jueves, 27 de noviembre de 2014

CAPÍTULO 4
Casi todos los aldeanos se habían reunido en las afueras del pueblo, a los pies de la montaña donde se hallaba el molino viejo. Allí iba a construirse la estación del tren, y había sido el lugar elegido para colocar, de manera simbólica, la primera piedra de las obras que comenzarían al día siguiente.
Entre las autoridades principales se hallaban el nuevo alcalde, Hipólito Mirañar, que asistía a su primer acto oficial después de asumir el cargo, apenas un mes antes. El hombre no podía ocultar su nerviosismo. ¿Estaría a la altura de las expectativas creadas? ¿Había hecho bien asumiendo la responsabilidad de representar a sus vecinos? Tenía miedo de que la sombra de su padre al frente del consistorio fuese tan larga que nunca llegase a ser un buen alcalde. Su esposa, Quintina estaba a su lado, apoyándole como el primer día. No muy lejos, Dolores y Pedro, cuidaban de su nieto, de poco más de tres meses, Pedrín. El niño se había convertido en el orgullo de sus abuelos, que aún seguían peleándose por el parecido del bebé.
Junto a ellos, los Castañeda conversaban animadamente. Nicolás les estaba contando a sus cuñados, Alfonso y Emilia, como le había ido un último viaje a la capital, mientras su suegra, Rosario, no dejaba de mover el carrito de Esperanza para que la niña se durmiera. La buena mujer había salido a pasear con su bisnieta por la ribera del río, creyendo que aquel paseo dormiría a la niña, pero todo lo contrario, Esperanza seguía con los ojos muy abiertos, como si intuyera que algo importante fuese a pasar y no quería perdérselo. A su lado, Mariana miraba a su pequeña sobrina, preguntándose si el bebé que esperaba sería tan precioso como ella. 
Don Anselmo, paseaba entre los aldeanos, saludando a las familias y dándoles las gracias por acudir al acto.
María y Gonzalo llegaron en ese momento, con paso ligero. Tras saludar rápidamente a unos conocidos, se reunieron con sus familiares.
-¿Se puede saber por qué habéis tardado tanto? –les reprendió Rosario, que había salido una hora antes de casa-. ¿Qué estabais haciendo?
-Madre, deje a los muchachos tranquilos –intervinó Alfonso-. Seguro que ha sido mi hija. Como si la viese, igualita que su madre cuando tienen que arreglarse… pueden pasar horas.
-Pues esta vez se equivoca, padre –se apresuró a decir María, acercándose a ver a su hija. La niña sonrió al ver a su madre quien le hizo una dulce caricia en la barbilla-. Ha sido Gonzalo, que no sabía que corbata ponerse.
Rosario se volvió hacia él, entrecerrando los ojos.
-¿Tú… con corbata? –se extrañó la mujer-. Qué raro. A saber qué te habrá prometido mi nieta para que accedieses.
Gonzalo mudó el gesto, entre inocente y ofendido.
-Nada –dijo finalmente. María le miró con disimulo, ocultando una sonrisa-. El acto lo requería y no he tenido más remedio que ponérmela.
Rosario pareció no creer sus palabras, pero antes de que volviese a insistir, llegaron Tristán y Candela.
-Buenos días –saludaron al unísono.
-¡Por fin, cuñado! –le saludó Alfonso-. Ya creía que tenía que ir a la confitería a ver si os había pasado algo.
-¿Qué nos iba a pasar Alfonso? –se defendió Candela-. Con la masa nunca se sabe. Hay que tener mucha paciencia para que suba bien.
Emilia se acercó a su hermano y le recolocó la corbata, algo torcida. Entonces vio la camisa de Tristán manchada de carmín, sin embargo no hizo ningún comentario al respecto.
-Así mejor –dijo, guiñándole un ojo a su cuñada Candela que enrojeció levemente.
-Se nos ha hecho tarde llevando las pastas a la casa de comidas –intervino Tristán, ajeno a la cómplice mirada que habían cruzado su mujer y su hermana.
-Seguro que estarán hechas con mucho amor –opinó Emilia, conteniendo la risa.
Rosario entrecerró los ojos.
Conocía de sobra a su nuera para saber cuándo hablaba con segundas intenciones. Miró a Tristán y a Candela pero no había nada extraño en ellos.
