jueves, 20 de noviembre de 2014

CAPÍTULO 1
Hay lugares que pasan desapercibidos por su pequeñez, por su insignificancia, porque son simples puntos en un mapa que ni siquiera el más olvidado de los caminos pasa por allí. Porque nadie lo recuerda. Porque no es un lugar de paso común que la gente suela frecuentar o simplemente porque lo que ocurre allí no es trascendente para el mundo.
 Puente Viejo es uno de esos lugares. Pero por poco tiempo.
Había llegado la primavera de 1922, y con ella el deshielo de las cumbres más altas. El invierno había sido generoso en cuanto a nieves y el cauce del río bajaba en abundancia, como hacía años que no se veía. Los lugareños respiraban tranquilos sabiendo que, ese año, sus cultivos estaban salvados y que las cosechas serían abundantes.
Los primeros almendros florecían en los campos mientras el trino de los pájaros cantores recorría los alrededores del pueblo. 
El tiempo parecía no pasar en Puente Viejo, las mismas gentes, las mismas calles, las mismas costumbres… Sin embargo, algo era distinto.
María despertó sobresaltada, envuelta en gotas de sudor helado. Otra pesadilla. Hacía mucho tiempo que no padecía de ellas. Y esta había sido horrible; de esas que te dejan una huella gélida en el corazón y que por mucho que intentes convencerte de que solo es un sueño, la sensación no desaparece con facilidad.
La luz de la mañana entraba por el ventanal del cuarto a raudales, bañando la estancia. Gonzalo había abierto las cortinas antes de marcharse a faenar al campo, pero María se había vuelto a dormir. 
Y a soñar.
A soñar que Gonzalo no estaba, que se marchaba para siempre dejándola sola, a ella y a Esperanza. Algo completamente inverosímil. 
El aguijón de la pesadilla seguía allí clavado, en su pecho. Ojalá supiera como quitarse aquella horrible sensación de vacío. Tragó saliva y se levantó. Lo único que podía hacer era olvidarlo. Relegar aquella pesadilla al olvido porque era algo que nunca iba a ocurrir.
Después de asearse, bajó al salón a desayunar. Justo en ese instante llegaba Gonzalo, con las ropas manchadas de barro.
-Buenos días, mi amor –le susurró él sonriendo de oreja a oreja. La besó con suavidad en los labios. Su simple contacto devolvió la calidez a su cuerpo-. ¿Todavía te levantas ahora?
-Sí –confirmó María, más animada-. Se me han pegado las sábanas después de que te marchases. ¿Cómo te ha ido? ¿Has arreglado el vallado?
-Sí –repuso Gonzalo, sin soltarle las manos. Llevaba el polvo de la tierra acumulado en el rostro y la camisa manchada-. Afortunadamente, no era tan grave como creía y con un par de tablones nuevos, ha quedado listo. Voy a asearme un poco antes de desayunar que sino Rosario se pondrá hecha una furia.
-Gonzalo, espera…
Estaba a punto de contarle lo de su pesadilla cuando entró Candela que venía de la cocina con la bandeja del café.
-Buenos días muchachos –dejó la bandeja sobre la mesa y se volvió-. Llegáis justo a tiempo. El desayuno ya está listo. Rosario me ha dicho que comencemos sin ella que está terminando de darle la leche a Esperancita.
-¿Dónde están? –preguntó María con voz preocupada, olvidando por completo lo que iba a contarle a Gonzalo-. He pasado por el cuarto de la niña antes y he visto que ya estaba levantada –soltó un débil suspiro-. Todavía no me acostumbro a que duerma sola. Es tan pequeña. ¿Y si se despierta a medianoche y se pone a llorar? Creo que deberíamos volver a ponerla en nuestro cuarto, Gonzalo.
