CAPÍTULO 393: PARTE 1
Un beso. Solo un beso había sido suficiente
para hacer tambalear la fortaleza espiritual de Gonzalo.
Nunca antes había tenido la más mínima duda
de cuál era su destino: servir a Dios. Pero desde que María había entrado en su
vida, como un huracán, poniendo patas arriba sus sentimientos, el joven diácono
vivía en una encrucijada.
Quizá ella no fuera consciente de lo que
acababa de suceder porque la fiebre nublaba su mente, sin embargo, Gonzalo si
estaba en sus plenas facultades y sabía que había cometido un grave error
dejándose llevar por sus emociones.
-Gonzalo –murmuró María, separándose de él-,
¿nos hemos besado o estoy delirando?
-María… yo… perdóname –titubeó, atemorizado
de sus propios sentimientos.
-No hay nada que perdonar –dijo ella, quien
a pesar de la fiebre, parecía saber lo que había sucedido entre ambos-. Nada
que debamos perdonarnos.
-Te ruego te recuestes y descanses –le pidió
el diácono, atormentado por lo sucedido-. Has de recuperarte –trató de
recostarla para alejarse de ella y de lo que sentía, lo antes posible.
-Pero me prometiste que no me dejarías sola.
–María le asió del brazo, sin querer soltarle.
Al final la joven, cansada por el esfuerzo,
tuvo que soltarle.
-Me cuesta respirar –cerró los ojos,
intentando recobrar el escaso aliento.
Gonzalo para aliviar un poco aquel malestar,
le colocó una almohada para que estuviese un poco más incorporada.
Gonzalo le coloca un cojín detrás.
-Así estarás más cómoda.
-En tus brazos estaba mejor –María se negaba
a dejarle marchar. Pero sus fuerzas comenzaron a flaquear y el delirio a
apoderarse de su cuerpo maltrecho.
-Duerme –susurró Gonzalo, acariciándole el
rostro perlado de gotas de sudor. La fiebre no remitía y habría que bajarla a
como diese lugar. El joven se alejó de ella, que parecía haber caído en un
sueño intranquilo. Los remordimientos por lo sucedido, le embargaron de golpe.
Lo que había sucedido entre ambos no podía volver a ocurrir nunca más. Ojalá
María no recordase que se habían besado-. Señor, no permitas que me ame. No
permitas que sufra –en su interior, Gonzalo rezaba para que la joven no
albergara ningún sentimiento de índole amoroso hacia él puesto que entre ellos
tan solo podría existir una simple amistad, y nada más. Pero no solo le
preocupaba ella, sino también su fuerza de voluntad porque sabía que aquel
simple beso había calado en su corazón más hondo de lo que hubiese deseado-. Y
dame fuerzas.
Tras mirarla una última vez, Gonzalo
abandonó la sala, incapaz de permanecer un solo instante más junto a ella,
porque verla postrada en aquel jergón, enferma, le dolía demasiado.
Después de lograr serenarse y volver a
levantar el muro que le impedía sentir algo por una mujer, Gonzalo regresó al
lado de María para tratar de bajarle la fiebre. De algún modo, el diácono se
sentía culpable de que ella hubiese contraído la enfermedad. Si no le hubiese
permitido quedarse en el Jaral cuando llegó, ahora no estaría lamentando
aquella situación.
Estaba colocándole paños fríos sobre la
frente, tratando de bajarle la fiebre, cuando llegó Tristán, quien al ver a su
sobrina en aquel estado, no pudo por menos que sentirse culpable, por los
mismos motivos que Gonzalo. Ambos le habían permitido a la muchacha quedarse, y
ahora estaban pagando las consecuencias de aquel error.
Gonzalo le explicó a su padre que la joven
había estado ocultándoles su estado durante todo el día, y que por ello, la
gripe le había atacado con mayor virulencia. Tristán se acercó a su sobrina, maldiciéndose
por su condescendencia con ella; sin embargo, Gonzalo trató de aliviar su
culpa, con buenas palabras; algo que desgraciadamente no logró. Finalmente,
ambos decidieron velar a la joven durante toda la noche e intentar que le
bajase la fiebre a como diese lugar.
Tras pasar una noche más en vela, cuidando
de María, Gonzalo acompañó al día siguiente a don Anselmo de vuelta a la casa
parroquial. El viejo sacerdote ya se encontraba restablecido y quería volver a
su casa, aunque la noticia del contagio de María le tenía preocupado. Su joven
pupilo le explicó que después de pasar toda la noche con la fiebre alta, María
había mejorado ligeramente y en esos momentos la tenían controlada.
Don Anselmo aprovechó para darle las gracias
a Gonzalo por todo lo que había hecho por los aldeanos de Puente Viejo durante
aquellos duros días, cuidándoles de sol a sol, sin desfallecer, y demostrando
su valía y buen corazón. El hombre le recordó que la iglesia necesitaba
ministros como él, capaces de dedicarse a los demás sin esperar nada a cambio.
Gonzalo le agradeció el cumplido; pero su media sonrisa se tiñó de pesar al
recordar que le había fallado a Dios al dejarse vencer por la tentación carnal
y besar a María.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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