CAPÍTULO 4
Casi todos los aldeanos se habían reunido en
las afueras del pueblo, a los pies de la montaña donde se hallaba el molino
viejo. Allí iba a construirse la estación del tren, y había sido el lugar
elegido para colocar, de manera simbólica, la primera piedra de las obras que
comenzarían al día siguiente.
Entre las autoridades principales se
hallaban el nuevo alcalde, Hipólito Mirañar, que asistía a su primer acto
oficial después de asumir el cargo, apenas un mes antes. El hombre no podía
ocultar su nerviosismo. ¿Estaría a la altura de las expectativas creadas?
¿Había hecho bien asumiendo la responsabilidad de representar a sus vecinos? Tenía
miedo de que la sombra de su padre al frente del consistorio fuese tan larga que
nunca llegase a ser un buen alcalde. Su esposa, Quintina estaba a su lado,
apoyándole como el primer día. No muy lejos, Dolores y Pedro, cuidaban de su nieto,
de poco más de tres meses, Pedrín. El niño se había convertido en el orgullo de
sus abuelos, que aún seguían peleándose por el parecido del bebé.
Junto a ellos, los Castañeda conversaban
animadamente. Nicolás les estaba contando a sus cuñados, Alfonso y Emilia, como
le había ido un último viaje a la capital, mientras su suegra, Rosario, no
dejaba de mover el carrito de Esperanza para que la niña se durmiera. La buena
mujer había salido a pasear con su bisnieta por la ribera del río, creyendo que
aquel paseo dormiría a la niña, pero todo lo contrario, Esperanza seguía con
los ojos muy abiertos, como si intuyera que algo importante fuese a pasar y no
quería perdérselo. A su lado, Mariana miraba a su pequeña sobrina,
preguntándose si el bebé que esperaba sería tan precioso como ella.
Don Anselmo, paseaba entre los aldeanos,
saludando a las familias y dándoles las gracias por acudir al acto.
María y Gonzalo llegaron en ese momento, con
paso ligero. Tras saludar rápidamente a unos conocidos, se reunieron con sus
familiares.
-¿Se puede saber por qué habéis tardado
tanto? –les reprendió Rosario, que había salido una hora antes de casa-. ¿Qué
estabais haciendo?
-Madre, deje a los muchachos tranquilos –intervinó
Alfonso-. Seguro que ha sido mi hija. Como si la viese, igualita que su madre
cuando tienen que arreglarse… pueden pasar horas.
-Pues esta vez se equivoca, padre –se
apresuró a decir María, acercándose a ver a su hija. La niña sonrió al ver a su
madre quien le hizo una dulce caricia en la barbilla-. Ha sido Gonzalo, que no
sabía que corbata ponerse.
Rosario se volvió hacia él, entrecerrando
los ojos.
-¿Tú… con corbata? –se extrañó la mujer-. Qué
raro. A saber qué te habrá prometido mi nieta para que accedieses.
Gonzalo mudó el gesto, entre inocente y
ofendido.
-Nada –dijo finalmente. María le miró con
disimulo, ocultando una sonrisa-. El acto lo requería y no he tenido más
remedio que ponérmela.
Rosario pareció no creer sus palabras, pero
antes de que volviese a insistir, llegaron Tristán y Candela.
-Buenos días –saludaron al unísono.
-¡Por fin, cuñado! –le saludó Alfonso-. Ya
creía que tenía que ir a la confitería a ver si os había pasado algo.
-¿Qué nos iba a pasar Alfonso? –se defendió
Candela-. Con la masa nunca se sabe. Hay que tener mucha paciencia para que
suba bien.
Emilia se acercó a su hermano y le recolocó
la corbata, algo torcida. Entonces vio la camisa de Tristán manchada de carmín,
sin embargo no hizo ningún comentario al respecto.
-Así mejor –dijo, guiñándole un ojo a su
cuñada Candela que enrojeció levemente.
-Se nos ha hecho tarde llevando las pastas a
la casa de comidas –intervino Tristán, ajeno a la cómplice mirada que habían cruzado
su mujer y su hermana.
-Seguro que estarán hechas con mucho amor
–opinó Emilia, conteniendo la risa.
Rosario entrecerró los ojos.
Conocía de sobra a su nuera para saber
cuándo hablaba con segundas intenciones. Miró a Tristán y a Candela pero no
había nada extraño en ellos.
La buena mujer decidió no preguntar, además,
justo en ese instante vieron llegar el automóvil y la calesa de la Casona.