 Su esposo comprendía perfectamente la desazón que sentía María porque era la misma que sentía él. Hacía apenas dos días que Esperanza dormía en otro cuarto, y cada vez que se despertaba por las noches y no veía la cuna de su hija a los pies de la cama, volvían a su mente aquellos horribles momentos que vivieron meses atrás, cuando creyeron que la niña había muerto. Cuando el malnacido de Fernando la secuestro.

Pero Esperanza había crecido mucho y necesitaba un dormitorio para ella sola. La cuna ya no servía y la niña dormía ahora en su propia cama, en un cuarto, al lado del de sus padres. Y si su hija requería su presencia, en mitad de la noche, la oirían inmediatamente. Sin embargo, les resultaba dura esa separación.
-María, no te preocupes –Candela sonrió, débilmente. Comprendía a la perfección lo que estaba sintiendo la joven-. Esperancita está perfectamente. 
-Ya lo sé Candela –confesó María-. Pero no puedo evitarlo. Es mi niña, mi pequeña.
-… Y se está haciendo mayor –concluyó Gonzalo, acercándose a su esposa. La miró a los ojos, con ese amor que solo él podía darle-. A mí también me cuesta aceptarlo, mi vida. Pero juntos lo superaremos, ¿sí? –María asintió levemente. Sus palabras, eran el soporte que necesitaba en ese momento. Gonzalo era su pilar, su sustento. Y si él decía que Esperanza iba a estar bien, ella le creía.
La joven se quedó pensativa, unos segundos. La vida le había dado otra oportunidad junto a Gonzalo. Una oportunidad que ninguno de los dos pensaba desaprovechar. Habían formado una familia junto a su hija, a la que adoraban y colmaban de atenciones. Se amaban con locura. Vivían rodeados de sus seres queridos. ¿Qué más podían pedir?
 Buenos días familia –saludó Tristán, bajando del cuarto, ya arreglado y le dio un beso a su esposa, Candela-. ¡Ummm! ¡Café! Qué bien huele.
-Buenos días padre –le devolvió el saludo Gonzalo.
-¿Ya vienes de arreglar el vallado? –inquirió Tristán, frunciendo el ceño-. ¿Pero no te dije que lo haría yo esta mañana? ¡Tan cabezota como su madre!
Su hijo sonrió.
-No me costaba nada hacerlo –se excusó-. Así puede acompañar a Candela a la confitería y arreglarle el horno.
-Eso es cierto –le concedió la esposa de Tristán, posando la mano sobre el pecho de él-. Ayer me dijiste que me acompañarías.
-Ya ve, tío –intervino María, encogiéndose de hombros-, no tiene excusa. 
Tristán negó con la cabeza, intentando parecer enfadado. Aunque no lo consiguió. ¿Cómo iba a enfadarse con los suyos cuando solo le daban alegrías?
Desde que se había casado con Candela, su vida estaba llena de luz. Ambos vivían un amor sosegado, lleno de cariño y atenciones. Sus hijos habían tomado sus propios caminos, Martín junto a María y Esperanza, y Aurora junto a Conrado; o el geólogo como le gustaba llamarle Tristán. Después de tantos años viviendo en aquella oscuridad y pena, el hijo de Francisca Montenegro por fin había logrado tener a su familia con él. Una familia feliz que compartían su día a día.
Gonzalo se acercó a su esposa para darle un beso antes de subir al cuarto a cambiarse y asearse.
-No tardes, mi amor –le dijo ella-. Te esperamos para desayunar.
Mientras Candela servía el café para todos, María puso los platos y la bandeja de fruta. Tristán se sentó y apenas unos momentos después, Gonzalo bajó con las ropas limpias. Tomó asiento junto ellos y se pusieron a desayunar. 
-¿No llegaba hoy el matrimonio de Galicia? –preguntó María a Gonzalo, mientras partía en trozos pequeños la manzana-. Esos que hicieron la reserva hace dos meses.
