CAPÍTULO 394: PARTE 2
Poco rato después, María y Gonzalo entraban
en la Casona. El joven diácono llevaba las cosas de la ahijada de la
Montenegro, que suspiró al pisar su casa.
-Hogar, dulce hogar –ironizó María, deteniéndose
en la entrada.
Mariana salió del salón y se abalanzó sobre
su sobrina.
-¡Niña, qué alegría! –su tía, olvidando cuál
era su lugar en la Casona, la besó. Habían pasado unos días preocupados por el
estado de salud de la joven, y tenerla de vuelta era lo que todos habían
deseado-. ¿Cómo está?
-Estupendamente tita –dijo ella, sin
emoción, y aceptando el abrazo de Mariana-. Ni la gripe española puede conmigo.
-Mo me llame así que la tenemos –le recordó
con cariño, mirando hacia el despacho donde la señora debía de seguir, ajena al
retorno de su ahijada-. Antonia os ha visto llegar por el sendero y ha ido a
avisar a Soledad y a su madrina –solo entonces se percató de la presencia de
Gonzalo-. Gracias por acompañarla hasta aquí. Espero que no le haya dado mucha
guerra.
-Nada más de lo habitual –murmuró él,
consciente de que aquellos serían los últimos segundos que pasaría junto a
María.
María se volvió hacia él. Su corazón le
pedía a gritos que no se separara de Gonzalo. La joven tuvo que hacer un gran
esfuerzo para mantenerse y evitar hacerlo.
Justo en ese instante, Soledad llegó del
Jardín, como una sombra. Una sombra de la mujer alegre que un día había sido.
Gonzalo, al verla, la reconoció enseguida: su tía Soledad. Aquella que jugaba
con él cuando era un niño. Aquella que le regaló el soldadito que Tristán había
tallado para él. ¿Cómo olvidar a su querida tía?
-Bienvenida a casa, María –la saludó
Soledad, sin entusiasmo.
El brillo de sus ojos permanecía apagado,
dormido, envuelto en las mismas sombras en las que vivía la hermana de Tristán
desde hacía años.
-Soledad –María la cogió de las manos,
agradeciendo el recibimiento.
-Soledad Castro –Gonzalo no pudo resistirse.
Sus sentimientos le traicionaban al tenerla frente a él después de tantos años.
Soledad se quedó mirándole, preguntándose cómo era que aquel joven sabía quién
era. La familiaridad con la que la observaba le desconcertó. Solo entonces
Gonzalo se dio cuenta de su error y quiso subsanarlo -. Es un placer conocerla,
Rosario me habló de usted y de… su estancia hasta hace pocos días en el
convento de la Encarnación.
-Bueno… todo se acaba en esta vida, por
suerte o por desgracia –declaró ella, incómoda ante la mención del convento-.
Supongo que usted es el padre Gonzalo. El invitado de don Anselmo, de quien
tanto he oído hablar.
-Así es –le devolvió una sonrisa amable-.
Espero haber salido bien parado de esas conversaciones.
-Demasiado bien se me antoja –intervino María,
dolida. Por mucho que tratase de hacerse la fuerte, ver que en unos minutos
Gonzalo se marcharía, le desgarraba por dentro. No quería separarse de él. No.
Por ello, encontró la manera de vengarse de él, lanzándole aquellas indirectas,
para que comprendiese lo duro que iba a ser estar lejos de él-. Soledad, sepa
que Gonzalo aun no es cura, es diácono. Y según la enciclopedia de mi madrina,
no tiene nada que ver una cosa con la otra.
Gonzalo se sorprendió ante la explicación.
-¿Acaso has estado buscando esa diferencia?
-¿Te molestaría que lo hubiera hecho? –le espetó
sin avergonzarse de ello. Clavó su mirada en él.
-No –repuso, incómodo-. Soy curioso tan
solo.
María apretó los labios, conteniéndose.
-¡Dios de mi corazón! ¡María!
La llegada de la Montenegro volvió a la
joven a la realidad.
-¡Ay, madrina! –se quejó, mientras Francisca
la abrazaba con fuerza-. No me estruje tanto que me va a descoyuntar.
Soledad, siempre en un segundo plano,
aprovechó el momento para subir a su cuarto, sin que se diesen cuenta.
-Déjame que te vea cariño –le alzó ambos
brazos para verla mejor-. Estás muy flacucha. Madre mía, que no tienes ni una
pizca de carne en estos huesos. ¿Seguro que estás recuperada?
-Seguro, doña Francisca –intervino Gonzalo-.
Lo único que necesita ahora su ahijada es reposo y buenos alimentos.
-Vive Dios que aquí los encontrará a
espuertas –declaró la Montenegro, feliz con el regreso de su ahijada-. Dame
otro abrazo de esos huesudos, hija. Cuanto te he echado de menos.
Gonzalo comprendió que había llegado el
momento de despedirse. María ya estaba con los suyos y ya no se requería de su
ayuda.
-Las dejo. Si me disculpan, he de volver a
mis ocupaciones.
La Montenegro le detuvo.
-Aguarde un instante, padre Gonzalo. Antes
de que se marche me gustaría hablar con usted asolas. ¿Sería eso posible?
-Claro –el joven se preguntó que quería su
abuela de él.
-Estupendo. Pase a mi despacho –Gonzalo
obedeció. Mientras él pasaba al despacho de la señora, María le siguió con la
mirada-. Y tú no te me vayas muy lejos, polvorilla –le pidió su madrina-. Que
me has de contar, con pelos y señales todo lo que te ha sucedido en estos días.
María se quedó plantada en la entrada, con
el corazón en un puño. Necesitaba hablar con alguien, soltar todo lo que
llevaba por dentro y que la estaba destrozando.
-Tía Mariana, subamos a mi habitación –le pidió
a su tía, pues era la única persona con quien podía hablar.
-María, tengo mucha faena ahora.
-Tita, por favor- le suplicó la muchacha-.
Necesito hablar contigo. Es importante.
Mariana comprendió que algo debía de
sucederle para hablarle así y accedió. Ambas subieron al cuarto de la joven.
La atención de Gonzalo estaba puesta en la
entrada de la casa, ajeno a lo que la Montenegro se traía entre manos.
La señora sacó un fajo de billetes de la
caja y se los tendió, en agradecimiento por el cuidado que le había dispensado
a María.
Gonzalo rechazó el ofrecimiento. Si había
actuado como le había hecho, era porque era su deber, no por dinero. La
Montenegro, incapaz de comprender aquel proceder le preguntó si era cierto lo
que decían las malas lenguas del pueblo, que pese a haber estado tan en
contacto con los enfermos, él no se había visto afectado por la enfermedad y
muchos le consideraban ya un santo. El joven diácono sonrió: para nada era un
santo. Su buena salud se debía a su sistema inmunológico, curtido en la selva
donde las enfermedades eran mucho más peligrosas.
Francisca no veía con buenos ojos que aquel
simple sacerdote fuese considerado un santo, pues de ahí a ganarse el apoyo
incondicional de los parroquianos, tan solo había un paso.
Sin embargo, volvió a insistir con el pago.
Si no lo hacía por él, que lo tomase para la parroquia pues sabía que lo
necesitaban. Gonzalo lo aceptó con esa condición. No obstante, antes de marcharse,
la Montenegro le pidió que hiciese saber a la gente de quién venía el donativo.
El joven, apenas se sorprendió: hasta ese punto llegaba la arrogancia de la
señora, incapaz de hacer algo que no fuese en su propio beneficio.
Gonzalo abandonó la Casona y regresó al
Jaral donde todavía quedaba mucho por hacer.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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