Los allí presentes, se volvieron. El
silencio inundó el lugar, como si temiesen que una sola palabra pudiera molestar
a los recién llegados.
Doña Francisca bajó del automóvil,
acompañada por Bernarda. Bosco, el gobernador y su nieta Isabel venían en la
calesa. El protegido de la señora, le tendió la mano a la nieta del gobernador
para ayudarla a bajar; un gesto que la muchacha agradeció con una gran sonrisa.
Don Anselmo, como representante de la
iglesia, e Hipólito, del consistorio, fueron a recibirles. Intercambiaron unas
breves palabras de agradecimiento y se acercaron al lugar.
-Queridos vecinos –comenzó Don Anselmo con
su natural alegría-. Creo que ya estamos todos para poder dar comienzo a esta
ceremonia.
-Como no –murmuró Tristán con ironía-,
estando mi madre los demás sobramos.
Candela le tocó el brazo, pidiéndole
cautela. De sobra era conocida la nula relación de la Montenegro con su hijo y
con sus nietos. No era el lugar ni el momento para volver a dejarlo patente.
Por su parte, Gonzalo no pudo evitar mirar a
los recién llegados. Doña Francisca observaba todo con cierto desdén y
altanería; un gesto al que los puenteviejinos estaban acostumbrados. Junto a
ella, el gobernador, sudaba a mares, aunque su rostro denotaba alegría y
orgullo. Tras ellos se habían situado Bosco, con el semblante serio, casi
inhumano, e Isabel, que mostraba una sonrisa alegre que iluminaba su infantil
rostro; portando una sombrilla para protegerse del sol.
La mirada de Gonzalo se detuvo unos segundos
en el protegido de la señora. Después de un año, aun se preguntaba cómo había
podido cambiar tanto aquel muchacho inocente que llegó a la Casona siendo un pobre
salvaje de buenos sentimientos. La ponzoña de la Montenegro había hecho su
trabajo en él, convirtiéndole en aquel ser despiadado, a quien todos en la
Casona temían. Incluso alguno de los más antiguos trabajadores había llegado a
compararle con el mismísimo Salvador Castro.
Tras ellos, como una sombra a quién nadie
hiciese el menor caso, se encontraba Bernarda, la prima de la Montenegro.
Don Anselmo continuó su pequeño discurso, de
bienvenida a los presentes, y deseando que aquella nueva etapa que iban a
iniciar, trajera felicidad a las gentes del pueblo.
Seguidamente, Hipólito tomó la palabra, sin
poder ocultar su nerviosismo. Quintina le dirigió una sonrisa cómplice que
pareció animarle un poco. El nuevo alcalde carraspeó antes de iniciar su
discurso.
-Queridos puentevejeros y puentevejeras. En
un día tan importante como el de hoy, me enorgullece, más que nunca, ser
vuestro alcalde. Desde pequeño siempre imaginé que algún día mis ojos verían
llegar el progreso a nuestro querido pueblo. Hoy, ese sueño, por fin se va a
hacer realidad –hizo una pequeña pausa-. Gracias a personas como el gobernador,
aquí presente, en pocos meses veremos llegar a Puente Viejo el primer
ferrocarril.
Pequeños aplausos dirigidos a don Federico,
interrumpieron, momentáneamente, el discurso. El hombre apenas hizo uno débil
movimiento de cabeza, agradecido.
-Tampoco podemos olvidar, a nuestra querida doña
Francisca Montenegro, quien ha tenido a bien ceder algunos terrenos para que
las vías del ferrocarril pasen por allí.
Volvieron a escucharse más aplausos, esta
vez mucho más débiles.
Gonzalo tomó aire, conteniendo la rabia que
le embargaba. ¿Qué la Montenegro había cedido sus tierras? ¿Desde cuándo la
cacique de la comarca se había vuelto tan caritativa con los lugareños? Su
nieto estaba seguro que tras ese acto de “bondad” se escondía algo más. Su
problema era cómo demostrarlo.
María percibió al instante el cambio en
Gonzalo y le apretó la mano. Él volvió a la realidad y agradeció aquel gesto,
que le calmó los ánimos.
-Y por último –continuó Hipólito, cuyos
nervios habían desaparecido totalmente y se expresaba con gran soltura-, no
podemos olvidar al hombre que ha hecho posible la llegada del ferrocarril. El
hombre que ha diseñado el trazado de las vías: el arquitecto, don Ricardo
Altamira.