-Sí –le confirmó él, apurando el zumo de naranja-. He mandado a Epifanio a que vaya a recogerles a la estación de Munia. Son unos clientes importantes y toda consideración es poca. Si conseguimos que su estancia en la Casa de Aguas sea agradable, pueden recomendársela a sus conocidos y siempre es bueno que venga gente de fuera a conocer las maravillas de Puente Viejo.
María sonrió, por primera vez esa mañana.
-Gonzalo, no es a nosotros a quién debes de convencer de las maravillas del lugar –le dijo a su esposo, posando la mano sobre su brazo, cariñosamente-. Candela, tu padre y yo no somos clientes de la Casa de Aguas.
Déjale, María –intervino Tristán, comiéndose una tostada de mantequilla-. Es el entusiasmo. A mí me pasó lo mismo cuando abrí la conservera con tu tío Sebastián. El primer negocio nunca se olvida.
Gonzalo agradeció el apoyo de su padre.
-Pero de seguro que os he convencido con mi discurso, ¿a qué sí? –insistió él mirando a su esposa, con aire divertido.
-Por supuesto, que labia no te falta para vender el negocio –intervino Candela, secándose los labios con la servilleta. Se dio la vuelta y miró el reloj-. ¡Uy! Mirad que tarde es –se levantó de la mesa-. Tendría que estar ya en la Confitería –miró a su esposo que seguía desayunando tranquilamente y se plantó con los brazos en jarras-. ¿Vas a venir conmigo, Tristán? La masa seguro que está lista desde hace horas y yo todavía aquí. Si quieres terminar de desayunar tranquilo puedes hacerlo, pero yo me marcho ya a la confitería.
-No, no –se apresuró él, secándose la boca con la servilleta-. Te acompaño.
 -Nos vemos a la hora de la comida, muchachos –se despidió Candela-. Creo que Rosario quería preparar un estofado de los suyos, de esos que quitan el hipo.
-Pues es una lástima –declaró María tras beberse el último sorbo de café-. Porque hoy no creo que pueda estar a tiempo.
-¡Es verdad! –se lamentó su suegro, poniéndose la chaqueta-. Los jueves al mediodía son las clases de los empleados. ¿Y cómo lo llevas?
Muy bien, tío –respondió ella.
Uno de los proyectos que Gonzalo y María habían puesto en marcha tras su boda, fue la creación de una escuela para los empleados de la Casa de Aguas. Tal como hicieron en su día con aquella otra escuela que montaron en el Jaral para los campesinos sin recursos. Pero en esta ocasión, se encargaban de enseñar a sus empleados nociones básicas de cuentas, algo de historia y sobretodo, el trato que debían de dispensar a los clientes. Clientes de toda España, porque el balneario atraía a gentes de todo el país.
La Casa de Aguas, que tiempo atrás habían puesto en marcha Conrado y Gonzalo, era en ese momento un negocio próspero que daba trabajo a más de la mitad de los habitantes de Puente Viejo.
Conrado seguía siendo el socio mayoritario, pero desde su partida a Madrid, después de casarse con Aurora, la mayor responsabilidad recaía sobre Gonzalo y María. Ambos, codo con codo, habían sacado adelante el balneario, convirtiéndolo en uno de los más conocidos de la región. 
-Pero esta semana hemos tenido que suspenderlas –intervino Gonzalo-. Hay que prepararlo todo para la llegada del gobernador Ramírez.
Tristán asintió, recordando que en pocos días se esperaba la visita de aquel importante hombre que había elegido la Casa de Aguas para hospedarse durante su estancia en Puente Viejo. Una estancia que tenía como finalidad, la inauguración de las obras del ferrocarril. Por fin, después de tanto tiempo esperando aquel momento, daría comienzo lo que para muchos era el gran avance del siglo.
-Yo he quedado con Teodora al mediodía para ultimar los detalles –dijo María, refiriéndose a una de sus empleadas más eficientes-. No queremos que falle nada. El gobernador Ramírez es uno de los hombres más importantes de la comarca, y de él depende gran parte de las obras del ferrocarril.
