viernes, 18 de septiembre de 2015

CAPÍTULO 394: PARTE 1
Gonzalo apretó los puños, manteniéndole la mirada a Tristán y tratando de contenerse.
-Dígame quién es de una maldita vez –le exigió su padre-. ¿A qué ese interés por mi familia? ¿A qué esa carta que tiene en sus manos? –sin mediar palabra alguna, Tristán se la arrancó de las manos de malas maneras.
-Si quiere que me explique, tendrá usted que calmarse –dijo Gonzalo, con calma, sorprendiéndose él mismo por tragar la impotencia que le invadía en ese instante-. No pienso entrar en sus provocaciones.
-¿Acaso no me provocó usted con esta carta? –Tristán no razonaba, ni veía otras posibilidades. Para él, aquel cura era tan solo un entrometido.
-Nada más lejos de mi intención.
-Yo diría que esa es precisamente su intención –insistió. Sus ojos brillaron, cargados de rencor. ¿Dónde estaba aquel Tristán capaz de sentir amor por alguien?-. ¿A cuento de qué le escribe usted a mi hija?
-No sabe cuán errado está señor.
-Si estoy errado dígame ahora mismo por qué. Poco me importa que sea usted un enviado de Dios.
En ese instante, María regresó a la sala con las monedas para enviar la carta. Al ver sus rostros, supo que algo no andaba bien.
-¿Pero qué sucede aquí? –inquirió la muchacha.
-Este cura ha tenido la osadía de escribirle a mi hija –expuso Tristán, sin apartar la mirada de Gonzalo.
María bajó sus ojos hasta la mano de su tío, comprendiendo lo que había sucedido.
-Tío Tristán se equivoca –le explicó ella-. Esa carta no es de Gonzalo, es mía.
Tan solo entonces, el gesto de Tristán se suavizó. Miró a su sobrina, sorprendido, como si abriese los ojos por primera vez. ¿La carta era suya, no del sacerdote? Apenas parpadeó, consternado. Su rabia al ver el nombre de su hija en el sobre le había cegado hasta el punto de acusar a un inocente.
-¿Tuya? –murmuró, perplejo.
-Quería escribirle a Aurora como lo hago habitualmente, pero… no me sentía con fuerzas y el padre Gonzalo se ofreció a pergeñarla él a mi dictado –expuso María, con calma-. Si no me cree puede abrirla y leerla. Comprobará que es mía y que no pongo nada fuera de…
-No es necesario –le cortó Tristán, azorado.
Su tío le devolvió el sobre, comprendiendo su error.
-Lo que sí se me antoja necesario es que se disculpe usted con Gonzalo, que el pobre no merecía tanto regaño por su parte –le pidió María con sensatez-. ¿No cree?
Tristán miró a Gonzalo de nuevo. Quizá se merecía una disculpa, pero había algo en el cura que no terminaba de agradarle, como si escondiese un secreto que le impedía mostrarse tal cual era.
-Hace años que no me disculpo ante nadie –le espetó su tío, sin dar su brazo a torcer-. Yo no soy responsable de que este hombre no sepa explicarse.
Sin decir ni una palabra más, Tristán salió del salón, aireado. Su alma, atormentada durante años, le había vuelto el corazón de piedra.
María miró a Gonzalo un instante. Quería pedirle perdón por lo ocurrido, pues en ningún momento había querido ponerle en aquella incómoda situación. Sin embargo no encontró las palabras para ello.
Por su parte, Gonzalo había comprendido que pese a los días que había estado trabajando con Tristán, codo con codo, ayudando a los enfermos; el alma de su padre seguía sangrando de dolor. Y veía que esas heridas difícilmente lograrían sanar.
A la mañana siguiente, María ya estaba completamente restablecida. La fiebre había cesado y las fuerzas regresaban a ella, aunque con lentitud pues la enfermedad que había padecido era de las más virulentas.
Gonzalo, pese a no querer acercarse a ella más que lo estrictamente necesario, no podía apartarla de su pensamiento y su inconsciente le delataba constantemente.
A media mañana, el joven acudió al salón para ver que la evolución de María seguía su curso. Colocó el dorso de su mano sobre la frente de la muchacha y permanecieron en un incómodo silencio hasta que ella lo rompió.
-¿Cómo me ves?
-Yo diría que no queda casi ni rastro de la fiebre. –declaró él. Tomó asiento en el camastro contiguo al de ella, manteniendo cierta distancia y tratando de controlar sus emociones que se revelaban una y otra vez a través de su mirada-. Voy a comprobar si tu pulso sigue siendo regular.
-Espero que así sea –declaró María, con calma-. Aunque creo que el tío Tristán me lo puso del revés tras el rapapolvo que te dedicó ayer.
Cerca de ellos, Rosario había estado replegando las sábanas y mantas del salón. Al escuchar el nombre de Tristán, no pudo contenerse y se acercó a ellos, preocupada.
-¿Qué rapapolvo? –preguntó Rosario, plantándose tras su nieta.
-No tiene importancia, Rosario –se apresuró a decir Gonzalo, que no quería volver a tocar el tema, porque en el fondo le dolía el rechazo de su padre, aunque no supiera quien era él.
-La tiene, y mucha –insistió María, a quien no le parecía bien la actitud de su tío-. Que no puede ir soltando exabruptos a diestra y siniestra por ahí –se volvió hacia Rosario-. Abuela, lo que sucedió es qué… vio que Gonzalo tenía una carta dirigida a Aurora, y pensó que era él quien quería escribir a su chiquilla y no yo.