Al escuchar ese nombre, Gonzalo palideció. Había
estado tan pendiente del gobernador y de Doña Francisca que no se había dado
cuenta de la presencia de aquel hombre. Miró a todos lados, buscando aquel
rostro que se había convertido en su peor pesadilla.
Inmediatamente le vio, junto a otras
autoridades y alcaldes de pueblos vecinos, que habían acudido al evento. Gonzalo
le habría reconocido en cualquier lugar. Su porte elegante, gesto altivo y pelo
lacio, le conferían un atractivo inusual para alguien de mediana edad. Ricardo
Altamira era una de esas personas que llamaban la atención, allí donde iba. El
hombre, sonrió cuando fue mencionado su nombre.
María paseó la mirada desde el arquitecto a
su esposo. La joven acarició el brazo de Gonzalo. No necesitaba mirarle para
saber lo que estaba pasando por su mente. Recuerdos dolorosos. Rabia.
Impotencia. Todos ellos a la vez. Volvió a apretarle la mano de nuevo, para
decirle en silencio que allí estaba ella, su apoyo, dispuesta a sostenerle en
cualquier momento.
Gonzalo captó el gesto de su esposa y
consiguió calmarse mientras escuchaba a Hipólito terminar su discurso,
agradeciendo al resto de asistentes su presencia en ese día tan especial para
el pueblo.
Al finalizar, el alcalde les pidió al gobernador
y a doña Francisca que se acercasen para
la colocación simbólica de la primera piedra.
Pese a sus sonrisas, a la legua se veía la
poca gracia que le hacía a la Montenegro tener que ensuciarse las manos con un
poco de tierra. Estaba deseando que todo terminara para volver a la Casona. Por
el contrario, don Federico, parecía encantado de estar allí, participando de
aquel momento histórico para Puente Viejo y su comarca.
Por primera vez, Gonzalo, esbozó una débil
sonrisa, cuando vio que el gobernador, manchaba el traje de Doña Francisca con
un poco de barro al colocar la placa en el suelo. Una placa donde podía leerse
la fecha de aquel día y las palabras” Estación de tren de Puente Viejo”, dando
así comienzo a las obras de las vías del ferrocarril. La mujer trató de no
darle importancia, pero conociéndola como la conocían, de seguro que no le
hacía ni pizca de gracia.
Una vez finalizado el acto, Hipólito informó
que en la casa de comidas de Alfonso y Emilia se había preparado un pequeño ágape
para celebrar el momento y que todo el pueblo estaba invitado.
Los aldeanos se trasladaron a la plaza
mayor, donde se habían colocado mesas repletas de comida y bebida. Si había
algo que un puentevejino nunca se perdía era una celebración, y más si corría
el buen vino de los Castañeda y los dulces de Candela.
Para sorpresa de muchos, doña Francisca
acudió también ya que el gobernador insistió en acompañar a las gentes en su festejo.
Bosco e Isabel, charlaban animadamente, bajo la atenta mirada de Candela, quien
seguía pensando en su sobrina y lo que estaría sufriendo al ver al muchacho con
la nieta del gobernador. Candela estaba al tanto del amor que sentía Inés por
él, sin embargo, había vivido lo suficiente como para saber que Bosco nunca la
tomaría enserio, mientras la Montenegro viviese.
-Mi amor –le dijo Tristán al ver su
semblante serio-. ¿Ocurre algo?
Candela disimuló su dolor con una sonrisa.
-Nada –negó, cogiéndole de la mano. Tristán
se había convertido en su mayor sustento y gracias a él ahora tenía una
maravillosa familia que la llenaba de dicha-. Vamos con el resto.
Frente a la posada, don Anselmo tomaba buena
cuenta de un chato de vino acompañado por doña Francisca y su prima Bernarda.
Ambas mujeres estaban deseando marcharse cuanto antes de allí y no veían el
momento de hacerlo.
En otra esquina de la plaza, Hipólito
conversaba animadamente con el gobernador a quién le estaba contando los
proyectos que tenía planeado poner en marcha en la alcaldía. El hombre
escuchaba atentamente; sorprendido por alguna de sus ideas. El hijo de Pedro
Mirañar no se conformaba con la llegada del ferrocarril, sino que pensaba que
también era buena idea la colocación de un teléfono en los lugares más frecuentados
del pueblo, como la casa de comidas, el dispensario y la confitería de Candela.
Lugares bastante frecuentados por los aldeanos.
