dejar de sorprenderse de la voluntad y el arrojo de María-. Gonzalo
estuvo de acuerdo.
-La verdad es que no nos queda más remedio
que buscar otro sitio más amplio –concedió él, algo recuperado puesto que le
había hecho caso a María y había descansado un par de horas-. Hace una miaja
han llegado tres enfermos más y hemos tenido que acomodarlos en el suelo. Pues
no queda espacio donde colocar más catres.
Justo entonces, don Pedro llegó a la carrera.
-Perdón el retraso, es que estaba ocupado
con el pregón –dijo, con voz entrecortada-. ¿Cómo siguen mi mujer y mi hijo?
-Siguen igual –le tranquilizó el diácono-.
Pero María está a punto de contarnos de un lugar donde podremos atenderles
mejor.
-Habla María, dinos donde –la apremió el
abuelo.
-Ese lugar va a ser… el Jaral.
-¿Cómo? –se extrañó don Pedro- ¿Vamos a
trasladar a los enfermos al Jaral? Pero… ¿don Tristán ha dado su
consentimiento?
-Claro que lo ha hecho –declaró ella con
rapidez, sin convencer a los presentes-. Está avisado y seguro que esperando
que lleguemos.
-Me complace saber que mi hijo ha dejado a
parte su amargura para ayudar a los vecinos –dijo Raimundo, emocionado ante
aquella buena nueva.
Todos sabían que en los últimos años Tristán
se había vuelto un ermitaño incapaz de relacionarse, como antaño, con sus
vecinos, y por ello les extrañaba que ahora, de buenas a primeras, cediese su
casa para instalar a unos enfermos.
-Desde luego es un gesto de generosidad como
hay pocos –añadió Gonzalo, sorprendido por la actitud de su padre. Viendo en el
hombre huraño en el que se había convertido, le extrañaba su buena disposición.
Pero si María decía que tenían su consentimiento, no iba a dudar de la palabra
de la muchacha.
-Ya te dije que mi tío era un buen hombre
–le defendió ella, con vehemencia-. Podremos llevar a los enfermos a su casa.
-Lo ideal sería una gran nave bien ventilada
que nos permita reunirlos a todos juntos –explicó el hijo de Tristán,
exponiendo la situación.
-En el Jaral hay unas grandes caballerizas
–recordó Raimundo-; y por lo que he visto hoy están libres. Con una buena
limpieza y una buena barrida nos servirán.
-No me gustaría que mi mujer reposara en
unas caballerizas –se quejó don Pedro, conociendo a Dolores-. Y a ella menos.
-Lo importante es que esté bien atendida –le
recordó Gonzalo, con paciencia-. Llámese caballeriza o palacio, y allí lo va a
estar.
-Ya –ladeó la cabeza, con pesar-. Pero mejor
se lo dice usted mismo.
-Lo haré si es menester –sin perder más
tiempo, Gonzalo llamó la atención del resto-. Bien. Ahora hay que buscar todos
los carros y carretas disponibles para hacer la mudanza antes de que caiga la
noche. ¿Sabemos algo del alcalde?
-Nada –dijo don Pedro, enfurruñado ante la
falta de noticias de Mauricio-. Ni rastro de Mauricio, como si se lo hubiera
tragado la tierra. Nadie le ha visto en todo el día ni en el ayuntamiento ni en
ningún otro sitio.
-Valiente alcalde, que cuando más se le
necesita… desaparece –dijo Raimundo sin poder callarse-. Hemos de juntar el
mayor número posible de carretas para llevar a los enfermos hasta allí.
-Voy a preguntar a los Muleros para ver
quién puede ayudar –se ofreció el marido de Dolores.
-Voy con usted, don Pedro –el abuelo de
María miró a unos aldeanos y les llamó-. ¡Marcos, Demetrio, acompañadme!
Vosotros también, acompañadme.
Los que se habían reunido en la plaza,
siguieron a Raimundo; era la hora de ponerse en marcha y comenzar con el
traslado de los enfermos al Jaral, si no querían que se les echara la noche
encima.