La buena mujer decidió no preguntar, además, justo en ese instante vieron llegar el automóvil y la calesa de la Casona.
Los allí presentes, se volvieron. El silencio inundó el lugar, como si temiesen que una sola palabra pudiera molestar a los recién llegados.
Doña Francisca bajó del automóvil, acompañada por Bernarda. Bosco, el gobernador y su nieta Isabel venían en la calesa. El protegido de la señora, le tendió la mano a la nieta del gobernador para ayudarla a bajar; un gesto que la muchacha agradeció con una gran sonrisa.
Don Anselmo, como representante de la iglesia, e Hipólito, del consistorio, fueron a recibirles. Intercambiaron unas breves palabras de agradecimiento y se acercaron al lugar.
-Queridos vecinos –comenzó Don Anselmo con su natural alegría-. Creo que ya estamos todos para poder dar comienzo a esta ceremonia.
-Como no –murmuró Tristán con ironía-, estando mi madre los demás sobramos.
Candela le tocó el brazo, pidiéndole cautela. De sobra era conocida la nula relación de la Montenegro con su hijo y con sus nietos. No era el lugar ni el momento para volver a dejarlo patente.
Por su parte, Gonzalo no pudo evitar mirar a los recién llegados. Doña Francisca observaba todo con cierto desdén y altanería; un gesto al que los puenteviejinos estaban acostumbrados. Junto a ella, el gobernador, sudaba a mares, aunque su rostro denotaba alegría y orgullo. Tras ellos se habían situado Bosco, con el semblante serio, casi inhumano, e Isabel, que mostraba una sonrisa alegre que iluminaba su infantil rostro; portando una sombrilla para protegerse del sol.
La mirada de Gonzalo se detuvo unos segundos en el protegido de la señora. Después de un año, aun se preguntaba cómo había podido cambiar tanto aquel muchacho inocente que llegó a la Casona siendo un pobre salvaje de buenos sentimientos. La ponzoña de la Montenegro había hecho su trabajo en él, convirtiéndole en aquel ser despiadado, a quien todos en la Casona temían. Incluso alguno de los más antiguos trabajadores había llegado a compararle con el mismísimo Salvador Castro.
Tras ellos, como una sombra a quién nadie hiciese el menor caso, se encontraba Bernarda, la prima de la Montenegro.
Don Anselmo continuó su pequeño discurso, de bienvenida a los presentes, y deseando que aquella nueva etapa que iban a iniciar, trajera felicidad a las gentes del pueblo.
Seguidamente, Hipólito tomó la palabra, sin poder ocultar su nerviosismo. Quintina le dirigió una sonrisa cómplice que pareció animarle un poco. El nuevo alcalde carraspeó antes de iniciar su discurso.
-Queridos puentevejeros y puentevejeras. En un día tan importante como el de hoy, me enorgullece, más que nunca, ser vuestro alcalde. Desde pequeño siempre imaginé que algún día mis ojos verían llegar el progreso a nuestro querido pueblo. Hoy, ese sueño, por fin se va a hacer realidad –hizo una pequeña pausa-. Gracias a personas como el gobernador, aquí presente, en pocos meses veremos llegar a Puente Viejo el primer ferrocarril.
Pequeños aplausos dirigidos a don Federico, interrumpieron, momentáneamente, el discurso. El hombre apenas hizo uno débil movimiento de cabeza, agradecido.
-Tampoco podemos olvidar, a nuestra querida doña Francisca Montenegro, quien ha tenido a bien ceder algunos terrenos para que las vías del ferrocarril pasen por allí.
Volvieron a escucharse más aplausos, esta vez mucho más débiles.
Gonzalo tomó aire, conteniendo la rabia que le embargaba. ¿Qué la Montenegro había cedido sus tierras? ¿Desde cuándo la cacique de la comarca se había vuelto tan caritativa con los lugareños? Su nieto estaba seguro que tras ese acto de “bondad” se escondía algo más. Su problema era cómo demostrarlo.
María percibió al instante el cambio en Gonzalo y le apretó la mano. Él volvió a la realidad y agradeció aquel gesto, que le calmó los ánimos.
-Y por último –continuó Hipólito, cuyos nervios habían desaparecido totalmente y se expresaba con gran soltura-, no podemos olvidar al hombre que ha hecho posible la llegada del ferrocarril. El hombre que ha diseñado el trazado de las vías: el arquitecto, don Ricardo Altamira.