Cerca de ellos, Dolores escuchaba a su hijo,
sorprendida.
-¡Será traidor! –murmuró con enfado, entre
dientes, mientras acunaba a su nieto ante la atenta mirada de su nuera-. Ya
hablaré yo con ese zopenco que tengo por hijo y le dejaré las cosas bien
claritas. Si ya lo dice el dicho, cría cuervos que te sacarán los ojos.
-¿A qué viene eso suegra?
-Viene por esa estúpida idea suya de colocar
teléfonos en medio pueblo. ¿Qué pretende? ¿Arruinarme el negocio? Además, ni
Emilia ni Candela se entienden tan bien con Chelo. No tienen experiencia en
estos menesteres.
Quintina entrecerró los ojos, entendiendo,
realmente, a que se debía el malestar de Dolores.
-Suegra y no será porque si la gente
prefiere ir a hablar a otro sitio, usted no se enterará de lo que conversan.
-¿Pero por quién me tomas niña? –repuso
Dolores, indignada-. Lo que me importa a mí es que la gente pueda comunicarse y
no lo que se dicen. Aunque nunca está de más estar al corriente de las cosas
por si necesitan nuestra ayuda. Yo solo lo hago por el bienestar de nuestros
vecinos.
Quintina asintió levemente. Conocía
demasiado bien a su suegra para saber lo que realmente le fastidiaba de aquel
asunto.
Dentro de la casa de comidas, los Castañeda
al completo estaban reunidos en la barra. Nicolás y Gonzalo comentaban con
Alfonso las últimas noticias que llegaban de Marruecos. La guerra se estaba
cobrando muchas vidas inocentes, mermando el ánimo de los españoles. Tristán se
les unió en ese instante mientras Candela entraba en la cocina para ayudar a
Emilia con las bandejas.
María estaba sentada en una de las mesas y
tenía a Esperanza en brazos. La niña se había dormido por fin. Junto a ellas,
Mariana las observaba con cierta envidia. No veía el momento de estar así con
su bebé. Inconscientemente la tita se acarició su abultado vientre.
Tras la barra, Candela y Emilia no dejaban
de faenar y sacar bandejas repletas de comidas, dulces y bebida.
Gonzalo se volvió un instante hacia la puerta
y su buen humor se esfumó al ver entrar al arquitecto. Su padre, atento, se dio
cuenta de ello y posó una mano sobre su hombro.
-Tranquilo Martín –murmuró, mirando al
arquitecto con el mismo desprecio que su hijo.
-Puede ponerme un vaso de ese buen vino, por
favor –le pidió el hombre a Alfonso, acercándose a la barra.
El suegro de Gonzalo asintió levemente y
mientras llenaba un vaso con el espumoso vino, su yerno se volvió hacia
Ricardo, esperando ver si se dignaba a mirarle a los ojos.
El arquitecto esperó su vaso, sin voltear la
cabeza, como si no existiese nadie más que Alfonso.
-Aquí lo tiene –le tendió el vaso lleno.
-Gracias –respondió el hombre, con
tranquilidad.
Tras coger el vino, Ricardo Altamira salió
de la casa de comidas, bajo la atenta mirada de los allí presentes.
María dejó a Esperanza en su carrito y miró
a su esposo. Sus ojos pardos brillaban de una manera extraña que asustaron a la
joven. Solo una vez le había visto aquella mirada de odio en sus ojos, y algo
le decía que no era buena señal.
Gonzalo apuró su vaso de vino y lo dejó
sobre la mesa.
-Ahora vuelvo.
Tristán quiso detenerlo pero María le dijo
que ya se encargaba ella. Su tío asintió, sabedor de que su sobrina era la más
indicada para calmar a su hijo.
Gonzalo salió con paso decidido tras el
arquitecto a quien vio dejar el vaso ya vacío sobre una de las mesas y
dirigirse al encuentro del gobernador. El esposo de María se detuvo a medio
camino, expectante, sin perderle de vista. El joven apretó los puños,
conteniendo la rabia. Sabía que no era el momento ni el lugar. La plaza estaba
llena de aldeanos y lo último que quería era dar un espectáculo allí frente a
todos. Sin embargo, su ira aumentaba por momentos como oleadas incontrolables.
Ni siquiera se dio cuenta que María le
observaba, intranquila, desde la puerta de la casa de comidas. La joven deseaba
ir a su encuentro y llevárselo adentro antes de que cometiese una locura.