-Yo mientras voy a por mantas con las que
taparlos durante el viaje, por si ha refrescado –informó María, dispuesta a
seguir ayudando.
-No María –la detuvo Gonzalo. Admiraba su
voluntad de entrega por sus vecinos, pero no podía dejar que continuara
exponiéndose así-. Tú ya has hecho mucho. Vuelve a la Casona.
-Yo quiero ayudar en el traslado. A fin de
cuentas ha sido idea mía.
-Y te lo agradezco pero… hasta aquí tu
ayuda.
-Me temo que no te vas a salir con la tuya
–se plantó ella-. Resulta que tengo que estar allí cuando lleguemos con los
enfermos.
-¿Y… por qué? –inquirió Gonzalo, extrañado.
¿Qué ocultaba María.
-Porque… porque yo conozco bien la finca –le
dijo, manteniéndole la mirada.
-Y tú abuelo también, por lo que sé –le
recordó él, sin entender su insistencia-. Además, seguro que Tristán piensa
como yo, que lo más prudente es mantenerte alejada de cualquier peligro –sin
dejar que la muchacha replicase su decisión, Gonzalo se despidió de ella-.
Adiós.
-Espera –le detuvo María.
Gonzalo se volvió hacia ella.
-¿Me vas a decir de una vez por qué te
preocupas tanto por mi salud? –podría dejarla de lado, una vez más; sin
embargo, María veía en la insistencia del joven por mantenerla lejos algo más
que simple preocupación.
-Por la tuya y por la de cualquier ser
humano –clavó una mirada dura en ella. Demasiado dura para ser solo
preocupación-. ¿Olvidas que soy diácono?
-la muchacha bajó la cabeza, avergonzada; por un solo instante había
llegado a pensar que sus ansias de protegerla se debían a algo más que un
simple gesto de preocupación-. Adiós María. Y gracias de nuevo. Eres una buena
chica.
María le vio partir hacia la casa
parroquial; preguntándose por qué no podía dejar de pensar en Gonzalo. Algo en
su interior le pedía que le siguiera, que debía estar a su lado y ayudarle en
lo que fuera menester; pues sabía que juntos lograrían superar aquella maldita
epidemia.
En cuanto Rosario vio llegar a la gente al
Jaral, se sorprendió. Por más que fuesen de la mano de Raimundo y Gonzalo, no
dejaba de darle vueltas a una pregunta: ¿De verdad Tristán había dado su
consentimiento para que aquellas gentes se instalaran en las caballerizas del
Jaral? Conociendo al Tristán de los últimos años, parecía algo inaudito. Sin
embargo, no tenían tiempo para pensar en ello y mientras unos acomodaban a los
enfermos, otros se encargaban de llevar ollas con agua y otros utensilios que
les serían de gran ayuda.
En cuanto se quedaron solos en el salón,
Rosario no pudo dejar de preguntarle a Gonzalo, de nuevo, si era cierto que
Tristán había dado su consentimiento. El joven diácono le explicó lo que les
había dicho María, que había hablado con él y que efectivamente, podían ir allí.
La abuela de la muchacha recordó que su patrón había salido del Jaral de muy
buena mañana y no entendía cuándo habría visto a María.
Entonces la buena mujer se dio cuenta de lo
que realmente sucedía: su nieta lo había orquestado todo sin contar con su tío.
Tristán no sabía nada de aquello.
Al escuchar a Rosario, Gonzalo palideció.
¿Qué le dirían a Tristán en cuanto llegase a su c
asa y viera que había sido
“invadida” por los enfermos? No les dio tiempo a pensar en ello porque justo en
ese instante el tío de María apareció, refunfuñando: ¿Qué hacían todas aquellas
personas en su casa?
Gonzalo suspiró, tomando una pronta
determinación: el joven, sin pensarlo dos veces, le dijo a su padre que todo
era obra de él, y que nadie más tenía que ver.
CONTINUARÁ...
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