Al escuchar ese nombre, Gonzalo palideció. Había estado tan pendiente del gobernador y de Doña Francisca que no se había dado cuenta de la presencia de aquel hombre. Miró a todos lados, buscando aquel rostro que se había convertido en su peor pesadilla.
Inmediatamente le vio, junto a otras autoridades y alcaldes de pueblos vecinos, que habían acudido al evento. Gonzalo le habría reconocido en cualquier lugar. Su porte elegante, gesto altivo y pelo lacio, le conferían un atractivo inusual para alguien de mediana edad. Ricardo Altamira era una de esas personas que llamaban la atención, allí donde iba. El hombre, sonrió cuando fue mencionado su nombre.
María paseó la mirada desde el arquitecto a su esposo. La joven acarició el brazo de Gonzalo. No necesitaba mirarle para saber lo que estaba pasando por su mente. Recuerdos dolorosos. Rabia. Impotencia. Todos ellos a la vez. Volvió a apretarle la mano de nuevo, para decirle en silencio que allí estaba ella, su apoyo, dispuesta a sostenerle en cualquier momento.
Gonzalo captó el gesto de su esposa y consiguió calmarse mientras escuchaba a Hipólito terminar su discurso, agradeciendo al resto de asistentes su presencia en ese día tan especial para el pueblo.
Al finalizar, el alcalde les pidió al gobernador y a doña Francisca que se acercasen  para la colocación simbólica de la primera piedra.
Pese a sus sonrisas, a la legua se veía la poca gracia que le hacía a la Montenegro tener que ensuciarse las manos con un poco de tierra. Estaba deseando que todo terminara para volver a la Casona. Por el contrario, don Federico, parecía encantado de estar allí, participando de aquel momento histórico para Puente Viejo y su comarca.
Por primera vez, Gonzalo, esbozó una débil sonrisa, cuando vio que el gobernador, manchaba el traje de Doña Francisca con un poco de barro al colocar la placa en el suelo. Una placa donde podía leerse la fecha de aquel día y las palabras” Estación de tren de Puente Viejo”, dando así comienzo a las obras de las vías del ferrocarril. La mujer trató de no darle importancia, pero conociéndola como la conocían, de seguro que no le hacía ni pizca de gracia.
Una vez finalizado el acto, Hipólito informó que en la casa de comidas de Alfonso y Emilia se había preparado un pequeño ágape para celebrar el momento y que todo el pueblo estaba invitado.
Los aldeanos se trasladaron a la plaza mayor, donde se habían colocado mesas repletas de comida y bebida. Si había algo que un puentevejino nunca se perdía era una celebración, y más si corría el buen vino de los Castañeda y los dulces de Candela.
Para sorpresa de muchos, doña Francisca acudió también ya que el gobernador insistió en acompañar a las gentes en su festejo. Bosco e Isabel, charlaban animadamente, bajo la atenta mirada de Candela, quien seguía pensando en su sobrina y lo que estaría sufriendo al ver al muchacho con la nieta del gobernador. Candela estaba al tanto del amor que sentía Inés por él, sin embargo, había vivido lo suficiente como para saber que Bosco nunca la tomaría enserio, mientras la Montenegro viviese.
-Mi amor –le dijo Tristán al ver su semblante serio-. ¿Ocurre algo?
Candela disimuló su dolor con una sonrisa.
-Nada –negó, cogiéndole de la mano. Tristán se había convertido en su mayor sustento y gracias a él ahora tenía una maravillosa familia que la llenaba de dicha-. Vamos con el resto.
Frente a la posada, don Anselmo tomaba buena cuenta de un chato de vino acompañado por doña Francisca y su prima Bernarda. Ambas mujeres estaban deseando marcharse cuanto antes de allí y no veían el momento de hacerlo.
En otra esquina de la plaza, Hipólito conversaba animadamente con el gobernador a quién le estaba contando los proyectos que tenía planeado poner en marcha en la alcaldía. El hombre escuchaba atentamente; sorprendido por alguna de sus ideas. El hijo de Pedro Mirañar no se conformaba con la llegada del ferrocarril, sino que pensaba que también era buena idea la colocación de un teléfono en los lugares más frecuentados del pueblo, como la casa de comidas, el dispensario y la confitería de Candela. Lugares bastante frecuentados por los aldeanos.
