martes, 22 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 394: PARTE 2
Poco rato después, María y Gonzalo entraban en la Casona. El joven diácono llevaba las cosas de la ahijada de la Montenegro, que suspiró al pisar su casa.
-Hogar, dulce hogar –ironizó María, deteniéndose en la entrada.
Mariana salió del salón y se abalanzó sobre su sobrina.
-¡Niña, qué alegría! –su tía, olvidando cuál era su lugar en la Casona, la besó. Habían pasado unos días preocupados por el estado de salud de la joven, y tenerla de vuelta era lo que todos habían deseado-. ¿Cómo está?
-Estupendamente tita –dijo ella, sin emoción, y aceptando el abrazo de Mariana-. Ni la gripe española puede conmigo.
-Mo me llame así que la tenemos –le recordó con cariño, mirando hacia el despacho donde la señora debía de seguir, ajena al retorno de su ahijada-. Antonia os ha visto llegar por el sendero y ha ido a avisar a Soledad y a su madrina –solo entonces se percató de la presencia de Gonzalo-. Gracias por acompañarla hasta aquí. Espero que no le haya dado mucha guerra.
-Nada más de lo habitual –murmuró él, consciente de que aquellos serían los últimos segundos que pasaría junto a María.
María se volvió hacia él. Su corazón le pedía a gritos que no se separara de Gonzalo. La joven tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse y evitar hacerlo.
Justo en ese instante, Soledad llegó del Jardín, como una sombra. Una sombra de la mujer alegre que un día había sido. Gonzalo, al verla, la reconoció enseguida: su tía Soledad. Aquella que jugaba con él cuando era un niño. Aquella que le regaló el soldadito que Tristán había tallado para él. ¿Cómo olvidar a su querida tía?
-Bienvenida a casa, María –la saludó Soledad, sin entusiasmo.
El brillo de sus ojos permanecía apagado, dormido, envuelto en las mismas sombras en las que vivía la hermana de Tristán desde hacía años.
-Soledad –María la cogió de las manos, agradeciendo el recibimiento.
-Soledad Castro –Gonzalo no pudo resistirse. Sus sentimientos le traicionaban al tenerla frente a él después de tantos años. Soledad se quedó mirándole, preguntándose cómo era que aquel joven sabía quién era. La familiaridad con la que la observaba le desconcertó. Solo entonces Gonzalo se dio cuenta de su error y quiso subsanarlo -. Es un placer conocerla, Rosario me habló de usted y de… su estancia hasta hace pocos días en el convento de la Encarnación.
-Bueno… todo se acaba en esta vida, por suerte o por desgracia –declaró ella, incómoda ante la mención del convento-. Supongo que usted es el padre Gonzalo. El invitado de don Anselmo, de quien tanto he oído hablar.
-Así es –le devolvió una sonrisa amable-. Espero haber salido bien parado de esas conversaciones.
-Demasiado bien se me antoja –intervino María, dolida. Por mucho que tratase de hacerse la fuerte, ver que en unos minutos Gonzalo se marcharía, le desgarraba por dentro. No quería separarse de él. No. Por ello, encontró la manera de vengarse de él, lanzándole aquellas indirectas, para que comprendiese lo duro que iba a ser estar lejos de él-. Soledad, sepa que Gonzalo aun no es cura, es diácono. Y según la enciclopedia de mi madrina, no tiene nada que ver una cosa con la otra.
Gonzalo se sorprendió ante la explicación.
-¿Acaso has estado buscando esa diferencia?
-¿Te molestaría que lo hubiera hecho? –le espetó sin avergonzarse de ello. Clavó su mirada en él.
-No –repuso, incómodo-. Soy curioso tan solo.
María apretó los labios, conteniéndose.
-¡Dios de mi corazón! ¡María!
La llegada de la Montenegro volvió a la joven a la realidad.
-¡Ay, madrina! –se quejó, mientras Francisca la abrazaba con fuerza-. No me estruje tanto que me va a descoyuntar.
Soledad, siempre en un segundo plano, aprovechó el momento para subir a su cuarto, sin que se diesen cuenta.
-Déjame que te vea cariño –le alzó ambos brazos para verla mejor-. Estás muy flacucha. Madre mía, que no tienes ni una pizca de carne en estos huesos. ¿Seguro que estás recuperada?
-Seguro, doña Francisca –intervino Gonzalo-. Lo único que necesita ahora su ahijada es reposo y buenos alimentos.
-Vive Dios que aquí los encontrará a espuertas –declaró la Montenegro, feliz con el regreso de su ahijada-. Dame otro abrazo de esos huesudos, hija. Cuanto te he echado de menos.
Volvió a abrazarla.
Gonzalo comprendió que había llegado el momento de despedirse. María ya estaba con los suyos y ya no se requería de su ayuda.
-Las dejo. Si me disculpan, he de volver a mis ocupaciones.
La Montenegro le detuvo.
-Aguarde un instante, padre Gonzalo. Antes de que se marche me gustaría hablar con usted asolas. ¿Sería eso posible?
-Claro –el joven se preguntó que quería su abuela de él.
-Estupendo. Pase a mi despacho –Gonzalo obedeció. Mientras él pasaba al despacho de la señora, María le siguió con la mirada-. Y tú no te me vayas muy lejos, polvorilla –le pidió su madrina-. Que me has de contar, con pelos y señales todo lo que te ha sucedido en estos días.
María se quedó plantada en la entrada, con el corazón en un puño. Necesitaba hablar con alguien, soltar todo lo que llevaba por dentro y que la estaba destrozando.
-Tía Mariana, subamos a mi habitación –le pidió a su tía, pues era la única persona con quien podía hablar.
-María, tengo mucha faena ahora.
-Tita, por favor- le suplicó la muchacha-. Necesito hablar contigo. Es importante.
Mariana comprendió que algo debía de sucederle para hablarle así y accedió. Ambas subieron al cuarto de la joven.
La atención de Gonzalo estaba puesta en la entrada de la casa, ajeno a lo que la Montenegro se traía entre manos.
La señora sacó un fajo de billetes de la caja y se los tendió, en agradecimiento por el cuidado que le había dispensado a María.
Gonzalo rechazó el ofrecimiento. Si había actuado como le había hecho, era porque era su deber, no por dinero. La Montenegro, incapaz de comprender aquel proceder le preguntó si era cierto lo que decían las malas lenguas del pueblo, que pese a haber estado tan en contacto con los enfermos, él no se había visto afectado por la enfermedad y muchos le consideraban ya un santo. El joven diácono sonrió: para nada era un santo. Su buena salud se debía a su sistema inmunológico, curtido en la selva donde las enfermedades eran mucho más peligrosas.
Francisca no veía con buenos ojos que aquel simple sacerdote fuese considerado un santo, pues de ahí a ganarse el apoyo incondicional de los parroquianos, tan solo había un paso.
Sin embargo, volvió a insistir con el pago. Si no lo hacía por él, que lo tomase para la parroquia pues sabía que lo necesitaban. Gonzalo lo aceptó con esa condición. No obstante, antes de marcharse, la Montenegro le pidió que hiciese saber a la gente de quién venía el donativo. El joven, apenas se sorprendió: hasta ese punto llegaba la arrogancia de la señora, incapaz de hacer algo que no fuese en su propio beneficio.
Gonzalo abandonó la Casona y regresó al Jaral donde todavía quedaba mucho por hacer.

CONTINUARÁ...





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