CAPÍTULO 394: PARTE 1
Gonzalo apretó los puños, manteniéndole la
mirada a Tristán y tratando de contenerse.
-Dígame quién es de una maldita vez –le exigió
su padre-. ¿A qué ese interés por mi familia? ¿A qué esa carta que tiene en sus
manos? –sin mediar palabra alguna, Tristán se la arrancó de las manos de malas
maneras.
-Si quiere que me explique, tendrá usted que
calmarse –dijo Gonzalo, con calma, sorprendiéndose él mismo por tragar la
impotencia que le invadía en ese instante-. No pienso entrar en sus
provocaciones.
-¿Acaso no me provocó usted con esta carta? –Tristán
no razonaba, ni veía otras posibilidades. Para él, aquel cura era tan solo un
entrometido.
-Nada más lejos de mi intención.
-Yo diría que esa es precisamente su
intención –insistió. Sus ojos brillaron, cargados de rencor. ¿Dónde estaba
aquel Tristán capaz de sentir amor por alguien?-. ¿A cuento de qué le escribe
usted a mi hija?
-No sabe cuán errado está señor.
-Si estoy errado dígame ahora mismo por qué.
Poco me importa que sea usted un enviado de Dios.
En ese instante, María regresó a la sala con
las monedas para enviar la carta. Al ver sus rostros, supo que algo no andaba
bien.
-Este cura ha tenido la osadía de escribirle
a mi hija –expuso Tristán, sin apartar la mirada de Gonzalo.
María bajó sus ojos hasta la mano de su tío,
comprendiendo lo que había sucedido.
-Tío Tristán se equivoca –le explicó ella-.
Esa carta no es de Gonzalo, es mía.
Tan solo entonces, el gesto de Tristán se
suavizó. Miró a su sobrina, sorprendido, como si abriese los ojos por primera
vez. ¿La carta era suya, no del sacerdote? Apenas parpadeó, consternado. Su
rabia al ver el nombre de su hija en el sobre le había cegado hasta el punto de
acusar a un inocente.
-¿Tuya? –murmuró, perplejo.
-Quería escribirle a Aurora como lo hago habitualmente,
pero… no me sentía con fuerzas y el padre Gonzalo se ofreció a pergeñarla él a
mi dictado –expuso María, con calma-. Si no me cree puede abrirla y leerla.
Comprobará que es mía y que no pongo nada fuera de…
Su tío le devolvió el sobre, comprendiendo
su error.
-Lo que sí se me antoja necesario es que se
disculpe usted con Gonzalo, que el pobre no merecía tanto regaño por su parte –le
pidió María con sensatez-. ¿No cree?
Tristán miró a Gonzalo de nuevo. Quizá se
merecía una disculpa, pero había algo en el cura que no terminaba de agradarle,
como si escondiese un secreto que le impedía mostrarse tal cual era.
-Hace años que no me disculpo ante nadie –le
espetó su tío, sin dar su brazo a torcer-. Yo no soy responsable de que este
hombre no sepa explicarse.
Sin decir ni una palabra más, Tristán salió
del salón, aireado. Su alma, atormentada durante años, le había vuelto el
corazón de piedra.
María miró a Gonzalo un instante. Quería pedirle
perdón por lo ocurrido, pues en ningún momento había querido ponerle en aquella
incómoda situación. Sin embargo no encontró las palabras para ello.
Por su parte, Gonzalo había comprendido que
pese a los días que había estado trabajando con Tristán, codo con codo,
ayudando a los enfermos; el alma de su padre seguía sangrando de dolor. Y veía
que esas heridas difícilmente lograrían sanar.
A la mañana siguiente, María ya estaba
completamente restablecida. La fiebre había cesado y las fuerzas regresaban a
ella, aunque con lentitud pues la enfermedad que había padecido era de las más
virulentas.
Gonzalo, pese a no querer acercarse a ella
más que lo estrictamente necesario, no podía apartarla de su pensamiento y su
inconsciente le delataba constantemente.
A media mañana, el joven acudió al salón
para ver que la evolución de María seguía su curso. Colocó el dorso de su mano
sobre la frente de la muchacha y permanecieron en un incómodo silencio hasta
que ella lo rompió.
-¿Cómo me ves?
-Yo diría que no queda casi ni rastro de la
fiebre. –declaró él. Tomó asiento en el camastro contiguo al de ella,
manteniendo cierta distancia y tratando de controlar sus emociones que se
revelaban una y otra vez a través de su mirada-. Voy a comprobar si tu pulso
sigue siendo regular.
-Espero que así sea –declaró María, con
calma-. Aunque creo que el tío Tristán me lo puso del revés tras el rapapolvo
que te dedicó ayer.
Cerca de ellos, Rosario había estado
replegando las sábanas y mantas del salón. Al escuchar el nombre de Tristán, no
pudo contenerse y se acercó a ellos, preocupada.
-¿Qué rapapolvo? –preguntó Rosario, plantándose
tras su nieta.
-No tiene importancia, Rosario –se apresuró
a decir Gonzalo, que no quería volver a tocar el tema, porque en el fondo le
dolía el rechazo de su padre, aunque no supiera quien era él.
-La tiene, y mucha –insistió María, a quien
no le parecía bien la actitud de su tío-. Que no puede ir soltando exabruptos a
diestra y siniestra por ahí –se volvió hacia Rosario-. Abuela, lo que sucedió
es qué… vio que Gonzalo tenía una carta dirigida a Aurora, y pensó que era él
quien quería escribir a su chiquilla y no yo.