Cerca de ellos, Dolores escuchaba a su hijo, sorprendida.
-¡Será traidor! –murmuró con enfado, entre dientes, mientras acunaba a su nieto ante la atenta mirada de su nuera-. Ya hablaré yo con ese zopenco que tengo por hijo y le dejaré las cosas bien claritas. Si ya lo dice el dicho, cría cuervos que te sacarán los ojos.
-¿A qué viene eso suegra?
-Viene por esa estúpida idea suya de colocar teléfonos en medio pueblo. ¿Qué pretende? ¿Arruinarme el negocio? Además, ni Emilia ni Candela se entienden tan bien con Chelo. No tienen experiencia en estos menesteres.
Quintina entrecerró los ojos, entendiendo, realmente, a que se debía el malestar de Dolores.
-Suegra y no será porque si la gente prefiere ir a hablar a otro sitio, usted no se enterará de lo que conversan.
-¿Pero por quién me tomas niña? –repuso Dolores, indignada-. Lo que me importa a mí es que la gente pueda comunicarse y no lo que se dicen. Aunque nunca está de más estar al corriente de las cosas por si necesitan nuestra ayuda. Yo solo lo hago por el bienestar de nuestros vecinos.
Quintina asintió levemente. Conocía demasiado bien a su suegra para saber lo que realmente le fastidiaba de aquel asunto.
Dentro de la casa de comidas, los Castañeda al completo estaban reunidos en la barra. Nicolás y Gonzalo comentaban con Alfonso las últimas noticias que llegaban de Marruecos. La guerra se estaba cobrando muchas vidas inocentes, mermando el ánimo de los españoles. Tristán se les unió en ese instante mientras Candela entraba en la cocina para ayudar a Emilia con las bandejas.
María estaba sentada en una de las mesas y tenía a Esperanza en brazos. La niña se había dormido por fin. Junto a ellas, Mariana las observaba con cierta envidia. No veía el momento de estar así con su bebé. Inconscientemente la tita se acarició su abultado vientre.
Tras la barra, Candela y Emilia no dejaban de faenar y sacar bandejas repletas de comidas, dulces y bebida.
Gonzalo se volvió un instante hacia la puerta y su buen humor se esfumó al ver entrar al arquitecto. Su padre, atento, se dio cuenta de ello y posó una mano sobre su hombro.
-Tranquilo Martín –murmuró, mirando al arquitecto con el mismo desprecio que su hijo.
-Puede ponerme un vaso de ese buen vino, por favor –le pidió el hombre a Alfonso, acercándose a la barra.
El suegro de Gonzalo asintió levemente y mientras llenaba un vaso con el espumoso vino, su yerno se volvió hacia Ricardo, esperando ver si se dignaba a mirarle a los ojos.
El arquitecto esperó su vaso, sin voltear la cabeza, como si no existiese nadie más que Alfonso.
-Aquí lo tiene –le tendió el vaso lleno.
-Gracias –respondió el hombre, con tranquilidad.
Tras coger el vino, Ricardo Altamira salió de la casa de comidas, bajo la atenta mirada de los allí presentes.
María dejó a Esperanza en su carrito y miró a su esposo. Sus ojos pardos brillaban de una manera extraña que asustaron a la joven. Solo una vez le había visto aquella mirada de odio en sus ojos, y algo le decía que no era buena señal.
Gonzalo apuró su vaso de vino y lo dejó sobre la mesa.
-Ahora vuelvo.
Tristán quiso detenerlo pero María le dijo que ya se encargaba ella. Su tío asintió, sabedor de que su sobrina era la más indicada para calmar a su hijo.
Gonzalo salió con paso decidido tras el arquitecto a quien vio dejar el vaso ya vacío sobre una de las mesas y dirigirse al encuentro del gobernador. El esposo de María se detuvo a medio camino, expectante, sin perderle de vista. El joven apretó los puños, conteniendo la rabia. Sabía que no era el momento ni el lugar. La plaza estaba llena de aldeanos y lo último que quería era dar un espectáculo allí frente a todos. Sin embargo, su ira aumentaba por momentos como oleadas incontrolables.
Ni siquiera se dio cuenta que María le observaba, intranquila, desde la puerta de la casa de comidas. La joven deseaba ir a su encuentro y llevárselo adentro antes de que cometiese una locura.