Rosario entendió lo que habría sucedido. Conociendo a Tristán, aquel hecho le habría afectado sobremanera.
-Y montó en cólera, no me digas más –convino la abuela.
-Y no sabe usted de qué manera –certificó su nieta con gesto serio-. Cuando aparecí estaba a punto de arrearle una tunda a Gonzalo. Y ni siquiera pidió disculpas cuando le hice ver que estaba en un error.
-Es que le cuesta un mundo –le defendió Rosario, pues pese al mal humor de Tristán, le había visto crecer y le quería como a un hijo más. Ver en lo que se había convertido, le dolía demasiado y trataba de justificarlo a pensar de saber que no obraba bien-. Yo lo sé. Tenéis que entender el carácter arisco de Tristán y dispensarle.
Gonzalo se sentía incapaz de decir nada.
-Sí yo no se lo tengo en cuenta, abuela –siguió María-. Pero una cosa es estar afligido por Pepa y otra encararse con quien le salga al paso. ¿No cree? –se volvió hacia Gonzalo; Tristán sería su tío pero no podía defenderle cuando había sido injusto con el sacerdote-. Gonzalo no tenía la culpa de nada.
-No vale la pena ahondar más en ello, María –el joven se levantó, queriendo dar por concluida la conversación-. Sus motivos tendrá para comportarse de ese modo. ¿No es así, Rosario?
-Así es –convino la buena mujer, agradecida porque aquel cura no le tuviese en cuenta a Tristán sus desplantes-. Ha sufrido no pocas desgracias, y hay cosas que por mucho que os explique, no llegaréis a entender.
-Pero haga un esfuerzo abuela, explíquenoslo –María, desde su inocencia, no entendía por qué su tío se comportaba de aquella manera-. ¿Qué es eso tan misterioso que no sabemos de él?
-No voy a hablar de tu tío, María –Rosario le lanzó una severa mirada. Se lo había dicho muchas veces: Tristán había sufrido lo indecible en su vida, y no podían juzgarle, tan solo tratar de comprenderle.
-Pero si no le vamos a decir ni palabra, lo único que queremos es entender por qué actúa así.
-María he dicho que no voy a hablar de él, no quiero meterme en camisas de once varas. Así que… dejemos esto.
-Está en su perfecto derecho, Rosario –Gonzalo salió en su ayuda. Tristán, como cualquier otro ser humano tenía derecho a guardar sus secretos, y ellos no eran nadie para rebuscar en ellos; así que trató de cambiar de tema-. Dígame una cosa, ¿puede encargarse de pedir a los enfermos que vayan recogiendo las cuadras?
-¿Va a levantar el campo ya? –se sorprendió Rosario.
-En efecto –le sonrió él-. Antes les he hecho una visita y… están todos fatigados pero sanos como manzanas. No hay razón para mantenerles recluidos por más tiempo.
Tras ellos, María escuchó las órdenes de Gonzalo sintiendo un nudo en el estómago. Si el campamento era levantado, eso significaba que todos debían regresar a sus casas; incluida ella. Y eso era lo último que María deseaba en ese instante, separarse de Gonzalo.
-Entonces iré a avisarles –convino Rosario.
-Gracias, Rosario.
La abuela salió camino de las cuadras para llevar a cabo las órdenes de Gonzalo. Al ver que se volvían a quedar asolas, el joven diácono tomó aire para afrontar lo que tenía que decirle a María.
-En cuanto a ti… -se volvió hacia ella.
-¿Qué? –saltó la muchacha con la mirada retadora, temiendo que la echara de allí-. ¿También quieres despacharme?
-Ya estás tan restablecida como los demás –Gonzalo se retorció las manos, nervioso, y le mostró una amable y forzada sonrisa, porque pese a que sabía que era lo mejor, que María regresara a la Casona, algo en su interior se revelaba para que la muchacha no se marchase de su lado-. Va siendo hora de que regreses a tu casa.
-Pero aun puedo hacer mucho avío por aquí –insistió ella, miró a su alrededor, buscando la excusa que le permitiese permanecer junto a él, por estúpida que fuese la razón. No quería separarse de Gonzalo, no ahora-. Por lo pronto podría ayudar a levantar los camastros…
-Ni hablar, no tentemos a la suerte que todavía estás en peligro de recaer –le cortó él. No podía dejarla. Sabía que si lograba encontrar la excusa, se vería incapaz de echarla de su lado-. Y por ahí siguen corriendo las miasmas a su libre albedrío. Volverás a la Casona a la voz de ya. Me ocuparé personalmente de ello.
María frunció el ceño, sin poder ocultar su malestar. ¿Por qué se empeñaba Gonzalo en apartarla de su lado.
-¿Y cómo lo harás? –repuso de pronto, retadora-. ¿Llevándome arrastras?
El joven tragó saliva. No quería hacerle daño, pero era lo mejor para ambos. Cuanto menos tiempo pasasen juntos… mejor. Él iba a ser sacerdote y un acercamiento con María tan solo podría hacerles daño a ambos.
-Acompañándote –le explicó con calma-. Espero que con eso sea suficiente.
-Prueba a ver –con descaro, María le tendió la mano. Si quería echarla, tendría que sacarla él mismo de allí.
Pero Gonzalo no cayó en su juego. Tragó saliva.
-En marcha –declaró, dejándola con la mano en alto.
El joven salió de la sala y María se maldijo por no haber sido capaz de convencerle.
Derrotada, se levantó del camastro y siguió sus pasos.

CONTINUARÁ...



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