Rosario entendió lo que habría sucedido.
Conociendo a Tristán, aquel hecho le habría afectado sobremanera.
-Y no sabe usted de qué manera –certificó su
nieta con gesto serio-. Cuando aparecí estaba a punto de arrearle una tunda a
Gonzalo. Y ni siquiera pidió disculpas cuando le hice ver que estaba en un
error.
-Es que le cuesta un mundo –le defendió
Rosario, pues pese al mal humor de Tristán, le había visto crecer y le quería
como a un hijo más. Ver en lo que se había convertido, le dolía demasiado y
trataba de justificarlo a pensar de saber que no obraba bien-. Yo lo sé. Tenéis
que entender el carácter arisco de Tristán y dispensarle.
Gonzalo se sentía incapaz de decir nada.
-Sí yo no se lo tengo en cuenta, abuela –siguió
María-. Pero una cosa es estar afligido por Pepa y otra encararse con quien le
salga al paso. ¿No cree? –se volvió hacia Gonzalo; Tristán sería su tío pero no
podía defenderle cuando había sido injusto con el sacerdote-. Gonzalo no tenía
la culpa de nada.
-No vale la pena ahondar más en ello, María
–el joven se levantó, queriendo dar por concluida la conversación-. Sus motivos
tendrá para comportarse de ese modo. ¿No es así, Rosario?
-Así es –convino la buena mujer, agradecida
porque aquel cura no le tuviese en cuenta a Tristán sus desplantes-. Ha sufrido
no pocas desgracias, y hay cosas que por mucho que os explique, no llegaréis a
entender.
-Pero haga un esfuerzo abuela, explíquenoslo
–María, desde su inocencia, no entendía por qué su tío se comportaba de aquella
manera-. ¿Qué es eso tan misterioso que no sabemos de él?
-No voy a hablar de tu tío, María –Rosario le
lanzó una severa mirada. Se lo había dicho muchas veces: Tristán había sufrido
lo indecible en su vida, y no podían juzgarle, tan solo tratar de comprenderle.
-Pero si no le vamos a decir ni palabra, lo
único que queremos es entender por qué actúa así.
-María he dicho que no voy a hablar de él,
no quiero meterme en camisas de once varas. Así que… dejemos esto.
-Está en su perfecto derecho, Rosario –Gonzalo
salió en su ayuda. Tristán, como cualquier otro ser humano tenía derecho a
guardar sus secretos, y ellos no eran nadie para rebuscar en ellos; así que
trató de cambiar de tema-. Dígame una cosa, ¿puede encargarse de pedir a los
enfermos que vayan recogiendo las cuadras?
-¿Va a levantar el campo ya? –se sorprendió
Rosario.
-En efecto –le sonrió él-. Antes les he
hecho una visita y… están todos fatigados pero sanos como manzanas. No hay
razón para mantenerles recluidos por más tiempo.
Tras ellos, María escuchó las órdenes de
Gonzalo sintiendo un nudo en el estómago. Si el campamento era levantado, eso
significaba que todos debían regresar a sus casas; incluida ella. Y eso era lo
último que María deseaba en ese instante, separarse de Gonzalo.
-Entonces iré a avisarles –convino Rosario.
-Gracias, Rosario.
La abuela salió camino de las cuadras para
llevar a cabo las órdenes de Gonzalo. Al ver que se volvían a quedar asolas, el
joven diácono tomó aire para afrontar lo que tenía que decirle a María.
-En cuanto a ti… -se volvió hacia ella.
-¿Qué? –saltó la muchacha con la mirada
retadora, temiendo que la echara de allí-. ¿También quieres despacharme?
-Ya estás tan restablecida como los demás –Gonzalo
se retorció las manos, nervioso, y le mostró una amable y forzada sonrisa, porque
pese a que sabía que era lo mejor, que María regresara a la Casona, algo en su
interior se revelaba para que la muchacha no se marchase de su lado-. Va siendo
hora de que regreses a tu casa.
-Pero aun puedo hacer mucho avío por aquí –insistió
ella, miró a su alrededor, buscando la excusa que le permitiese permanecer
junto a él, por estúpida que fuese la razón. No quería separarse de Gonzalo, no
ahora-. Por lo pronto podría ayudar a levantar los camastros…
-Ni hablar, no tentemos a la suerte que todavía
estás en peligro de recaer –le cortó él. No podía dejarla. Sabía que si lograba
encontrar la excusa, se vería incapaz de echarla de su lado-. Y por ahí siguen
corriendo las miasmas a su libre albedrío. Volverás a la Casona a la voz de ya.
Me ocuparé personalmente de ello.
María frunció el ceño, sin poder ocultar su
malestar. ¿Por qué se empeñaba Gonzalo en apartarla de su lado.
-¿Y cómo lo harás? –repuso de pronto,
retadora-. ¿Llevándome arrastras?
El joven tragó saliva. No quería hacerle
daño, pero era lo mejor para ambos. Cuanto menos tiempo pasasen juntos… mejor.
Él iba a ser sacerdote y un acercamiento con María tan solo podría hacerles
daño a ambos.
-Acompañándote –le explicó con calma-.
Espero que con eso sea suficiente.
-Prueba a ver –con descaro, María le tendió la
mano. Si quería echarla, tendría que sacarla él mismo de allí.
-En marcha –declaró, dejándola con la mano
en alto.
El joven salió de la sala y María se maldijo
por no haber sido capaz de convencerle.
Derrotada, se levantó del camastro y siguió
sus pasos.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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