Ricardo Altamira le dio una leve palmada a don Federico en la espalda y le sonrió a modo de despedida. Luego tomó camino hacia la calle lateral de la plaza.
Gonzalo reemprendió el paso, siguiendo al arquitecto. Nadie a su alrededor se dio cuenta de que tomó la misma callejuela. Sus pasos eran más largos y precisos. Enseguida, al girar el primer recodo vio al hombre y se apresuró hasta que le tuvo a su alcance. Sin darle tiempo a reaccionar, Gonzalo le cogió de la chaqueta y le empotró contra la pared de malos modos.
Ricardo Altamira –escupió su nombre con odio. El mismo odio que destilaba su mirada. El arquitecto palideció de golpe-. ¿Veo que se alegra de verme?
-Señor Castro –logró balbucear, con el miedo pintado en el rostro-. Yo…
-Tenemos una conversación pendiente, ¿no cree?
-No… no sé a qué se refiere.
-Yo creo que sí lo sabe –la poca paciencia que le quedaba a Gonzalo, se esfumó con aquellas palabras, así que fue directo al grano-. ¿Cuánto le pagó la Montenegro por traicionarme? ¿Por cuánto se vendió?
-¿La Montenegro? –repitió Ricardo Altamira, tratando de ganar tiempo, pero sin poder ocultar su temor-. Ya… ya le digo que… no sé de qué me habla.
-¡No me tome por imbécil! –el grito resonó en la callejuela.
-¡Gonzalo! –María llegó a la carrera y cogió a su esposo por los hombros, intentando evitar que cometiese una locura-. ¡Gonzalo, suéltale! ¡Suéltale, por favor!
El joven mantenía bien sujeto al arquitecto por las solapas del traje. Tenía los nudillos enrojecidos de tanto apretar.
-¡Gonzalo! –insistió María, preocupada.
Finalmente, con un gesto de frustración en la boca, Gonzalo soltó al hombre, que trastabilló sin perder el equilibrio y salió casi corriendo del callejón, sin decir una palabra.
-¿Te has vuelto loco Gonzalo? –inquirió finalmente María, con el corazón acelerado, por lo que había estado a punto de ocurrir-. No puedes abordar así a la gente.
-Necesitaba que confesase la verdad –se defendió su esposo, poniendo los brazos en jarras. Tenía el rostro perlado en sudor. Ahora que por fin había soltado todo el rencor que llevaba meses acumulando contra aquel hombre, un vacío extraño crecía en su interior: la desesperanza-. Sé que la Montenegro le pagó una alta cantidad de dinero para que modificara el trazado de las vías. Tan solo necesitaba que lo confesase. No iba a hacerle nada más.
-No tenemos pruebas, mi amor –María trató de ser comprensiva en ese momento; aunque lo cierto era que aquel arranque de furia no le gustaba-. Lo que has hecho es una locura. Ese hombre puede denunciarte por agresión.
Gonzalo alzó la mirada hacia ella.
-No te preocupes por ello –dijo totalmente convencido-. No lo hará.
-¿Cómo lo sabes? –María ladeó la cabeza.
-Porque no le conviene un escándalo. Si se atreve a ir a los civiles y poner una denuncia contra mí, sabe que hablaré y que diré lo que sé.
-¿Sin pruebas? –María seguía reticente a creer que el arquitecto se quedaría callado-. Nadie te creerá.
-Puede –repuso Gonzalo con serenidad-. Pero la gente solo necesita una semilla para que la confianza depositada se tambalee. No tendré pruebas, pero siempre quedará en su reputación esa mancha: ¿Ricardo Altamira se vendió por un puñado de monedas? –Gonzalo tomó aire, seguro de sus palabras. Una seguridad que asustaba a María-. Muchas veces, una simple duda hace mucho más daño que la más dura de las verdades.
María no le respondió. Se acercó a él y le abrazó con fuerza. Gonzalo le devolvió el abrazo. Tan solo necesitaba de ella para calmar su temperamento. Poco a poco los latidos de su corazón se apaciguaron. María le acarició la cabeza, sintiendo como se calmaba entre sus brazos.
-Vamos, regresemos a la plaza –le dijo ella-. Es mejor que nos vean volver juntos.
Gonzalo asintió.

Momentos después ambos regresaban cogidos de la mano a la pequeña fiesta de inauguración de las obras del ferrocarril donde los suyos seguían disfrutando del ágape.

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