 -Pues entonces no os esperamos para comer –concluyó Candela, cogiendo a su esposo de la mano.
-No, no nos esperen –confirmó Gonzalo, levantándose de la mesa. María hizo lo mismo al finalizar ella también el desayuno-. Yo he quedado con Gervasio, el hijo de Doroteo, para ver que los caminos a la Casa de Aguas están en perfectas condiciones. Después de la última riada, quedaron un poco intransitables. Vendremos a comer cuando terminemos el trabajo.
Candela y Tristán ya se marchaban cuando llegó Rosario, con unas cuantas cartas en una mano y sosteniendo a la pequeña Esperanza en brazos.
-Buenos días hijos –saludó la buena mujer-. ¿Marcháis ya a la Confitería?
-Sí Rosario, que llego tarde –respondió Candela, acercándose a la niña para darle un beso en la cabecita, a modo de despedida.
Tristán, al ver a su nieta, no pudo contenerse y la tomó en brazos.
-¿Cómo está la princesa de la casa, eh? –dijo, embelesado con Esperanza.
Una vez tuvo los brazos libres, Rosario revisó el correo.
-Toma, Candela –Rosario le entregó una de las cartas a la mujer-. Es de Aurora.
-Gracias Rosario –tomó la carta y se la guardó-. La leo en cuanto pueda. A ver qué me cuenta de las clases –se volvió hacia su esposo que seguía haciéndole cucamonas a la niña a quien le encantaba jugar con la barba de su abuelo-. Tristán, ¿vienes o no? Yo también me quedaría la mañana entera con Esperanza, pero no puedo. 
-Está bien –Tristán se dio por vencido y le entregó la niña a María-. ¡Qué prisas!  Hasta luego.
-Adiós –se despidieron los tres.
-¿Y qué me dice mi niña? –María tomó a su hija en brazos, quien inmediatamente le echó sus pequeños bracitos al cuello-. ¿Te has tomado toda la leche?
-Ma-má –balbuceó, la pequeña, jugando con el pelo de María.
-Esta niña es un sol –dijo Rosario, quien vivía una segunda juventud ayudando a criar a su bisnieta y siendo testigo directo de la felicidad que se respiraba en el Jaral-. Se ha tomado toda la leche sin rechistar. ¿A qué sí?
-¿Eso ha hecho mi niña? –María le dio un largo beso en la mejilla, orgullosa de su pequeña.
-Así de hermosa está –añadió Gonzalo, mirándola con infinito amor-. Un día de estos tu padre te llevará a pasear al río. ¿Quieres Esperanza?
 Se acercó y besó a su hija en la cabeza. La niña se volvió hacia su padre y le echó los bracitos al cuello, pasando así a los brazos de su progenitor.
María les contempló unos instantes. ¿Se podía pedir mayor felicidad que aquella? Tenía un esposo que la colmaba de atenciones y de cariño. Una hija maravillosa que crecía sana y que cada día les recordaba que era un regalo del cielo; que les unían aún más, si eso era posible. Y por si era poco, vivían en un ambiente de paz junto a su abuela Rosario, Candela y su tío Tristán.
-Gonzalo –dijo de pronto Rosario-. Casi lo olvidaba. El mozo de correos ha traído esta carta para ti.
 -¿De quién es? –Gonzalo le pasó la niña a María, para poder abrir la carta-. Mi hermana llama todas las noches. Es raro que ahora mande carta, sino es a Candela.
-No. No es de Aurora –repuso Rosario, con seriedad-. Es de Gobernación.
Gonzalo ladeó la cabeza, confundido y extrañado. Una carta del gobernador Ramírez, a pocos días de su llegada a Puente Viejo. ¿Qué podía significar?
-Seguramente solo quiere cerciorarse de que nos acordamos de su llegada –dedujo María, con tranquilidad.