Ricardo Altamira le dio una leve palmada a
don Federico en la espalda y le sonrió a modo de despedida. Luego tomó camino
hacia la calle lateral de la plaza.
Gonzalo reemprendió el paso, siguiendo al
arquitecto. Nadie a su alrededor se dio cuenta de que tomó la misma callejuela.
Sus pasos eran más largos y precisos. Enseguida, al girar el primer recodo vio
al hombre y se apresuró hasta que le tuvo a su alcance. Sin darle tiempo a
reaccionar, Gonzalo le cogió de la chaqueta y le empotró contra la pared de
malos modos.
Ricardo Altamira –escupió su nombre con
odio. El mismo odio que destilaba su mirada. El arquitecto palideció de golpe-.
¿Veo que se alegra de verme?
-Señor Castro –logró balbucear, con el miedo
pintado en el rostro-. Yo…
-Tenemos una conversación pendiente, ¿no
cree?
-No… no sé a qué se refiere.
-Yo creo que sí lo sabe –la poca paciencia
que le quedaba a Gonzalo, se esfumó con aquellas palabras, así que fue directo
al grano-. ¿Cuánto le pagó la Montenegro por traicionarme? ¿Por cuánto se
vendió?
-¿La Montenegro? –repitió Ricardo Altamira,
tratando de ganar tiempo, pero sin poder ocultar su temor-. Ya… ya le digo que…
no sé de qué me habla.
-¡No me tome por imbécil! –el grito resonó
en la callejuela.
-¡Gonzalo! –María llegó a la carrera y cogió
a su esposo por los hombros, intentando evitar que cometiese una locura-. ¡Gonzalo,
suéltale! ¡Suéltale, por favor!
El joven mantenía bien sujeto al arquitecto
por las solapas del traje. Tenía los nudillos enrojecidos de tanto apretar.
-¡Gonzalo! –insistió María, preocupada.
Finalmente, con un gesto de frustración en
la boca, Gonzalo soltó al hombre, que trastabilló sin perder el equilibrio y
salió casi corriendo del callejón, sin decir una palabra.
-¿Te has vuelto loco Gonzalo? –inquirió
finalmente María, con el corazón acelerado, por lo que había estado a punto de
ocurrir-. No puedes abordar así a la gente.
-Necesitaba que confesase la verdad –se
defendió su esposo, poniendo los brazos en jarras. Tenía el rostro perlado en
sudor. Ahora que por fin había soltado todo el rencor que llevaba meses
acumulando contra aquel hombre, un vacío extraño crecía en su interior: la
desesperanza-. Sé que la Montenegro le pagó una alta cantidad de dinero para
que modificara el trazado de las vías. Tan solo necesitaba que lo confesase. No
iba a hacerle nada más.
-No tenemos pruebas, mi amor –María trató de
ser comprensiva en ese momento; aunque lo cierto era que aquel arranque de
furia no le gustaba-. Lo que has hecho es una locura. Ese hombre puede
denunciarte por agresión.
Gonzalo alzó la mirada hacia ella.
-No te preocupes por ello –dijo totalmente
convencido-. No lo hará.
-¿Cómo lo sabes? –María ladeó la cabeza.
-Porque no le conviene un escándalo. Si se
atreve a ir a los civiles y poner una denuncia contra mí, sabe que hablaré y
que diré lo que sé.
-¿Sin pruebas? –María seguía reticente a
creer que el arquitecto se quedaría callado-. Nadie te creerá.
-Puede –repuso Gonzalo con serenidad-. Pero
la gente solo necesita una semilla para que la confianza depositada se
tambalee. No tendré pruebas, pero siempre quedará en su reputación esa mancha:
¿Ricardo Altamira se vendió por un puñado de monedas? –Gonzalo tomó aire,
seguro de sus palabras. Una seguridad que asustaba a María-. Muchas veces, una
simple duda hace mucho más daño que la más dura de las verdades.
María no le respondió. Se acercó a él y le
abrazó con fuerza. Gonzalo le devolvió el abrazo. Tan solo necesitaba de ella
para calmar su temperamento. Poco a poco los latidos de su corazón se
apaciguaron. María le acarició la cabeza, sintiendo como se calmaba entre sus
brazos.
-Vamos, regresemos a la plaza –le dijo
ella-. Es mejor que nos vean volver juntos.
Gonzalo asintió.
Momentos después ambos regresaban cogidos de
la mano a la pequeña fiesta de inauguración de las obras del ferrocarril donde los suyos seguían disfrutando del ágape.
Me encanta.
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