domingo, 5 de julio de 2015

CAPÍTULO 387: PARTE 3
Después de comprar los huevos para el ponche reconstituyente que Gonzalo quería hacerle a don Anselmo, el joven se acercó a la casa de comidas donde encontró a Alfonso hablando animadamente con un hombre de mediana edad. El padre de María enseguida les presentó. Se trataba de Raimundo Ulloa, el padre de Emilia y de Tristán, y por consiguiente, su abuelo.

Gonzalo le sonrió al hombre. Apenas le recordaba de pequeño, pero allí estaba, frente a él, frente a su abuelo. Enseguida se estableció una corriente de afinidad entre los dos, alentada por las explicaciones de Alfonso al informarles de que ambos habían estado en América. Raimundo Ulloa no era amigo de teologías y no compartía las ideas de la iglesia pero reconoció en Gonzalo las mismas inquietudes que él mismo tenía. Sin embargo, cuando Alfonso les recordó que ya tendrían tiempo para dialogar sobre sus opiniones, Gonzalo les explicó que no sería posible, pues la Montenegro había movido los hilos para que el obispado le trasladase a otro pueblo. La noticia de su marcha no gustó ni a Alfonso ni a Raimundo, quien se dio cuenta que pese al paso de los años, Francisca seguía siendo la misma cacique de antaño.

Por su parte, María regresó a la Casona con las palabras de Gonzalo martilleándole: Francisca le quería fuera de Puente Viejo. La joven no sabía si creerle o no y así se lo hizo saber a su tía Mariana, quien sí conocía a la señora y sabía de lo que era capaz. La hermana de Alfonso le habló con la verdad: a la Montenegro no se le ponía nadie por delante y osaba hacerlo, lo aplastaba como a insecto. María al escuchar aquello se preguntó qué mal podía haber hecho Gonzalo pues desde que llegó a Puente Viejo solo había hecho cosas. Mariana, que la conocía bastante bien, supo que la desazón de la muchacha se debía a otra cosa; algo que no le gustaba, y así se lo hizo saber: si Gonzalo había llamado su atención no era solo por sus buenos actos sino por ser un joven apuesto. María viéndose descubierta, trató de disimular: no se había fijado, le confesó con inocencia. Pero su tía no se lo tragó y María trató de cambiar de tema; hablaría personalmente con su madrina para que ella misma le dijera la verdad. Le pidió a Mariana que le desease suerte y subió al despacho de la señora.

La muchacha se encontró a su madrina hablando por teléfono y esperó a que terminase. Nada más colgar, Francisca supo enseguida, por su semblante serio, que algo le ocurría. Sin irse por las ramas, María le expuso su preocupación; quería saber si era cierto lo que se rumoreaba por el pueblo, que Gonzalo iba a ser trasladado porque ella lo había mandado.

La Montenegro viéndose descubierta utilizó las argucias que siempre surtían efecto con María. Ella no era la culpable, sino don Anselmo. El viejo cura le había pedido que trasladaran a su joven discípulo pues no se veía con fuerzas para encauzar sus ideas progresistas. María, inocentemente, la creyó. En su buen corazón no había cabida para pensar que su madrina fuese capaz de algo así.
Pero María también conocía los gestos de la Montenegro y al ver la arruga que se le había formado en la frente, supo que algo le preocupaba. Francisca le confesó que así era. La acababan de avisar que su hija Soledad estaba a punto de regresar a la Casona, y después de lo que había intentado hacer, no sabía bien cómo recibirla.

De regreso a la casa parroquial, Gonzalo entró en la confitería de Candela para cumplir su promesa de comprarle algo. La confitera estaba tratando de venderle a Rosario unos bizcochuelos y nada más ver al joven diácono le pidió que los probase. Gonzalo no lo dudó, pues si había un pecado que le perdía era el dulce. Nada más probarlo, el gesto de su cara se iluminó y un recuerdo fugaz cruzó por la mente de Rosario al reconocer aquel gesto.

La abuela de María recordó una escena similar, ocurrida muchos años atrás en la cocina de la Casona cuando le daba de merendar chocolate con picatostes al pequeño Martín, a quién le encantaba el dulce… como a Gonzalo.

Los ojos de Rosario se humedecieron, emocionada; y tanto Candela como Gonzalo pensaron que habían hecho algo mal. Sin embargo, la buena mujer les explicó lo que le ocurría: aquel momento le había recordado un pasaje de su pasado, cuando le daba de merendar a un niñito que se pirraba por el chocolate.

Gonzalo sonrió débilmente al saber que se refería a él. Aquellos momentos de su infancia junto a Rosario nunca los olvidaría.

Poco después regresó a casa y encontró a don Anselmo escribiendo la carta al obispado. Al parecer no habría forma de hacerle cambiar de opinión; aunque Gonzalo sabía que no era cosa del sacerdote sino de la Montenegro y aunque don Anselmo se hubiese negado, no habría podido hacer nada contra la voluntad de la señora.

Al terminar la carta, don Anselmo se disponía a llevarla a correos pero sus fuerzas comenzaron a flaquear. Gonzalo se dio cuenta de que el hombre cada vez estaba peor y se ofreció el mismo a llevar la carta, pero el sacerdote se opuso; ofendiendo con su negativa a su joven discípulo, pues le daba a entender que no confiaba en él.

Don Anselmo se dio cuenta de su error y trató de enmendarlo pero su mal estado de salud no le dejó hacerlo y cayó desmayado en medio de la sala.

CONTINUARÁ...


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