Esperaron pacientemente a que Gonzalo leyera la misiva. A medida que lo hacía, su rostro cambio. La alegría que le embargaba momentos antes se evaporó con cada palabra. María se dio cuenta de que algo ocurría. Y no era algo bueno.

-¿Qué pasa, Gonzalo? ¿Qué dice la carta? ¿Acaso cancela su viaje?
Gonzalo tragó saliva. Conteniendo la rabia que había ido acumulando con cada frase leída. Cuando todo parecía que volvía a encauzarse, la mano del destino se colaba de nuevo. Una mano con nombre propio.
-No. No cancela el viaje –dijo al fin, con toda la calma que le fue posible-. Lo que cancela es su estancia en la Casa de Aguas.
María le lanzó una mirada de extrañeza a su abuela. Rosario tampoco comprendía qué pasaba.
-¿Va a quedarse solo para la inauguración de las obras? –preguntó Rosario con inocencia. Algo le decía que la respuesta de Gonzalo no le iba a gustar.
-No –apretó los puños, convirtiendo la carta en un simple trozo de papel arrugado-. El gobernador pasará su estancia en Puente Viejo alojado en la Casona, como invitado especial de doña Francisca Montenegro.
María debía haberlo intuido. Solo había una persona que causaba aquel cambio de actitud en Gonzalo, que le alteraba sobremanera. Y no era otra que su madrina. O mejor dicho la que fue su madrina, porque desde que María había abierto los ojos con ella, dejó de llamarla así. Ahora simplemente era la señora o Francisca.
María posó su mano sobre el hombro de Gonzalo, como un gesto de apoyo. Sabía lo que aquel contratiempo significaba para él. Otra victoria más de la Montenegro. En los últimos meses, la mano de la señora se extendía como un tentáculo sobre todo lo que ellos hacían. No había podido meter baza en la Casa de Aguas, pero lo había logrado con algo mucho más importante: la llegada del ferrocarril a Puente Viejo.  
-Era de esperar –dijo Rosario, apesadumbrada, y dolida por ver al esposo de su nieta tan hundido con la mala noticia-. Todos conocemos a la Montenegro. Si el gobernador venía a Puente Viejo no iba a permitir que se instalase en casa de su mayor enemigo, hijo.
-Lo sé, Rosario –explotó Gonzalo, con rabia-. Pero pensé que con la fama que tiene el gobernador de ser un hombre justo, no caería en las redes de esa harpía tan pronto. Creí que al menos, respetaría su compromiso de quedarse en la Casa de Aguas. He sido un iluso, lo sé.
 -Mi amor, no te castigues de ese modo –trató de calmarle María, como siempre hacía. Ella era la única capaz de sosegar aquellos impulsos-. La culpa no es tuya. Es nuestra buena fe en creer en la gente. Desgraciadamente, la señora se ha encargado muy bien de tener al gobernador de su lado en todo este asunto.
-Sí, primero las obras del ferrocarril y ahora esto –Rosario se dio cuenta demasiado tarde que había hablado de más-. Lo siento. No quería recordarte…
No se preocupe, Rosario –la cortó Gonzalo, quien no quería volver a tocar aquel tema tan espinoso y tan reciente aún-. Si el gobernador ha decidido que estará mejor en la Casona, es su decisión. Nosotros no podemos hacer nada al respecto.
El joven miró el reloj que había sobre la chimenea y vio lo tarde que se había hecho.
-María, es hora de irnos. Nos estarán esperando en la Casa de Aguas.
-Sí, tienes razón –su esposa le dio un último beso a Esperanza antes de entregársela a Rosario-. Pórtate bien mi niña.
 Gonzalo acarició la cabecita de su hija, con cariño. En ese instante, único consuelo para él. Todo lo que hacía era para darles un mejor futuro a María y a Esperanza. Pero la Montenegro siempre acababa interponiéndose en sus planes. ¿Hasta cuándo?
Continuará...

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